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La poesía tampoco se escaparía a los cambios de paradigmas que trajo la modernidad. Atrás quedaba la vieja idea de que la poesía solo hablaba y le pertenecía a lo sublime. Ya la poesía no era un canto a la belleza del mundo. Y pasó de ser un canto para ser la voz o las voces del hades. El poeta ya no era el heraldo de los dioses y el defensor de sus obras, sino el portador de realidades crudas, de mensajes disfrazados de revelaciones, eran las palabras de las verdades que incluso hasta hoy se ocultan bajo las fachadas de las panaceas.
Charles Baudelaire fue vanguardista en ese sentido. Fue el poeta de la ciudad moderna. Su gran obra, recordada siempre bajo Las flores del mal, habla de una sociedad corroída y corrompida, de una condición humana mucho más cruda. Era la ira, era la pobreza, era la venganza, era el dolor irreparable, era lo trágico y también lo oprobioso. Eran las calles atiborradas de mugre, eran los vicios, eran los crímenes y la corrupción en todas sus formas. Eran esos los versos de un francés que vio en el descenso un acto poético.
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Bien lo dijo Paul Verlaine el 2 de septiembre de 1867, día en que fueron las exequias de Baudelaire en el cementerio de Montparnasse: “La maravillosa pureza de su estilo; su verso brillante, sólido y alado; su potente y sutil imaginación, y, por encima de todo, la sensibilidad siempre exquisia, profunda a veces y a veces cruel que revelan sus menores obras, aseguran a Baudelaire un lugar entre las más puras glorias literarias de este tiempo, junto con Balzac y Hugo, desde luego”.
Fue la época del realismo francés, de las tragedias vaticinadas por Víctor Hugo y de la exposición de la otra Francia que no era romántica sino vilmente despiadada que narró Balzac. Y así como fueron ellos, también fueron Mallarmé, Rimbaud, el mismo Verlaine y por supuesto Baudelaire. Todos caben en el mismo renglón porque todos fueron vanguardia y revelación a su vez del mundo que nadie contaba, pero al que todos asistían como cómplices, verdugos y víctimas, al que todos configuraban en ese caos donde todos eran responsables, todos eran desconocidos en las grandes ciudades modernas que fueron pues el nacimiento de un mundo en el que la vida se volcó a las grandes urbes.
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La calle ensordecedora aullaba alrededor de mí. / Esbelta, delgada, de luto riguroso, toda dolor solemne, / una mujer pasó, haciendo que con su mano fastuosa / se alzaran, oscilaran el dobladillo y el festón; ágil y noble, con piernas de estatua. / Yo, crispado como un excéntrico, bebía / en sus ojos, cielo lívido donde germina el huracán, la dulzura que fascina y el placer que mata. / ¡Un relámpago… y en seguida, la noche! Fugitiva belleza / cuya mirada me ha hecho de pronto renacer, / ¿no volveré ya a verte hasta la eternidad? / ¡En otra parte, muy lejos de aquí!, ¡muy tarde!, ¡quizá nunca!, / pues ignoro adónde huyes, y no sabes adónde voy, / ¡oh tú, a quien yo hubiera amado, oh tú, que lo sabías!”.
A Baudelaire pretendieron censurarlo y muchos quisieron ocultarlo aún después de muerto, pero las grandes obras resisten a quienes se incomodan con la relevación del mundo que les conviene. Desde el desasosiego y el dolor que lo gobernaba, el poeta francés escribió una obra poética que tiene lo sombrío de su tiempo y que entre muchas voces se realza en especial la de Edgar Allan Poe, quien desde el continente americano también empezó a descender a los sótanos que se ocultan en las capas del progreso y en los imaginarios de metrópolis diseñadas para los placeres del ser humano.
Dejar en versos de Mallarmé la eternidad de Baudelaire: “Al velo que ciñe ausente con temblores / Esta su Sombra como un veneno tutelar / Siempre respiraremos aún si nos hace perecer”.
Volver entonces a repensar la belleza y verla en los descensos. Hacerle un himno que le cante no a la primavera sino a las rosas marchitas, pues el infierno fue ese que vivió y es el ahora al que asistimos. Ya la vida no se narra con los colores de un cielo despejado, sino con el negro de las sombras que deambulan en pena buscando ese mito ya extinto del sentido de la felicidad.
Himno a la belleza
¿Vienes del cielo profundo o surges del abismo,
Oh, Belleza? Tu mirada infernal y divina,
Vuelca confusamente el beneficio y el crimen,
Y se puede, por eso, compararte con el vino.
Tú contienes en tu mirada el ocaso y la aurora;
Tú esparces perfumes como una tarde tempestuosa;
Tus besos son un filtro y tu boca un ánfora
Que tornan al héroe flojo y al niño valiente.
¿Surges tú del abismo negro o desciendes de los astros?
El Destino encantado sigue tus faldas como un perro;
Tú siembras al azar la alegría y los desastres,
Y gobiernas todo y no respondes de nada,
Tú marchas sobre muertos, Belleza, de los que te burlas;
De tus joyas el Horror no es lo menos encantador,
Y la Muerte, entre tus más caros dijes,
Sobre tu vientre orgulloso danza amorosamente.
El efímero deslumbrado marcha hacia ti, candela,
Crepita, arde y dice: ¡Bendigamos esta antorcha!
El enamorado, jadeante, inclinado sobre su bella
Tiene el aspecto de un moribundo acariciando su tumba.
Que procedas del cielo o del infierno, qué importa,
¡Oh, Belleza! ¡monstruo enorme, horroroso, ingenuo!
Si tu mirada, tu sonrisa, tu pie me abren la puerta
De un infinito que amo y jamás he conocido?
De Satán o de Dios ¿qué importa? Ángel o Sirena,
¿Qué importa si, tornas -hada con ojos de terciopelo,
Ritmo, perfume, fulgor ¡oh, mi única reina!-
El universo menos horrible y los instantes menos pesados?