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“Si Juan Ponce de León delira por encontrar la surgente de la juventud eterna en la Florida, los filósofos piden al Nuevo Mundo un estímulo para el perfeccionamiento político de los pueblos. Tal es la verdadera tradición del continente, en que hay el deber de insistir”: Alfonso Reyes Ochoa.
El poeta alemán de los “Himnos de la Noche”, Novalis, escribió: “El mundo se convierte en sueño, el sueño se convierte en mundo” y, en efecto, esto fue lo que sucedió con la integración de América en el proceso civilizatorio occidental en el siglo XV. El continente pasó de ser un sueño antiquísimo en la imaginación del viejo mundo, a convertirse en una realidad fértil de nuevas maneras de existir y en una estrella cardinal que ha alimentado la inteligencia de los utopistas, poetas y científicos del mundo hasta la fecha. Alfonso Reyes explicó este fenómeno como sigue: “América, antes de ser encontrada por los navegantes, ha sido inventada por los humanistas y los poetas”. Desde los tiempos del antiguo Egipto, cuando Anubis custodiaba el mundo de los muertos, en algún punto secreto del occidente misterioso, el continente fue sueño, intuición y presagio hasta convertirse en necesidad del desarrollo histórico. (Recomendamos: El escritor William Ospina y su exaltación de los saberes mestizos).
El misterio de la promesa americana puede intuirse en la inquietud que despertó la posible existencia de otra tierra firme en las mentes de los pueblos anteriores a las expediciones europeas de los siglos XV y XVI. En los mapas de la época, el mundo estaba todavía incompleto. No se sabía con certeza qué podía existir allende las “columnas de Hércules” y en la bruma del espacio indeterminado, se plantaron monstruos, dragones, lestrigones, cíclopes, amazonas, pigmeos y antropófagos en los bestiarios medievales, pero también se consolidó la utopía de un espacio edénico de infinita riqueza. Este sueño de la nueva tierra libre, propio del Siglo de Oro español, pero con raíces antiguas, prefiguró la utopía ilustrada, representada por Rousseau, de una tierra prometida donde los hombres y las mujeres eran buenos por naturaleza. América, primero como sueño y luego como realidad, se mostró al mundo como el “alba de oro” –para usar la expresión de Rubén Darío- del pensamiento utopista. Como escribió Germán Arciniegas: “La conquista de América es el último gran fresco, y el más grandioso, que pinta en las crónicas la mano medieval”. La integración de América en el mapa geográfico y en el espacio cultural, significó la salud de las utopías del mundo, en particular de las occidentales. (Más: William Ospina y su visión del idioma español).
América en el sueño de los antiguos
El presagio de América se trasladó de Egipto a la antigüedad greco-latina en forma de imaginación y profecía. El poeta colombiano Carlos Martín, escribió al respecto: “la antigüedad intuyó o sonó, por boca de Heródoto, Jenofonte, Plinio, Estrabón y Virgilio, caribes antropófagos, gigantes, tritones, sirenas y plantas insólitas”. La curiosidad por la tierra Plus Ultra, más allá del estrecho de Gibraltar, fue azuzada por las ideas platónicas de la Atlántida que, según explica Critias, el narrador, en diálogo con Sócrates, Timeo y Hermócrates, fue hundida en el océano por Zeus, después de una guerra con las regiones interiores y recibió el castigo del naufragio, a causa de un distanciamiento de la virtud y un predominio de la “injusta soberbia” que provocó la ira del soberano de los dioses olímpicos. Platón explicó, a través de Critias, que, después del cataclismo, la Atlántida quedó varada en el océano como una “ciénaga intransible” que impedía el paso a los navegantes. Reducida a los restos del vasto territorio, “mayor que Libia y Asia”, que alguna vez fue. Fragmentada y derruida “semejante a los huesos de un cuerpo enfermo”. La sensación de una tierra distinta sedujo la imaginación de los antiguos, durmió el sueño de la edad media y reapareció como urgencia de conocimiento en épocas posteriores.
Séneca, senador estoico romano, en su antigua Medea, también se refirió a un territorio perdido en la distancia, que figuraba como el último en el horizonte geográfico de la tierra de entonces: la última Tule, cantada por el coro de los Corintios en la tragedia del cordobés. Alejo Carpentier, rescata en su novela histórica sobre Colón: El Arco y la Sombra, la imagen de esta tierra desconocida y magnífica que impresionó definitivamente al almirante. Con cierta torpeza, el explorador genovés tradujo los versos de Séneca de su latín barroco a un español precario para defender, ante las cortes europeas, la existencia de un nuevo mundo: “Años vendrán en el transcurso de los tiempos, en los cuales el océano aflojará los lazos de las cosas y aparecerá el mundo en toda su grandeza. Tetis descubrirá nuevos orbes y ya no será Tule la última tierra”. Así pueden traducirse algunos de los versos senequianos que justificaron la expedición colombina. Tifis, el héroe del texto del senador estoico, se convirtió en modelo para Colón y el presentimiento antiguo en empresa viajante.
Humanismo erudito y Humanismo militante en el Renacimiento
La condición privilegiada de las ciudades estado italianas del Siglo XV trajo consigo un robustecimiento de la actividad científica y artística. Una legión de pensadores, científicos y poetas revivió la antigua anticipación de América en el Renacimiento de la cultura clásica. La necesidad de la tierra americana resurgió con fuerza renovada. Los libros árabes preservaron la idea de la esfericidad terrestre, formulada por los sabios antiguos. Los nuevos humanistas, si bien se inclinaron por la ciencia, mantuvieron una posición más bien vacilante frente a la magia, la astrología y las prácticas místicas. Giovanni Pico della Mirándola, por ejemplo, autor de la famosa Oración por la dignidad del Hombre, y una de las más representativas figuras de este nuevo movimiento, como explica Alfonso Reyes, “al par que atacaba la astrología, se entregaba a los desvaríos de la cábala”. La nueva legión de intelectuales y científicos hizo posible la empresa de los viajes marítimos y encontró su inspiración fundamental en la mitología antigua. La imaginación, el sueño, el mito y la utopía, tuvieron un papel tan fundamental en la exploración y la conquista como lo tuvo el desarrollo económico de un capitalismo que apenas se insinuaba.
La esperanza de América estaba en todas partes. Luigi Pulci, poeta italiano del siglo XV, puso en boca de su personaje Astarotte -un diablo irónico e iconoclasta-, la idea de que había una tierra firme que reclamaba exploración. En su poema épico Morgante, Rinaldo, el explorador, se aventura en los mares después de las columnas de Hércules a buscar el nuevo mundo. Este clima de efervescencia social, sumado a la necesidad de encontrar una nueva ruta comercial hacia oriente, a través de los mares de occidente, entre mitologías y nuevas ideas, alimentó la curiosidad de navegantes y exploradores. Los viajes comerciales y de exploración se convirtieron en las grandes empresas privadas del siglo XV.
Si bien, estos nuevos eruditos humanistas demostraban un interés apasionado por el mundo, por lo general, se trató de recatados investigadores que no se dieron a las aventuras de la exploración marítima. Su espíritu fue el de su antecesor antiguo, el poeta Horacio que, como se sabe, rehuyó de los peligros de la osadía y prefirió mantenerse a salvo en su espacio de trabajo. De acuerdo con esta actitud, escribió: De bronce debió ser / quien osó en el mar poner / primero un frágil navío / sin temer del norte frío / la rabia, enojo y poder. Los ecos horacianos hicieron nido en la voz de muchas de las más distinguidas plumas de la poesía española de la época. Por ejemplo, Tirso de Molina dijo así: “¡Mal haya aquel que primero / pinos en la mar sembró / y que sus rumbos midió / con quebradizo madero! / ¡Maldito sea Jasón, / Y Tifis maldito sea! Sin embargo, a pesar de la aversión que pudieran mostrar algunos humanistas respecto de los agites de un mar embravecido, hubo otro grupo de personajes que dejó plantar en su mente la semilla de las historias de aquellos, y la hizo germinar en acción. Se habla de un humanismo militante de la época, compuesto por navegantes y aventureros que, inspirados por las investigaciones de los nuevos cartógrafos y seducidos por las historias mitológicas, ejecutaron lo que los humanistas soñaron en papel y los poetas presagiaron en la época clásica y en la antigüedad egipcia.
Buondelmonti, Niccolo de Conti y Poggio Bracciolini, son buenos ejemplos de estos humanistas militantes, que recorrieron los mares y dieron cuenta de sus hallazgos en sus escritos. Muchos aventureros, sin vocación humanista afincada, luego de visitar parajes insólitos, se tornaron eruditos y recogieron documentos con el rigor necesario para alimentar los tratados de geografía. Tal es la historia de Ciriaco Pizzicolli d´ Ancona, que hizo esfuerzos por adaptar la geografía clásica a las nuevas informaciones. En este grupo de humanistas prácticos se halló además Juan de la Cosa el Vizcaíno, capitán y dueño de la Santa María, que ese encontró con Venezuela y dibujó sus contornos. De esta legión de aventureros, hizo parte además Colón. Según han explicado, entre otros, Alejo Carpentier y Alfonso Reyes, el genovés estaba motivado, principalmente, por un interés mitológico que fue también obsesión, forjado, en gran parte, por sus lecturas apasionadas del Imago Mundi, de Pedro de Alíaco. Este texto admite la existencia de “gente beatísima”; “hiperbóreos casi inmortales” –además suicidas, por el exceso de felicidad-, hombres con ojos en la nuca, amazonas con un pecho extirpado -para cargar bien el arco-, cíclopes, gigantes e infinitas riquezas.
También el maestro de Dante Alighieri, Brunetto Latini, contribuyó con la difusión de las historias sobre islas y territorios misteriosos llenos de criaturas y riquezas fantásticas. Todas estas leyendas incendiaron la imaginación de Colón que, ya conocía de primera mano los relatos de mercaderes y exploradores con los que se relacionó, principalmente en Portugal. Muchos de ellos le dieron confirmación de la existencia de estas tierras misteriosas, por atisbos de sus expediciones. Hay que entender que, la mayoría de estos marineros eran apenas comerciantes y carecían del espíritu del nuevo humanismo descubridor. En muchos casos, la información de los viajes se guardó con recelo por motivo de la competencia mercantil. Se sabe, por informaciones de Oviedo y Garcilaso el Inca, que Colón accedió, por ejemplo, a los documentos del náufrago Alonso Sánchez de Huelva. Alfonso Reyes escribió al respecto: “El piloto Pedro Velasco, en la Rábida, dio a Colón el derrotero aproximado de la Isla de Flores (…) El tuerto de Santa María y el gallego de Murcia hablaban de las naves que cayeron en Terranova o Bacalaos. Cierto marino de Madera, cuyos relatos parecían alucinaciones, juraba divisar a cada viaje unas tierras inexploradas”.
Colón llevaba en la mente la inquietud que despertó Marco Polo, con sus descripciones sobre ciudades de mármol y de oro, inundadas de piedras preciosas. Las lecturas del almirante, junto con las historias de los mercaderes, se transformaron en un sueño inflamado que, más adelante, se convirtió en mundo. Alfonso Reyes lo explica como sigue: “el descubrimiento de América fue el resultado de algunos errores científicos y algunos aciertos poéticos”. Colón murió creyendo que había encallado en Asia y, según Pedro Mártir, las islas caribeñas eran, para el descubridor, la tierra de los Polifemos y los Lestrigones; la isla de Santo Domingo, fue la tierra de Ofir –donde se hallaban las antiguas riquezas del rey Salomón-, las Antillas pudieron ser el Edén y cerca del Orinoco estaba el Paraíso. Se cuenta que Colón empezó a oír voces en la última parte de sus viajes y se sintió la encarnación de algún profeta. Aunque no lo dijo en las cortes, ni a sus colaboradores de viaje, parece que todo el tiempo persiguió la mitológica isla de Antilia, se consumió en el caudal de una imaginación sobreexcitada y cuando “se ofreció al Papa para la conquista del Santo Sepulcro, este descubridor de tierras ya se nos estaba yendo de la tierra”-escribió Reyes-.
América o la salud de las utopías
Después de ser sueño del viejo mundo, América se hizo realidad y volvió a convertirse en sueño en la forma de utopía. Montaigne, el filósofo renacentista francés, por ejemplo, quedó encantado con la promesa americana. Tuvo un sirviente que vivió en el Brasil y le regalaba relatos sobre las costumbres indígenas. Tradujo poemas y canciones de los indios y escribió con rotundidad: “Es cierto que aquellos indígenas son caníbales, pero ¿no es peor que comerse a sus semejantes el esclavizar y consumir, como lo hace el europeo, a las nueve décimas partes de la humanidad?”. El cansancio europeo de la época posterior al oscurantismo medieval se vio refrescado por la innovación americana. Cuando América apareció para completar el mapa del mundo, se hizo realidad, no solo en el espacio de la geografía, sino en el de las ideas como la posibilidad concreta de una nueva humanidad. Así revitalizó las esperanzas de la intelectualidad, desde Montaigne hasta Bretón. El nuevo mundo, como realidad, ha sido la inspiración de los utopistas desde el siglo XV hasta la actualidad.
Podemos afirmar que América es un amanecer de utopías para el viejo mundo, pero sabemos también, que ha sido objeto de barbáricas cruzadas de despojo. La relación del americano con sus fuentes originarias puede ser difícil. El sentido del nuevo mundo parece un interrogante. Respecto del problema de la cultura americana, “el mexicano universal”, Alfonso Reyes –heredero original americano de los humanistas italianos- encuentra un tropiezo: afirma que resulta más exacto hablar de una inteligencia americana, porque la cultura del continente puede resultar, apenas una extensión del tronco europeo. Desde luego que esta idea puede generar objeciones si traemos al debate la presencia de las civilizaciones prehispánicas y su grado de desarrollo. La fuente cultural europea y el sistema colonial, sin embargo, homogeneizaron un grupo de civilizaciones que se encontraban profundamente fragmentadas antes de la conquista. Otorgaron cohesión a la América Latina y hermanaron a sus naciones con el signo de una raíz común.
En este punto, los poetas Carlos Martín y Alfonso Reyes, se encuentran para concluir que la inteligencia americana es una realidad variopinta, dinámica y fecunda, fruto de la interacción creadora de los mundos precolombinos, africanos y europeos. La historia poscolonial de las repúblicas americanas abrió la puerta a las ideas políticas de la Europa anglosajona y de la ilustración francesa –como alternativa y rebelión contra la metrópoli derrotada-, de tal suerte que el corazón americano es, en esencia, cosmopolita y sintético por reunir en su seno tal variedad de fuentes. Allí vive la riqueza del más nuevo de los mundos, en su naturaleza profundamente universal y este privilegio refuerza su carácter de estrella cardinal de las utopías del mundo. Este puede ser también su sentido histórico.
América es cosmopolita en su raíz, elástica y rebelde por su precoz integración forzada en la dinámica del capitalismo naciente, si bien la conquista fue, antes que nada, una nueva cruzada medieval. El nuevo mundo atiende menos a la tradición occidental por esta condición, se salta los pasos del desarrollo, vuelve sobre sí mismo y vive, con igual candor, el paisaje mítico que los rigores de la sociedad moderna. Su geografía, múltiple y asombrosa, es un reflejo de la coexistencia de diferentes mundos: cada espacio telúrico es una constelación de símbolos. El poeta surrealista argentino, Carlos Latorre lo cantó así: “América / el mar que mece el gran barco del hemisferio. / Sus orillas con formas de mujeres que se niegan a dar luz, / el cielo que nunca es suficiente, / la montaña que crece y crece para alcanzar a ver lo que está y lo que no está, / la llanura, esa piel de la tierra o de animal en estado de contemplación; / el viento que sopla para ponerlo todo en limpio, / el desierto del que resulta imposible desertar, / las islas que algún día se han de unir, (…) el frío del sur, hielo sin norte que lo salve”.
El latinoamericano, en particular, se ha visto forzado a responder a las circunstancias que le ha impuesto la historia, sin perder su repertorio mítico, ni su contacto con el mundo de la naturaleza, muy al contrario de los “bárbaros científicos”, de los que habló Reyes, que vinieron de Europa y han logrado imponer su doctrina en buena parte del pensamiento. América Latina inspiró la imaginación de los antiguos y nuevos humanistas, incendió las ideas de Tomás Moro, Francis Bacon, Erasmo, Rabelais, Montaigne y Rousseau y luego, se hizo universal en sus intelectuales y poetas, para responder, con creces, a su destino cosmopolita. Andrés Bello dotó a los americanos de una gramática propia, frente a la excluyente reserva de la academia peninsular, Rubén Darío reformó la palabra poética en lengua española, Huidobro abrió las puertas a la poesía de vanguardia en Hispanoamérica, José Juan Tablada, acercó a oriente en la poesía de los haikus, escrita, por primera vez en nuestra lengua y Alfonso Reyes, defendió la utopía americana de la síntesis de las inteligencias del mundo con la dignidad y la erudición de un latinoamericano universal. Para cerrar esta invitación a la vindicación del nuevo mundo como tierra eterna de utopías, citaré algunas de las más impresionantes líneas del regiomontano más universal:
“El trabajo estuvo bien compartido: unos soñaron el Nuevo Mundo, otros dieron con él, otros lo recorrieron y trazaron, otros lo bautizaron, otros lo conquistaron, otros lo colonizaron y redujeron a la civilización europea, otros lo hicieron independiente. Esperemos que otros lo hagan feliz”.
* Sociólogo y Maestro en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia. (Aquí puede leer otro ensayo del autor sobre la poesía).