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Gerónimo podía quedarse hasta bien entrada la noche viendo la luna, viendo estrellas. Su cuarto, oscuro y lleno de telescopios, era el refugio perfecto que no dejaba entrar el ajetreo y la inmundicia de la que se llenaba tras las seis horas diarias en las que se metía de cabeza en una computadora y presionaba sus oídos con unos audífonos.
—Hola, ¿podría hablar con Joaquín Restrepo? — era el discurso de un pobre hombre que lo más exigente que podría hacer en esa rutina laboral era leer el nombre de los suscriptores del servicio de cable.
De alguna manera, adentrarse en la oscuridad de aquella habitación, ir dejando los zapatos y la ropa cada que avanzaba hasta llegar a la ventana y poner su ojo en el visor era el paraíso, el edén. No tenía un conocimiento, más allá del contemplativo, del cosmos. No detectaba constelaciones, no hallaba galaxias, no le interesaba saber qué tenía el cielo para decirle. A duras penas reconocía las tres marías alineadas.
El poco tiempo libre que le quedaba después de las nueve de la noche, cuando por fin dejaba de contar las horas para levantarse de su cubículo e irse, lo usaba para encerrarse y escapar. Cargaba café y cigarrillos mientras avanzaba entre las medias, los pantalones, los zapatos, los cables. Caminaba y esperaba que sus pupilas se dilataran para guiarse mejor en la oscuridad que, con esfuerzo, atravesaba la luz tenue, débil, de la lámpara de la mesa de noche.
—Vives con esa tos, Gerónimo. Deja de fumar, deja ese vicio que no trae nada bueno. Esta casa huele a humo todo el día, y tú, encerrado siempre en ese cuarto— le cantaleteaba Florencia, que lo había parido hacía 26 años.
Gerónimo solo escuchaba los regaños de su madre a lo lejos, cuando estos alcanzaban a traspasar la gruesa puerta vieja que cerraba la guarida. Esa noche caminó, pasó por la piecera de la cama, dejó un sobre encima de la mesa de noche. Como era costumbre, se sentó en la butaca y puso su ojo en el visor. Una hora había transcurrido y Gerónimo miraba el cielo, giraba el telescopio de un lado al otro, enfocaba, giraba de nuevo y volvía a enfocar.
La rutina, esta vez, había durado varias horas. Algo había en el lente del aparato del que Gerónimo no se desprendía y que a no apuntaba a los faroles del firmamento. Ahora miraba hacia el frente y su pecho y el tubo del telescopio formaban un perfecto ángulo de noventa grados, una escuadra, una esquina.
—¡Gerónimo, Gerónimo! — gritaron desde afuera al tiempo que se escuchaban pasos fuertes subiendo por las escaleras. Fue lo único que logró sacar al hombre de la concentración en la que estaba. Rápidamente se reincorporó, echó el telescopio a un lado y se dispuso a esperar a quien lo había interrumpido.
Rodolfo era un viejo amigo que pasaba más tiempo en la casa de Gerónimo que en la suya. Tanto que Florencia lo concebía como una especie de adopción. Era un filósofo graduado hacía varios años, su padre había sido pescador y había muerto ahogado luego de que su canoa artesanal se hiciera pedazos en medio de una tormenta a pocas millas de la costa de Cartagena. Algunos cuentan que fue por la embestida de un gran pez, pero pocos le dan crédito a esa versión. Su madre ya era una anciana y había quedado ciega desde cuando Rodolfo era apenas un niño, dicen que por haberse quedado viendo el sol directamente y por mucho tiempo durante un eclipse. Rodolfo había sido profesor de un colegio de bachillerato, pero quedó en la calle luego de que se hiciera pública su relación con una estudiante de catorce años. Había guardado algunos ahorros, pero se habían ido en los cigarrillos, la cerveza y la inflación. Ahora vivía de tocar guitarra en los buses y recitar poesías en las plazas.
De un solo empujón, y sin preguntar, Rodolfo entró a la habitación y se dirigió a la ventana en la que estaba Gerónimo.
—Mi hermano, ¿vas o te quedas? Nos están esperando desde hace una hora y, como no llegabas, me imaginé que estabas pegado a esa vaina— le reclamó Rodolfo. Habían planeado un pequeño viaje de corto presupuesto a una playa cercana, pero Gerónimo parecía no estar interesado, aunque era una de las mejores oportunidades para ver las luces en el cielo por la ausencia de los destellos y el resplandor de la ciudad.
—Yo no creo que vaya a salir ahora. Es tarde y ni siquiera he empacado. Mañana podría ir muy temprano— respondió Gerónimo, y le hizo un gesto de despedida a Rodolfo, que se apresuraba para salir. Agarró una cajetilla de cigarrillos, los echó en la mochila y cerró la puerta al dejar la habitación. Gerónimo solo se dio media vuelta en la silla y puso su ojo nuevamente en el visor. Esta vez hizo un chasquido con la boca en señal de incomodidad, de molestia. La interrupción de su amigo la había hecho perder de vista lo que lo había tenido sentado por horas en la ventana.
Al día siguiente, muy temprano, Gerónimo dejó rápidamente la cama y se fue hacia la ventana. Enfocó y sonrió. Del otro lado del lente estaba la figura desnuda de una mujer que se vestía desprevenida en su habitación. Era lo que había descubierto el hombre en la noche anterior. Se recogía el pelo que le caía como una cascada sobre los hombros y le daba la espalda a la ventana. Caminaba hacia la cama y dejaba ver su delgada figura, sus caderas anchas y sus nalgas responsables. Se sentaba en la cama, se miraba al espejo y encantaba a Gerónimo que, con un leve movimiento del tubo, no dejaba de seguirla.
Cuando se abrochó el brasier, giró hacia la ventana y dejó ver su rostro de facciones finas, sus ojos cafés y su grueso labio de abajo. Gerónimo sentía una atracción que iba más allá del deseo y el morbo. La miraba con curiosidad y observaba atentamente cada detalle con la potencia de su lente. Desde esa mañana, Gerónimo le dedicó su tiempo más libre a aquella dama, le dedicaba las noches para verla llegar y la acompañaba en el anonimato hasta que ella apagaba las luces y le ponía fin a otro episodio.
***
Al mediodía, la alarma le recordó a Gerónimo que ya era hora de alistarse para ir a trabajar. Había pasado toda la mañana como un vigilante desde su orilla, atento a cualquier movimiento, pero las cortinas nunca se corrieron.
«A lo mejor sigue dormida», pensó, al tiempo que escogía del armario algo con qué vestirse. Aquella mujer no se asomó en toda la mañana y eso era suficiente para que él se intrigara y se inventara historias, cualquier tipo de posibilidades, que justificaran su ausencia con pensamientos inocentes.
—Cof, cof, cof— tosió con violencia Gerónimo y desde el primer piso subió otro regaño de su madre. Ese día, el tiempo en el trabajo pasó más lento que de costumbre y hacía cualquier cosa para llevar la cuenta de los minutos que faltaban para irse. Contaba las piezas del teclado, contaba las llamadas, rayaba el cuaderno. A mitad de la jornada hubo un breve descanso y, a medida que se vaciaba la taza de café, iba aumentando la ansiedad por dejar aquel lugar para volverse a sentar y seguirle los pasos a ella en los pocos metros cuadrados que habitaba.
No hablaba con nadie. Se quitaba las gafas, las limpiaba y se las volvía a poner. Miraba su reloj, miraba el reloj de la computadora, encendía su celular para ver la hora. Solo pudo irse de allí hasta quince minutos después de terminar una llamada con un cliente intenso que quería dar de baja el servicio con el argumento que el grupo económico al que pertenecía la compañía de cable le hacía guerra al presidente de turno. ¡Y eso no lo podía permitir!
—Señor, piense que por simples razones políticas se podría estar pendiendo de… — Gerónimo no terminó de decir su intento de convencimiento cuando le colgaron del otro lado. Para lo que le importaba un cliente menos en un trabajo que no quería. Como pudo agarró sus cosas y se fue de prisa a casa. A la misma velocidad que iba por la calle entró a la habitación y se acercó, con cuidado de no hacer mucho ruido, al telescopio, como si ella fuese capaz de oírlo.
Allí estaba ella y su humanidad, tendida en la cama boca arriba, acariciándose el cabello con la mano derecha. Con la otra mano, sostenía un libro que intentaba leer, iluminada con una luz muy suave, como si fuese un bar. Enredada el pelo en sus dedos, se hacía rulos que se deshacían por lo liviano, fino e indomable de su cabello. Y así le quitaba un peso de encima a Gerónimo.
***
De esa forma duraron varias semanas las jornadas de vigilia y Gerónimo estaba a merced de la desconocida del edifico de enfrente. Quería saber su nombre, pero era consciente de que esa no era una posibilidad. Sentía que la amaba, que quería cuidar sus delicados movimientos, que no quería hacerle daño, y que no lo haría de ninguna manera, que deseaba poder tenerla cerca y abrazarla por la espalda y poner su barbilla sobre sus hombros débiles, flacos. Sabía también que había encontrado algo más bello, algo más precioso y destellante que las estrellas a las que la noche lo tenía acostumbrado.
La tos volvía y Gerónimo intentaba ahogarla, no tanto para evitar otro grito de Florencia, sino para no interrumpir la calma de aquella mujer que lo dominaba a la distancia. Ahora podía decir que ella era su compañía, que era él su compañía y que había sido testigo de sus sueños más certeros de niña y de sus perversidades frente al espejo.
Ya se había convertido en una costumbre que había desplazado a las luces del cielo y que, a pesar de que era una ruleta poder verla a través del visor, no necesariamente debía esperar hasta las horas de la noche para verla. Aquella mañana, Gerónimo despertó e inició su rutina vigilante, de espía, de acosador silencioso. Todo fue en vano en esa ocasión. Regresó en la noche y, entre olores y montañas de ropa sucia que había en la habitación, se dispuso a observarla. Por eso limpió los lentes, hizo un paneo sobre la fachada del edificio para ubicar su ventana favorita y enfocó. Sus ojos creían con dificultad lo que veían y rápidamente miró en otras ventanas con la esperanza de haberse equivocado, diciéndose tonto a sí mismo por tamaño descuido. Pero no. No había sido una equivocación, no había visto otra ventana, Gerónimo había hecho foco en el mundo más íntimo de ella, había invadido su sexualidad y su desnudez y ante sus incrédulos ojos corría una escena de pasión y descontrol.
La mujer a la que amaba en silencio se aferraba a la espalda de alguien en quien él no tenía interés y en quien ingresaba violentamente en un espacio que él mismo había construido desde su lugar. Ella se entregaba, lo besaba apasionadamente y sus pequeños y firmes senos se movían dentro de una armonía incómoda. Sus muslos palpitaban y sus ojos no encontraba órbita. Su pelo se humedecía con el sudor de su espalda y sus manos se enterraban como si la cabellera de ese hombre sin nombre fuese una playa, como si fuese una caja de arena.
Algo muy pesado hacía presión en el pecho de Gerónimo, que empezaba a respirar con dificultad. El dolor incrementaba, al tiempo que los celos lo atormentaban. El sudor se escurría con velocidad sobre la cara desde la frente y fastidiaba sobre los ojos y sobre la nariz como si se tratara de la molesta presencia de una mosca. La escena a través del lente lo había llevado a un estado de alteración interna que lo había dejado inmóvil, pero con los ojos insaciables para los que parecían no bastar aquel cuadro que era como una especie de infidelidad que golpeaba en una sola vía, sin opción de retorno, sin cabida a la retroalimentación.
Gerónimo agarró con fuerza la parte izquierda del pecho, se agarraba el músculo con desespero. Inhalaba. Exhalaba. Su boca era la boca de una chimenea, de un náufrago que intentaba hallar el último suspiro que lo ayudara a llegar a tierra firme. Su pulso y el de ella se pusieron a tono, se sincronizaron, y era como una marcha. Y su suspiro era su suspiro, y sus ojos desorbitados también eran sus ojos, y su cabeza era una olla a presión, silbando y arrojando vapor. Y ella alcanzó la cima, se aferró a la cúpula y chilló en falsete sosteniéndose en la mitad del terremoto. Y él se desvaneció en un instante y dejó atrás cualquier insinuación de asombro y cualquier rencor.
Florencia lloraba con intensidad y golpeaba insistentemente el pecho partido de Gerónimo. Maldijo el cigarrillo de nuevo y llamó a su hijo con desespero, con una voz quebrada e incapaz de traerlo de vuelta. Ya se habían acabado las noches de vigilia juiciosa y no quedaban más estrellas por contar en su cielo. Yacía olvidado sobre aquella mesa de noche el sobre sin abrir con el diagnóstico de un corazón roto.