El Magazín Cultural

Darío Botero Uribe y la filosofía como creación

Conocí a Darío Botero Uribe en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional de Colombia, por allá en el año 2001. Se puede decir que ingresé a uno de sus cursos por mera curiosidad, pues durante el semestre había visto en la librería de la Universidad muchos de sus libros, era como una especie de contaminación visual, ya que el Maestro Botero era muy prolífico.

Damián Pachón Soto
30 de marzo de 2018 - 04:08 p. m.
Darío Botero en la portada de uno de los ejemplares de El Magazín de El Espectador.  / Archivo
Darío Botero en la portada de uno de los ejemplares de El Magazín de El Espectador. / Archivo

El curso se llamaba Vitalismo Cósmico. Posteriormente, me di cuenta que ese era el proyecto de su vida, al cual le había dedicado todas sus energías y sus empeños.

Darío Botero era hijo de los años 60, donde había desempeñado un papel importante como líder estudiantil y donde llegó a tener alguna cercanía con el cura Camilo Torres. Su evolución filosófica posterior lo apartó del marxismo y lo llevó a los estudios de la ciencia y la filosofía, especialmente, al pensamiento de Nietzsche. También tenía una gran cultura estética, literaria y un buen conocimiento del psicoanálisis. Por eso siempre quiso que en la Facultad de Derecho de la Universidad se aquilatara el espíritu de pesadez, y la aridez que caracteriza a la profesión, cuando como decano introdujo un interesante movimiento cultural en sus pasillos. Esto lo llevó también a fundar la Revista Politeia, que llegó a publicar 29 números, muchos de ellos realmente memorables. La Revista tenía un espíritu libre, abierto, crítico; trataba temas filosóficos, políticos, estéticos, jurídicos. Era un “verdadero proyecto intelectual”, no como las revistas indexadas de ahora que publican papers y que no tienen ningún espíritu. De cierta forma, la publicación, en este sentido, iba en una dirección similar a la Revista Argumentos que dirigía Rubén Jaramillo Vélez, dedicada a la difusión de la cultura alemana entre nosotros.

Darío Botero Uribe desarrolló su carrera docente e intelectual en una Facultad de Derecho. De cierta manera, marginado de la academia filosófica oficial, la cual veía su producción con gran recelo. En esto recordaba al maestro Cayetano Betancur cuando decía en 1952: “debo recordaros que los filósofos dicen que soy sólo un jurista; […] como jurista, debo advertir que estos…afirman que quizás yo sea sólo un filósofo”. Pero esta anécdota sólo da cuenta de una descalificación, de ese mecanismo típicamente hispano (como lo reconocía don Miguel de Unamuno) llamado envidia, con el cual se pone de presente el espíritu de resentimiento de quien quiere opacar al otro, y ponerlo por debajo. A decir verdad, el espíritu de Botero Uribe no era el de un abogado, su ethos era el de un auténtico pensador. Esto es lo que se encuentra cuando se revisa, ya con más distancia, y sin prejuicios, su obra filosófica.

Uno de los puntos fundamentales de su filosofía vitalista o filosofía de la vida, fue la necesidad de superar la subalternidad intelectual de los científicos y pensadores latinoamericanos y colombianos frente al pensamiento europeo; la necesidad de cambiar ciertas prácticas, en el caso de los filósofos, específicamente la práctica de vivir leyendo y comentando textos de la filosofía europea. Igualmente, la practica erudita que privilegia el saber anquilosado sobre la verdadera reflexión. Botero, como Nietzsche, pensaba que una cabeza erudita y una cabeza vacía se encontraba fácilmente bajo el mismo sombrero. Por eso, en una entrevista sostuvo: “No soy un historiador de la filosofía, soy un pensador del mundo actual”. Es esto justamente lo que el lector puede advertir en libros como El derecho a la utopía, Vida ética y democracia, Vitalismo Cósmico, Teoría social del derecho,  Si la naturaleza es sabia, el hombre no lo es, para sólo mencionar algunos. 

Esa crítica al espíritu de la exégesis filosófica, donde se rumian textos hasta el cansancio, y donde en realidad no se aporta mucho a la filosofía, iba encaminada a las prácticas filosóficas imperantes y hegemónicas en nuestro medio, en nuestras facultades. Recuerdo que alguien sostuvo que los filósofos colombianos trataban de repetir mal lo que los filósofos europeos decían bien. Es lo que yo mismo he llamado “vampirismo y regurgitación”: lo primero consiste en sacarle la sangre a un autor; lo segundo, en vomitarlo en clases y en conferencias. De eso se vive, y en realidad no se avanza creativamente en nada. Este proyecto, llevó a Botero a repetir en varias ocasiones: “No puede pedirse a las facultades de filosofía que produzcan un pensador, porque ellas están encargadas de custodiar y de velar porque jamás se apague la lumbre de las tumbas más ilustres […] Filósofos no hay donde no hay creación filosófica”. Nuestra intelectualidad era, a su parecer, una intelectualidad que le hacía el juego a la europea y que, como en la política, para el ascenso social -según ha mostrado magistralmente para Colombia el sociólogo Fernando Guillén Martínez-, practicaba el mimetismo, en fin, una “intelectualidad mimetizada”, basada en la lambonería y la adhesión acrítica…sin creatividad.  

Darío Botero era consciente, desde luego, de que no hay creación filosófica sin diálogo con la tradición. Pero en su caso, la relación con la tradición era selectiva. En ese sentido, él era, como dice Jorge Aurelio Díaz, un “filósofo de supermercado”. No en un sentido negativo o peyorativo, sino en el sentido de “ecléctico”, es decir, que toma de la filosofía y de los filósofos algunas cosas y las emplea en su propio discurso. Yo diría, acudiendo a Wittgenstein, que él usaba la filosofía como una “caja de herramientas”, para decir lo que quería decir…sin caer en el comentarismo exhaustivo de textos y doctrinas. En su libro sobre Nietzsche, fiel a esta actitud, sostuvo: “A los pensadores del pasado sólo les formulo las preguntas que puedan mostrar la vigencia de su pensamiento. No me interesa desenterrar los huesos para fijar el lugar de un pensador en una cronología histórica, sino hacerlo comparecer al tribunal de la contemporaneidad para que nos ayude a pensar el mundo de hoy”. Por eso la relación de Botero con los filósofos del pasado fue muy crítica, alejada de la devoción que caracteriza al profesor de filosofía experto en Hegel, Marx, Aristóteles, Descartes, o el gurú de moda. Por ejemplo, no fue un seguidor de Habermas a pie juntillas, sino como Enrique Dussel, criticó el descuido de las relaciones históricas, concretas, materiales, y de las relaciones asimétricas a la hora de construir los consensos. Igualmente, recusó su racionalismo y el derivado idealismo de la teoría de la acción comunicativa.  De ahí que su concepción de la filosofía fue más como creación que como repetición. Así lo expresó en un texto crítico sobre Michel Foucault: “El filósofo es sólo aquél que asume el riesgo de pensar; que crea posibilidades nuevas de entender, de valorar o de saber. Lo demás, es el discurso de los repetidores, que rumian sin fin un discurso aprendido, que se debaten con un saber ajeno”.

Por último, debo decir que siempre estaré agradecido con él por sacarme del mundo árido del derecho y llevarme a la filosofía, por incitarme a escribir y a ver el pensamiento como realización libidinal y personal; por enseñarme que más vale una vida modesta materialmente, pero rica en pensamientos e ideas, que una opulenta y burocráticamente mediocre. Por todo esto, muchas gracias.

Sea esta, también, la oportunidad para invitar a la Universidad Nacional de Colombia a republicar su vasta obra,  Universidad de la cual él fue Maestro y Profesor Emérito. Por lo demás, su filosofía es de gran actualidad y contiene elementos para pensar esta civilización que, como dijo Ernesto Sábato, se dirige cada vez más a “un desierto superpoblado”.

dpachons@uis.edu.co

 

 

 

 

Por Damián Pachón Soto

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