De Búfalo a Baldot, del ring al lienzo

La historia de cómo el ex boxeador Ubaldo Torres se convirtió en pintor es encantadora. Su exposición "Bemba colorá & perfomance- homenaje a Pambelé" estará disponible hasta mañana en el Museo Casa Grau.

Laura Camila Arévalo Domínguez
06 de abril de 2018 - 11:52 p. m.
La técnica de "Baldot" se llama "Acción pintada con guantes de boxeo". / Daniel Ramirez
La técnica de "Baldot" se llama "Acción pintada con guantes de boxeo". / Daniel Ramirez
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Así él se supiera más alto que su oponente, se llenaba de terror. Las manos le sudaban y su corazón palpitaba rápido, fuerte.

Comenzaba la pelea y en segundos dejaba de sentir nervios. Sentía la adrenalina que solo  le daba el ring. El “Búfalo”, sobrenombre que le puso Álvaro Mercado, un entrenador barranquillero que escuchó a Rafael Pineda, campeón mundial, decir: “ese muchacho pega como un búfalo”, entraba al cuadrilátero y cuando la ráfaga de golpes se iniciaba, las angustias y su rival quedaban rendidos. Las cuatro manos que decía que veía en el contrincante de turno se convertían en dos guantes de seda. No iban a herirlo; él, en cambio, tenía cemento en los puños.

Fuera del ring, Ubaldo. En la pelea, “Bufalo”.

En 1979 Torres tenía 10 años. Su padre solía organizarles peleas a él y a su hermano. Los dos comenzaban a empuñar sus diminutas manos y lanzarse derechazos por el pedacito de panela que se prometió para el ganador. Anselmo y Ubaldo se trasformaban en luchadores. Así que la necesidad de “Uba”, como le decían sus cercanos, de pararse frente a alguien y reducirlo hasta el piso, la tenía desde antes de llegar a la adolescencia.

El reloj corría lento y cada día no tenía mucho sentido. A los 18 años, el espigado y moreno Ubaldo no tenía nada en qué emplear sus días. No estudiaba y su tiempo se desperdiciaba: era el único recurso que se daba el lujo de perder. En su casa las necesidades eran cada vez mayores. No tenía idea de nada. Su afán por salir de una vida llena de carencias era intenso, y cuando escuchó de un amigo que se veía como un boxeador, “Uba, tú estás bueno para que boxees”, se prendió una luz que lo llevó a Manuel Presscot, su entrenador y aliado para el inicio de una carrera como amateur.

“Comencé peleando como aficionado. Era un pelao flaco y alto. Tenía buen movimiento. Tenía una pegada buena. La derecha, sobre todo. Después decido venirme a Bogotá y conozco al “Happy” Lora. Era uno de los deportistas que tenían fama y por él decidí lanzarme al profesional”, recuerda Ubaldo.

Disputó 37 peleas profesionales, ganó 26 por nocaut y perdió nueve. Tenía el mundo por delante, o más bien a sus pies.

Torres se convirtió en un reconocido y admirado boxeador. Sus amigos políticos y empresarios le decían que era agradable y bello. “Todo el mundo quería estar conmigo”. Su socialidad se había reforzado en los salones repletos de personas y comenzó a desarrollar habilidades cada vez más pulidas para relacionarse. Ya no era el nadie de años atrás.

Como si la vida lo estuviese llenando de razones, el boxeo comenzó a desdibujarse. Se convirtió en el gallo de pelea de una mafia que lo utilizó. “No les interesaban las cuestiones humanas. Yo veía que me sacaban a pelear fuera del país con un objetivo: perder. Me invitaban a pelear a Europa dos días antes. Son 11 horas de vuelo y llegas sin idea del horario, no puedes entrenar, duermes mal”.

En el año 2000 ya estaba fuera del ring. Nació su hija Paula Andrea con problemas de audición y quedó sin motivos para continuar.

De boxeador a artista

Ubaldo Torres conoció en 1995 a Carlos Julio Márquez “Kajuma”, pintor y ganador del primer premio de pintura que se realizó en el Cesar, en 1968, con la obra “El Quijote”. El coqueteo del arte comenzó con una recomendación del artista: “hombre, a mí me gustaría que compraras arte con el dinero que has ganado. La mejor inversión en la vida es la pintura”.

Ubaldo Torres, obediente, convirtió su casa en una galería de arte. Llegó a acumular 150 lienzos de pintores colombianos. Las obras tuvo que venderlas en Venezuela después de un accidente en Valledupar que lo dejó sin dinero. En el vecino país, descubrió  lo incómodo que se sentía al ver que cuando ofrecía las obras, tuvo que mentir. Sus amigos artistas le revelaron que lo que habían pintado eran creaciones de otros autores.

Sus profundizaciones en la vida de artistas como Picasso, Vincent van Gogh y Jackson Pollock, las hizo cuando entendió que ya había demasiadas reproducciones en el mundo. Se fijó en su alrededor y descubrió una gama de posibilidades que le daban libertad para convertirse en lo que él quisiera. Se metió en una habitación y pintó. Su primera obra la llamó: “Los grises del alma”, ahí se vio reflejado y desde ese momento no ha podido parar.

Baldot, como ahora prefiere que lo llamen por su labor, encontró el abstraccionismo y la pintura figurativa. Tenía la sensibilidad para crear y decidió que fueran pinturas dedicadas a la cultura afro. “Cualquier raya, cómo dice el maestro Manzur, es pintura y es arte. Tuve que aprender sobre luz y sombra y teoría del color. No tengo ni una hora de clase. Me ayudaron mis amigos. Soy del Caribe y nosotros ya venimos con esa elegancia para vestirnos y combinar un color con el otro. Cualquiera puede hacer eso. Solo falta voluntad”.

Las obras de Baldot son exploraciones. La serie de pinturas con las caras en primer plano  de sus pares en el Caribe tienen una bemba (boca gruesa, característica de los afros), que quiere propagar por todo el mundo. Convertirlo en su sello.

Inventó una nueva corriente de creación artística: “Acción pintada con guantes: Pambelé”. Así nombró a la forma en que ahora produce. Se pone los guantes de boxeo, los llena de pintura y comienza a pelear con el lienzo. Una genialidad que lo hace aún más auténtico. “El guante es un éxtasis. Quiero aprender más para llegar a tener algo que no haya visto el mundo. Es excitante y me hace acordar de la época en que yo boxeaba”. Sabe que la pintura está lista cuando percibe la súplica del lienzo para que pare, como se lo pedían sus contendores. Baldot, deportista o artista, ha sido y será campeón toda su vida.

Las raíces afro y los juglares de Valledupar son cuadros. Un hombre transformado que se siente salvado por la pintura. No concibe otra forma de hacer que un humano evolucione, y se siente afortunado de encontrar su verdadera vocación. Ahora Baldot quiere ser un transmisor de esos mensajes. Le quiere contar al mundo cómo es el Caribe y reforzar identidades con su obra. Cree que para el momento que ahora vive el país, no deberíamos enfocarnos en otra cosa que en la forma de sanarnos por medio del arte.

Por Laura Camila Arévalo Domínguez

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