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El canario (Cuentos de sábado en la tarde)

Aquel muchacho caminaba por el potrero con duda, mientras que los demás hombres, junto a Justino, miraban a los lados en busca de algo sospechoso. Todos ellos, sin excepción, sentían la caricia constante del frío, como una mano invisible que les tironeaba la piel desnuda. Era de madrugada, la aurora apenas iba despuntando por el cielo, dividida en un centenar de tenues líneas púrpuras.

Paulo Augusto Cañón Clavijo
21 de noviembre de 2020 - 05:47 p. m.
"Todos ellos, sin excepción, sentían la caricia constante del frío, como una mano invisible que les tironeaba la piel desnuda".
"Todos ellos, sin excepción, sentían la caricia constante del frío, como una mano invisible que les tironeaba la piel desnuda".
Foto: Pixabay
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—¿Cuánto falta?

— Unos diez minutos, mi don.

Justino temblaba, pero como la ruana que traía puesta era ancha, su agitación se traducía en un ligero movimiento a la altura de la cintura, algo que fácilmente se confundía con un sencillo frotar de manos. Mientras andaba, el muchacho movía los pies con exageración para evadir las plantas y encaminarse por entre los surcos del cultivo. Al verlo así, Justino se acomodaba el sombrero y sentía ganas de mirar hacia otro lado. Ya estaban cerca.

Uno de los hombres extraños —que eran cinco—, aquel que estaba a la espalda del grupo, se detuvo un instante para acomodarse su bota izquierda. El fusil quedó descansando sobre la hierba mojada, cubriendo el metal con una capa de humedad a la altura del proveedor.

Habían llegado de noche y no dijeron mucho, pero, al ver las armas, Justino y el muchacho supieron que debían salir temprano. Era sábado y la siembra aún estaba a mitad de camino.

— ¿Cuánto falta?

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— No mucho, mi don. Nomás que veamos un árbol con quiches y ahí debajo.

El sol abría el cielo y una parvada de aves chilló al pasar por encima del pequeño grupo. Andaban sin ritmo, con el sonido de los metales y las botas arañando el suelo. Aquel que parecía el capitán llevaba una barba descuidada, lo que no impedía fijarse en los inicios de una calvicie a la altura de las sienes. Un par de binoculares le colgaban del pecho, aferrados a una cuerda que se le enroscaba al cuello como una serpiente parduzca. Miraba a Justino con desconfianza, y, algunas veces, también miraba a los demás hombres para confirmar que todo estaba bien; pero por su forma de moverse, era obvio que sentía que nada lo estaba.

Cuando el muchacho se detuvo por unos instantes, cansado por el viaje, uno de los hombres le colocó la boca del fusil entre las escápulas.

—Ande — No dijo nada más; tampoco habría sido necesario.

Justino, sudado por el miedo y el cansancio, se frotaba las manos heladas bajo la ruana. Repetía una plegaria silenciosa al andar, reflejada en un ligero temblor en el bigote. Un pensamiento espinoso se estaba tejiendo en su mente: «¿aún seguirán ahí?». El recuerdo de su visita anterior se hacía borroso, la cercanía de las armas lo estaba consumiendo.

El muchacho, que antes de hablar se quedó viendo a Justino, comenzó a señalar un árbol,  asintiendo rápidamente.

—Ése es, ése es.

Los invasores se emocionaron: ahí, a unos metros, estaba escondida la caleta que tantas veces se habían imaginado. El que parecía el capitán miró a Justino, quien asintió con aire de derrota: estaban en el lugar indicado.

Comenzaron a caminar más rápido, como si las armas o el miedo no les pesaran sobre las rodillas. Al pisar las matas del sendero, se llenaron las botas con el polvo de los surcos en el camino. No importaba nada más, todo se detenía en ese instante; para ellos, en todo el universo sólo existía un viejo, un muchacho y cinco hombres corriendo en dirección a un árbol, a la caleta enterrada debajo de sus raíces.

Justino quiso decir algo, pero se quedó callado. Comenzó a andar más despacio, con la excusa de sentirse cansado, pero a nadie le importó.

El muchacho y los hombres se adelantaron dando gritos de victoria. A pocos pasos de que llegaran al pie del árbol marcado, cada uno podía imaginarse gastando el dinero: los sueños cumplidos, los viajes, las mujeres y los autos. Les habría bastado extender la mano para agarrar lo que querían, pero, tras un par de segundos, quizá lo que dura un suspiro, las minas estallaron.

Por Paulo Augusto Cañón Clavijo

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