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Es sábado por la tarde. Voy a la cocina y me preparo un café. Me asomo a la ventana y recuerdo que el mundo de entonces es otro. La calle está vacía porque cae una lluvia menudita sobre el pueblo. Regreso al estudio: no busco nada, pero tengo la actitud de alguien que está buscando algo. Reviso uno a uno los libros. Saco uno, lo abro, pero vuelvo a ponerlo en su lugar. No sucede nada. Lo bueno de vivir en un pueblo es que todo parece predecible: el paso matutino del vendedor de fragancias y la extraña lentitud del tiempo que nos devora. Hace días empecé a leer Dora Bruder, de Patrick Modiano. Retomo la lectura, mientras vuelvo a construir el relato.
Comienza así: al encontrar un aviso en el periódico, el narrador empieza una búsqueda sobre el paradero de Dora Bruder. Reconstruye los hechos, se obsesiona, recorre las mismas calles por donde Dora caminó por última vez. Una ráfaga de imágenes de la Segunda Guerra Mundial lo asaltan. Las preguntas por su paradero se repiten, una y otra vez. ¿Hacia dónde escapó Dora? ¿Qué pasó? El narrador, que a la vez es personaje, quiere recuperar la memoria y no dar pasos al borde del olvido: crea espacios desolados, casi kafkianos, donde crece la desesperanza. Espera, va de un lugar a otro. Amontona documentos: el acta de nacimiento y el registro de ingreso al internado, y su fuga ese 14 de diciembre de 1941. A veces ir tras alguien es igual que ir tras nuestras propias obsesiones, porque no sabemos si al encontrarlas nos detenemos o seguimos.
Ahora bien, la historia de Dora Bruder y la historia del narrador se encuentran. Hay una comunión en los lugares: el lugar de desaparición de Dora (Boulevard Ornano) es el lugar donde el narrador pasó su infancia. Escribe a propósito que estas señales son una “afortunada coincidencia”. Hay una proyección de su vida bajo la sombra de los sucesos de Dora, porque también vivió la experiencia de fuga de un internado. Podría decirse, entonces, que relatar a veces una historia ajena es relatar la nuestra, con palabras puestas en otros.
Modiano es, dicen, un escritor que recupera los espacios, porque hay una memoria en cada geografía. Capaz de evocar mientras camina, dueño de ningún perjuicio, atado a ningún paradigma, elige los lugares como se elige una palabra. Escribe: ”Es gracias a la topografía de una ciudad que toda nuestra vida nos vuelve a la memoria”. Cada rincón es un universo para él, una curiosidad indómita. Durante todos los días, los lugares, al igual que nosotros, cambian, se desmoronan, arden, se ensanchan y se aniquilan. Contrasta, en efecto, las ciudades: un París de la Ocupación y un París reciente, con una vida más distinta.
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Cuando leo a Modiano, recuerdo la anécdota de su hija al encontrarse con el enorme Tristan Egolf tocando punk, con los pies helados y una novela terminada: El amo del corral, novela telúrica y salvaje. Ella lo presentó, Modiano leyó la novela y la publicó en su editorial. Egolf tenía 27 años y su novela había sido rechazada por 76 editores. Lo más revolucionario de una novela que apenas nace, es que exista. Modiano, aparte de escritor, era editor e intuitivo, como alguien que camina más allá de lo oscuro.
Volviendo a Dora Bruder, Modiano muestra las texturas del relato: escribe, a modo de Kapuściński, el proceso de escritura. Se vale de la estructura del diario, donde deja constancia de sus lecturas: “Releo los libros quinto y sexto de la segunda parte de Los miserables. Narra a través de fotografías, archivos que va ubicando en el relato con una precisión insolente. Una doble historia: la historia de un narrador que se busca y la historia de una joven que sale de un internado y termina en un campo de exterminio. Realidad y ficción se aprietan como un puño. Por eso, a veces, uno se pregunta dónde termina la realidad y dónde empieza la ficción. Leer a Modiano es incorporarnos en una intemporalidad y, desde entonces, esa intemporalidad se convierte en una forma de habitar el presente.