El arte de Matar a Jesús

La ópera prima de Laura Mora es una radiografía de la resistencia humana ante el origen compartido del miedo, el valor y el dolor.

Manuela Saldarriaga H.
15 de marzo de 2018 - 01:46 p. m.
Imagen de la película "Matar a Jesús".  / Cortesía
Imagen de la película "Matar a Jesús". / Cortesía
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Medellín en un país más bien brujo, no guarda cautela ante la superstición de dominar el curso azaroso de la vida y de la muerte. De la villa sin solapa con su eterna microarquía, una mujer sensible y adorable lanzó en catapulta, una vez, la siguiente definición: Cosechadora de tumbas. Una mujer con la cicatriz de un disparo en su cuerpo, propinado cuando evitó la muerte de su padre.

Se suma a la lista de definiciones acertadas –aunque sombrías– aquella contenida en el tiempo en que dura el relato visual de Laura Mora, con Matar a Jesús, una película que suena en inglés exquisito: Killing Jesus, por lo del presente continuo. Es un cuadro usual que expone ese inagotable accidente en la existencia humana en una tierra con fosa común, de una patria paria cuyos ríos también lo han sido, y donde el agresor no es menos mortal que la víctima.

El caso de esta última mujer, con una fuerza espiritual poderosa, autora e intérprete de una faz de su experiencia vital, coincide con la primera en que delatan un dolor aun con ese amor ambiguo por la ciudad de constelaciones en montañas nocturnas y de desgobierno. Su padre, sin embargo, fue asesinado.

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Todo cuanto es enunciado pero inasible e intocable, a veces recóndito, y ante lo que la mayoría se reconoce, es también un acto o gesto de arte. Medellín lo apresa con contundencia en esta cinta y,  pese al paso de los años, vuelve a escena como personaje claroscuro complementando el acto del hombre, en ese primerísimo primer plano, arrojado por la violencia a la contrafuerza natural del entendimiento, la bondad y una dosis transparente de miedo.

Cuando el agua es el elemento abundante en el plano, es cuanto más englobado y explícito está el temor para el espectador. Hay uno latente tras eventualidades que enfrentan el vértigo, y es justo cuando ocurre una fuga esencial humana. La contractura emocional producida por la pérdida. La película está hecha desde la resistencia ante la pérdida, también desde la altitud. Desde el vértice del abismo.

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La música de Sebastián Escofet, con diseño sonoro de Guido Berenblum, es una excelente enajenación del sentido vital. Un atributo. Su punto culmen podría ser cuando acompaña el descuelgue de pelados desde la cima que cerca el valle, y es cuando más se justifica, también, el desafío a la gravedad constante.

Comparte con el cine punk de Víctor Gaviria, sobre todo con La vendedora de rosas (20 años atrás, 1998), el valor del lenguaje lumínico: en este caso ese bokeh o desenfoque compositivo que prolonga las sensaciones de melancolía, inspección o de impermeabilidad. Además, la bendita gracia de los actores naturales; impoluto complemento para la ciudad, sobre todo por la  belleza que despiden.

En ocasiones se tornan elementales y primarios los efectos de las causas, en Matar a Jesús, sin embargo, ejemplifican con enorme hermosura el rumbo de acción/reacción corriente del cosmos, ese devenir infrenable y esencial, fácil, que nos pasa por encima a todos.

La protagonista es sin duda una fantasmagoría de su autora, en el contorno. Aunque esta descripción, no obstante, es alimentada por un hecho de la vida real, en coescritura con Alonso Torres, es también un episodio con el que se identifican montones y en cuyo trauma reposa silencio, y la misma resistencia. Las desemejanzas particulares de la ficción las supera con ventaja el presente continuo.

Por Manuela Saldarriaga H.

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