Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La construcción del edificio de enfrente sigue avanzando como si nada estuviera sucediendo. Desayunamos, jugamos un poco con mi hijo, nos bañamos por turnos y nos preparamos para comenzar la jornada. Cuando estoy terminando de vestirlo, recibo la primera llamada del día, es mi papá desde Colombia. Me saluda y nos pregunta cómo estamos, lo escucho algo desanimado:
—Me parece ridículo que en pleno siglo XXI no se conozca la forma de frenar ese virus —dijo renegando y añadió—: En los años que tengo nunca había visto tal locura colectiva como la que estamos viviendo.
Pienso inmediatamente que mi papá, la persona más fuerte que conozco, quizás puede estar sintiendo miedo. Sí, y cómo no sentirlo incrustado en el cuerpo en estos tiempos que corren. Estoy segura de que todos lo hemos sentido cerca, como intuimos a nuestra sombra siguiéndonos sin descanso en un día soleado.
Recuerdo que el miércoles de la semana pasada llegué a mi límite y, para sacarme el miedo de encima, decidí salir en bicicleta por la noche con todo el arsenal de abrigo que hay en mi closet. Estaba segura de que no me encontraría a nadie, teniendo en cuenta que seguimos en invierno y vivo en una zona donde hace mucho viento. Sentía una opresión en el pecho que me dificultaba respirar. Movilizar el corazón, apretar las manos por el frío, darle a los pedales con todas mi fuerza seguro que me ayudaría a sacar la tensión que llevaba acumulándose desde que las malas noticias empezaron a llegar. El viento frío de la playa de Barcelona me golpeaba la cara mientras respiraba con hambre esa mezcla de oxigeno con salitre. Con cada pedalazo quería sacudirme toda la información alarmante que había consumido voluntaria y compulsivamente en los periódicos y en los mensajes de WhatsApp durante días. Había sido acumulativo. Me había sobreinformado con esa curiosidad casi morbosa de meter la mano en la boca de alguien con el virus. Ya exhausta, asumí que mi táctica deportiva no había funcionado. A lo lejos escuché el sonido de la sirena de una ambulancia. Entonces, bajé el ritmo de la bicicleta y empecé a atragantarme con bocanadas del aire helado, me di cuenta de que tenía que respirar el miedo. Darle un lugar en mi pecho para que no me oprimiera más y hacer algo productivo de él.
Al día siguiente, le avisé a mi familia materna en Colombia por el chat que compartimos que debían tomarse en serio todo esto. A la familia paterna ya les había enviado artículos de El País, y al tener un tío médico estaban todos súper bien informados. Después de reírnos de una tía rezandera que tendría que hacer un gran esfuerzo por evitar ir a misa estos días, les recomendé prepararse para cambiar sus hábitos: limitar los contactos, salir de casa solo para lo necesario y comprar comida sin compulsividad, teniendo en cuenta que los supermercados siempre estarían abiertos. Les infundí mi miedo camuflado de recomendaciones. (En ese momento en Colombia aún no se habían tomado todas las precauciones que hoy aplaudo). En medio de la conversación preventiva, una de mis tías me replicó en el chat familiar que todo lo que les había contado daba miedo. Unos minutos después, surgió algo interesante. La misma tía que me había replicado antes también me dijo que fuera consciente de que “el miedo enferma, deprime, bloquea, lo pone a uno en sintonía con el pesimismo, baja las defensas y ahí lo complica todo…”. Tenía razón, así que le respondí que ese miedo que enferma y paraliza también tiene otra cara, sirve para ponerte en acción, te ubica en tu lugar de responsabilidad y te centra en los cuidados como lo más importante para mantener la vida. Esa es la manera en la que yo estoy viendo como mucha gente está reaccionando a la crisis acá. Una respuesta muy bonita, que les da un lugar de mucha dignidad.
Finalmente, les pedí que cuidaran de no estar mandando mensajes de coronavirus todo el tiempo, que como lo había experimentado días antes, solo te lleva a una ansiedad desgastante en un momento en el que precisamente tienes que estar fuerte.
Volviendo a la noche de desahogo en bicicleta, Miquel (mi marido), aprovechando que el niño ya dormía, estuvo leyendo artículos científicos relacionados con la rápida expansión del coronavirus. Se los había enviado un colega de la universidad. Hasta ese entonces él no le había visto las garras al tigre y era uno de los muchos que se tomaba al coronavirus como una gripe fuerte. Cuando volví a casa le vi la cara descompuesta, me contó muchas cosas de las que había leído y nos fuimos a dormir muy inquietos. A la mañana siguiente, le alenté a escribir un mail para todas las familias de la cooperativa de educación a la que pertenecemos, que también enviamos a familiares y personas cercanas. Nuestra inquietud (en otras palabras, miedo) fue el origen de un pequeño acto que animaba a dar importancia al autocuidado y la responsabilidad en nuestros círculos más cercanos. Acá copio un trocito de su mail:
“Mi impresión ahora mismo es que en unos días se decretarán en toda España medidas como las de Italia (o incluso más duras), pero llegarán muy tarde. Se estima que hay muuuuchos casos de contagios aún no detectados entre nosotros, que sumados al crecimiento exponencial de los que sí se han detectado dan una bomba de relojería. No quiero ponerme dramático, pero he leído estimaciones realistas que hablan de millones de muertos en los próximos meses. Casi todos entre la población de riesgo, pero igualmente son cifras mareantes. Y os aseguro que me paso el día trabajando con números y aplicando el método científico, así que no me “trago” cualquier cosa. Así, creo que mientras se tomen de manera oficial las medidas de aislamiento imprescindibles para intentar frenar (ya no estamos a tiempo de parar) los efectos del virus, creo que lo único que nos queda es la RESPONSABILIDAD PERSONAL. Y esto pasa por evitar el contacto directo, tanto nosotros como los peques. Es verdad que los peques no se ven muy afectados por el virus, pero son un vector de contagio poderosísimo por las interacciones que tienen entre ellos.
Resumiendo, no hay que entrar en pánico, pero tenemos que asumir nuestra responsabilidad en la situación. Creo que deberíamos adelantarnos a las medidas que inevitablemente tomarán las autoridades en pocos días. Cada día que se retrasan dichas medidas se están empeorando las cosas”.
Aquí está el artículo que a él le sirvió para cambiar radicalmente su opinión. Explica muy bien la situación, con información muy gráfica y contrastada. Es largo y está en inglés, pero merece la pena que todo el mundo lo lea:
https://medium.com/@tomaspueyo/coronavirus-act-today-or-people-will-die-f4d3d9cd99ca
Después de la llamada de mi padre fui consciente de que yo ya no estaba en la etapa de miedo y en España ya habíamos superado la de shock colectivo. Estamos en la siguiente: en la de responsabilidad y cuidados. Algún teórico de la psicología seguro que tiene bien definidas las fases que viven las personas en momentos crisis.
A partir del viernes pasado se establecieron todas las medidas de precaución en España. Ese día volví a respirar tranquila, la opresión en el pecho se me fue completamente. Todos estábamos ya en sintonía y sabíamos nuestras responsabilidades colectivas para el cuidado de los nuestros y de los no tan nuestros. Sin embargo, aunque sabemos qué lugar ocupar dentro del rompecabezas, hay un halo de incertidumbre, nadie sabe hacia dónde nos dirigimos. China nos puede dar algunas respuestas, pero ellos están solo un poquito más adelante de la misma travesía que España, primero, y luego Colombia, han empezado a recorrer. Yo espero que este viaje nos encamine hacia alguna transformación, pero mientras esto pasa, por suerte estamos habitando el lugar donde nos sentimos más seguros en los tiempos que corren: nuestra casa.