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Las dos entradas del Pequeño glosario de antintelectualismo académico que presentamos hoy apuntan a una de las fuentes del antintelectualismo contemporáneo (y no sólo en su versión académica): la omnipresencia de los principios económicos en todos los ámbitos de la vida. El lector determinará, a partir de su propia experiencia, si tal omnipresencia es real.
Economía
Durante las fases más estrictas de la cuarentena por el coronavirus, los líderes políticos en todo el mundo se han dividido en dos grupos: los que insisten en el confinamiento para evitar la propagación de la enfermedad, y los que dicen que es necesario abrir la economía, aunque sea de un modo “inteligente”, para evitar el empobrecimiento general. Y ambos grupos han afirmado con insistencia sospechosa que no hay ningún dilema real entre “la economía” y “la salud” (o “la vida”). Una no puede existir sin la otra, en eso coinciden todos: así como la economía necesita de individuos saludables para poder crecer, los individuos necesitan una economía vigorosa para poder vivir saludables. Pero a pesar de razonamientos circulares como este, es un hecho que el dilema existe y la prueba está, justamente, en la imperiosa necesidad de negarlo. Cuando la discusión pública gira alrededor de escoger entre continuar un confinamiento forzoso mientras se fortalece el sistema de salud y permitir que la gente salga a la calle a buscarse la vida, negar el dilema entre la salud y la economía es un acto de mala conciencia, cuando no de mala fe.
Que tal dilema exista en las condiciones actuales no significa, sin embargo, que haya existido siempre. Al contrario, es muy reciente, y tiene su origen en el momento en que quienes toman las decisiones importantes en las sociedades determinaron que, para salvar la economía, era necesario privatizar y desfinanciar los sistemas de salud (además de la educación y, en general, aquello sobre lo que se funda el sistema público de bienestar). Desde el punto de vista de la retórica, este hecho tiene una causa semántica que se suele pasar por alto: la personificación de “la economía”, como una especie de organismo vivo cuya salud hay que cuidar porque de ella depende todo lo demás, es una invención reciente. Durante los siglos XVIII y XIX, la palabra “economía” tenía un sentido más cercano a las ideas actuales de eficiencia o ahorro. Por eso, para los fundadores de la “economía política”, esta expresión denotaba apenas una expansión de la economía al ámbito político: se refería a los modos inteligentes de administrar los recursos y de controlar su circulación entre grupos sociales, y de entender cómo esta administración tiene efectos políticos. Por eso, cualquier economista clásico se asombraría de la naturalidad con la que hablamos hoy de una economía sana o enferma, de “reabrir” o “reactivar” la economía (como si ella fuese algo que se pudiese cerrar o desactivar) o de la necesidad de aplacar el “nerviosismo” de los mercados por el bien de la sociedad. Para los fundadores de la ciencia económica, la economía era ante todo un instrumento del bienestar (o del control) político, y en el caso más extremo, un fenómeno que ocurría paralelo a la política, pero nunca el fin último de toda decisión política.
A comienzos del siglo XX, cuando se transformó en el objeto de una disciplina académica, la economía se convirtió en un objeto más o menos independiente y autónomo cuyas reglas había que estudiar y conocer, un poco a la manera de “la cultura” o “la sociedad”. Pero apenas en décadas recientes, y en particular con el despliegue global de las políticas neoliberales, se ha sancionado la dignidad de la economía no sólo como una entidad con vida propia, sino sobre todo como algo que hay que salvar o cuya salud debe ser preservada a toda costa. En 1983, los argumentos del segundo discurso del Estado de la Unión de Ronald Reagan se fundaban sobre ese presupuesto: “el estado de nuestra Unión es fuerte, pero nuestra economía está llena de problemas”, decía. Las políticas públicas de su gobierno y de los que le siguieron se justificaron en la necesidad de revertir esa situación: había que sacar de sus problemas a la economía estadounidense, aunque esto implicase debilitar el estado de su Unión. Si la salud de la economía se ha convertido en el fin de la política, no debería extrañarnos que este objetivo se anteponga a la salud de los individuos o incluso a la salud de la democracia. Es a partir de supuestos como este que muchos países han decidido resolver el dilema entre confinamiento y economía a favor de la última, y procedieron a reactivar aceleradamente la producción y el comercio, aun cuando los sistemas de salud todavía no estaban preparados para enfrentar la ola de contagios.
El endurecimiento de “la economía” en la imaginación neoliberal ha alimentado imágenes políticas completamente inéditas en la historia de Occidente: desde hace unas cuantas décadas, los presidentes y primeros ministros, los gobernadores y los alcaldes, todos se conciben a sí mismos como administradores cuya mayor preocupación gira en torno al crecimiento económico y la competitividad del país o la región que deben regir, bajo el curioso supuesto de que la salud económica es la base única de todo lo demás. Por eso, con mucha frecuencia se imponen justificaciones económicas para las decisiones políticas, incluidas las más “progresistas”. Treinta años después de Reagan, en sus discursos sobre el Estado de la Unión, Barack Obama enmarcaba todos los aspectos de su agenda política, desde un sistema de salud universal hasta las políticas de inmigración más favorables, en la necesidad de crear empleos, preparar para el trabajo, aumentar la producción, subir las metas de crecimiento y enfrentar los desafíos de lo que él llamaba la “nueva economía”: es como si los principios y las aspiraciones de vida política precisaran del visto bueno de “la economía” para tener algún tipo de validez.
La imaginación neoliberal, que es la forma hoy dominante de la imaginación política, ha dado un paso más en su visión de la economía: está ya no es sólo un fin en sí mismo, sino un principio omnipresente que parece no dejar que nada escape a su dominio. Los sistemas de salud y educativo se moldean como mercados de bienes y servicios; la ciencia y la investigación se someten a los mecanismos de la economía del conocimiento; el transporte público, el alcantarillado, la provisión de energía, las telecomunicaciones, todas las responsabilidades que estaban en manos del Estado, se dejan ahora al arbitrio de la competencia económica, y hasta la política cultural se define en términos de economías creativas, en las que interactúan diversas industrias culturales. Esto no sólo justifica que ahora los economistas y managers sean los encargados de la política pública en todos sus aspectos, incluyendo la salud y la educación, la investigación científica y la cultura: en Colombia, por ejemplo, muy pocos se asombran ya ante la idea del presidente de nombrar un empresario y administrador de empresas para la gestión del coronavirus, como si enfrentar una pandemia fuese objeto de gerencia, no de una política de salud pública. Pero esta visión tiene también un efecto en los individuos, que son moldeados como agentes económicos, gerentes de sí mismos, aunque también dispuestos permanentemente a sacrificar su salud, su estabilidad laboral y su bienestar individual y colectivo, todo por el bien de “la economía”.
Hace un siglo, Walter Benjamin decía que la economía no es una locomotora que se desboca si el maquinista se distrae, sino un tigre salvaje dispuesto a saltar sobre el domador cuando este le da la espalda. En la versión personificada que la imaginación neoliberal ha creado, la economía es mucho peor que una fiera salvaje: es un dios implacable que, surgido de la cabeza de los seres humanos, pide que el mundo sea modelado a su imagen y semejanza, demanda sacrificios y una entrega total de los individuos, exige que la política y el bien común le sean arrojados a sus pies y que toda la naturaleza esté a su servicio. Y actúa arbitrariamente, sin que nadie sepa a ciencia cierta cómo aplacar su ira. Los economistas y los managers, convertidos ahora en los sacerdotes del nuevo culto, sólo pueden poner a prueba sus actos de adivinación, imponiendo “modelos” y exigiendo sacrificios. Pero la economía, que a la larga no es más que la suma de infinitas decisiones individuales y arbitrarias, es un cuerpo opaco cuyo conocimiento es imposible y no acepta ningún intento de comprensión como una totalidad.
El dios de la economía también exige sangre, de eso no cabe duda. Al comienzo de la pandemia, el vicegobernador de Texas, de 64 años, decía en una entrevista que no le temía al COVID-19, sino al futuro de los Estados Unidos. Y lo explicaba con una reflexión en apariencia conmovedora: “Nadie se ha aproximado a mí para preguntarme, como ciudadano mayor de edad, si estoy dispuesto a arriesgar mi supervivencia a cambio de mantener a los Estados Unidos que todos los estadounidenses aman para sus hijos y sus nietos”. Los Estados Unidos que todos aman no es otra cosa que su encarnación en mercados vigorosos y una economía sana. “Si ese es el intercambio”, decía el vicegobernador en tono de mártir voluntario, “estoy dispuesto a asumirlo”. Así son las cosas cuando aceptamos la lógica de los medios económicos por encima de los fines de una sociedad más humana. En un comentario a las afirmaciones del vicegobernador, el comediante inglés John Oliver decía con razón que la epidemia del coronavirus “nos ha obligado a enfrentarnos a algunas de las implicaciones más extrañas y oscuras de nuestro esquema mental”: en el centro del sistema de valores capitalistas anida una ideología por la que, para usar las palabras de Oliver, “la adoración al mercado tiende a convertirse en un culto miserable a la muerte”.
Economía del conocimiento
“Los dos pensadores más grandes en la historia de la economía –Adam Smith y Karl Marx– creían que el mejor camino para descubrir las verdades más profundas de la economía era el estudio de las formas más avanzadas de producción”. Así justifica Roberto Mangabeira Unger en un libro de 2019 la necesidad de estudiar la economía del conocimiento, la “forma más avanzada de producción” en la actualidad. Mangabeira, a quien Perry Anderson llamó una de las mentes más brillantes del Tercer mundo, es filósofo y teórico social, profesor de Harvard y político profesional; quizás de esta mezcla procede el inveterado optimismo y la aparente candidez que destella en este libro. Según él, la actitud de la economía del conocimiento es “experimental”, su materia es la “imaginación” y sus prácticas son “revolucionarias”, ella mantiene una “promesa de cambio” y le abre al mundo la visión de “futuros posibles”.
Una regla no escrita de la retórica política dice que entre más vago e impreciso es el contenido de una expresión, más posibilidades hay de extraer promesas vanas de ella. Cuando se habla de “economía del conocimiento”, se evoca la atractiva imagen de un cambio de paradigma, expresión que se usa hoy con tanta frecuencia para justificar tantas cosas y tan diversas. La centralidad que han adquirido el conocimiento y la información entre las actividades humanas, se dice, ha alterado las reglas del juego económico, al menos desde la perspectiva de los empresarios y los funcionarios. Pero, a decir verdad, esto no implica una nueva concepción de la vida productiva en su conjunto, y la revolución que se promete es más retórica que material. El “cambio de paradigma” que se acepta con tanto entusiasmo es en realidad más modesto. Es difícil aceptar con Mangabeira que la economía del conocimiento pueda ser considerada sin más como una forma de producción nueva, comparable a la producción agrícola o industrial: en sí mismo, el conocimiento no produce bienes transables, ni alimentos, ni medios de transporte, ni mejora las condiciones materiales de una sociedad. Todas las formas de producción requieren conocimientos particulares, pero no hay ninguna que pueda estar directa y preponderantemente basada en la producción, la distribución y el consumo de los productos del conocimiento. En el mejor de los casos, y en el que más le gusta a la mentalidad neoliberal aunque no lo admita abiertamente, la economía del conocimiento constituye un sector económico rentable, y no una forma específica de producción en sentido estricto.
Más que un concepto, “economía del conocimiento” es una metáfora construida sobre una contradicción y un sinsentido. Hasta hace menos de un siglo, ningún científico o académico podía llegar a concebir que el “conocimiento” pudiese ser objeto de una “economía”. A Diderot y D’Alembert jamás se les habría ocurrido que su enciclopedia tuviese como fin insertarse en un ciclo de producción, consumo y lucro, ni a Darwin que su teoría de la evolución de las especies se convirtiera en objeto de especulación capitalista, o a Einstein que pudiera determinarse el “valor” de la teoría general de la relatividad a través, por ejemplo, de índices de citabilidad de sus textos. Al contrario, pensaban ellos, cuando son puestos al servicio de los fines pragmáticos y los intereses particulares de gobiernos, instituciones o individuos, la ciencia y el saber no pueden desarrollarse libremente, no pueden producir revoluciones en nuestra concepción del mundo, no pueden abrir nuevos horizontes de reflexión ni servir a los fines mayores de la humanidad. Economía y conocimiento eran, para quienes se ocupaban de esa cosa abstracta llamada “conocimiento”, dos términos contrapuestos.
Si se ha de aceptar algún sentido de la idea de un “nuevo paradigma”, es éste: el conocimiento se ha convertido en objeto de lucro, y se ha puesto a circular en el mágico remolino del flujo de mercancías. La expresión “economía del conocimiento” es la metáfora de un proceso violento que ocurre, en primer lugar, en el seno del lenguaje: toma una actividad, el conocimiento, cuya autonomía es esencial para su subsistencia y su desarrollo, y la fuerza a convertirse en objeto de otra, la economía, centrada en los fines inmediatos y los intereses individuales. Cuando su autonomía es defendida coherentemente y hasta sus últimas consecuencias, “el conocimiento” puede poner en tela de juicio los fines y los principios de “la economía”, y sobre todo de una economía asentada en la idea del crecimiento sin límites del capital y en el principio de que la mano invisible del libre mercado corrige las inequidades. Al ser sometido a la coacción de la economía, el conocimiento pierde su filo crítico: haga lo que haga, diga lo que diga sobre la realidad, será rebajado a mera forma de producción y será insertado sin más al ámbito de lo inmediatamente útil y al servicio de intereses particulares. Bajo el dominio de la economía, el conocimiento deja de ser conocimiento y se convierte en un bien, una mercancía, un objeto transable, despojado de su contenido real; su único valor es el valor de cambio, que es profundamente arbitrario, objeto de especulación permanente.
La economía del conocimiento es, en realidad, la forma más audaz de modelar un falso mercado del saber a imagen y semejanza del mercado de bienes transables. Los académicos y los científicos son ahora agentes económicos que gerencian su conocimiento bajo la forma de productos: ofrecen sus papers, sus ponencias o sus patentes a la especulación de los journals, los congresos y la industria; y el valor de cambio en este mercado simbólico es establecido por índices de citación, puntos, ránquines y tablas clasificatorias con las que se distribuye la financiación pública y privada. Como todo mercado capitalista, este cuasimercado del conocimiento produce monopolios, acaparamientos, intermediarios y especuladores: es el paraíso de los economistas y los administradores, que ahora asumen la dirección de las universidades, de los centros de investigación y hasta de los ministerios de educación, ciencia y tecnología. Incluso, la estructura misma del mercado del conocimiento se ofrece como servicio al cliente, que las universidades y los institutos de investigación compran gustosos bajo la forma de bases de datos, sistemas de acreditación y reconocimiento o acceso a ránquines. Al contrario de lo que se suele creer y de lo que sus teóricos defensores sostienen, la economía del conocimiento no es la forma de producción propia de la era de la sociedad del conocimiento. Es, más bien, la forma que adquiere el conocimiento en la era de la sociedad de la economía.
* Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (wdiazv@unal.edu.co)
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