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El eterno retorno de los muertos y sus obras

Fue después de muertos que intentaron matarlos. Los acusaron de los males de su época, y más tarde, de los que llegaron después. Los enterraron, y enterrándolos, pretendieron borrar sus obras, pero las obras fueron más importantes que el día a día de los simples mortales, de los simples e interesados mortales, y sobrevivieron.

Fernando Araújo Vélez
05 de abril de 2021 - 07:37 p. m.
Ese súper hombre, incluso, sobrevivió una y otra vez después de su muerte, el 25 de agosto de 1900, cuando dejó de respirar, y fue reinventado, tergiversado, deformado, adornado, estigmatizado y difamado decenas de veces, comenzando porque los convenientes lo ligaron a Hitler años más tarde, y por supuesto, al nazismo. Era la más efectiva de las posibles maneras de acabar con las teorías de Nietzsche.
Ese súper hombre, incluso, sobrevivió una y otra vez después de su muerte, el 25 de agosto de 1900, cuando dejó de respirar, y fue reinventado, tergiversado, deformado, adornado, estigmatizado y difamado decenas de veces, comenzando porque los convenientes lo ligaron a Hitler años más tarde, y por supuesto, al nazismo. Era la más efectiva de las posibles maneras de acabar con las teorías de Nietzsche.
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De Friedrich Nietzsche, por ejemplo, hicieron una hoguera porque murió de sífilis, o eso dijeron. Porque estuvo once años en un sanatorio mental. Porque antes de que lo declararan loco, ya lo habían condenado a la locura, pues quienes leyeron sus libros sentenciaron que no era conveniente. Y claro, no era conveniente para los convenientes que un hombre dijera que Dios había muerto. No era conveniente que hablara del eterno retorno de lo mismo, ni que hubiera esbozado su teoría sobre la voluntad de poder. Y no era conveniente que se hubiera inventado un súper hombre.

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Ese súper hombre, incluso, sobrevivió una y otra vez después de su muerte, el 25 de agosto de 1900, cuando dejó de respirar, y fue reinventado, tergiversado, deformado, adornado, estigmatizado y difamado decenas de veces, comenzando porque los convenientes lo ligaron a Hitler años más tarde, y por supuesto, al nazismo. Era la más efectiva de las posibles maneras de acabar con las teorías de Nietzsche. Asociando su creación a uno de los movimientos más cuestionados de la historia, los sacerdotes y los herederos de los mandamientos de siempre pretendieron acabar con la creación y con su creador, pero no lo lograron. A través de sus libros y sus apuntes, e incluso del testimonio y los textos de quienes lo conocieron o aseguraron conocerlo, Nietzsche sobrevivió, y volvería a sobrevivir a cada una de las acusaciones que cayeron sobre él. O de los intentos por desaparecerlo.

Esos intentos fueron, habían sido y serían una constante en la historia de la humanidad, que bien podría llamarse la historia de las conveniencias y del odio. Antes de Nietzsche fueron condenados a la desaparición y la infamia decenas de poetas y filósofos, de músicos y artistas, comenzando por Sócrates, Aristóteles y Platón, siguiendo por Agustín de Ipona, Maquiavelo, Descartes y Dante Allighieri, y continuando con Spinoza y Shopenhauer, entre muchos otros. Según la moral de sus tiempos, unos fueron calificados de herejes, y otros, de nihilistas. Rimbaud, por hablar de alguno, fue acusado de cuanta perversión pasara por la mente de sus acusadores porque era un “pésimo” ejemplo para las generaciones posteriores y para las “buenas costumbres”. Era poeta. Ante todo poeta, aunque jamás lo dijera.

“Poeta maldito”, como lo calificó Verlaine, su amigo, amante, enemigo, verdugo y exégeta, con quien Rimbaud descendió hasta lo más bajo de la condición humana, hasta el punto de haber tenido que huir de él en dos oportunidades para que no le disparara. Arthur Rimbaud sólo alcanzó a publicar una edición de su libro Una temporada en el infierno, y se la pagó él mismo. Recibió seis ejemplares, y cuando París comenzaba a hablar de él gracias a una antología en la que fue incluido por Verlaine, él ya erraba por Etiopía y traficaba con armas y vivía de lo que fuera y como fuera, hasta que se enfermó y tuvieron que amputarle una pierna. Murió en el mundo de los mortales, y de los morales, en 1891. Tenía 37 años. Sin embargo, su pequeño libro, sus poemas, se multiplicaron una y otra vez, de voz en voz, o de reedición en reedición, multiplicando también a los poetas que lo vieron como un referente.

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La historia de Rimbaud, en el fondo, fue la historia de esas decenas de poetas que se motivaron con él, por él y su obra, y la de Kafka, y había sido la de Dostoievski, la de Óscar Wilde y Stendhal y Pushkin y un reguero de etcéteras. Rimbaud fue Kafka, y Kafka fue Hermann Hesse, y Hesse fue Hemingway, y todos ellos fueron uno solo en el dolor, y más, mucho más que uno solo en el intento de los censores por censurarlos. Kafka, tuberculoso, frágil, temeroso de su padre hasta llegar a la parálisis (Carta al padre, 1919), enamorado derrotado, derrotado burócrata, vivió la apática rutina de un puesto burocrático la mayor parte de sus días. De ocho a cinco, de ocho a cinco, de ocho a cinco todos los días, y todas las semanas de todos los meses de todos los años. “A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar”, escribió alguna vez.

Y quiso salvarse, inmerso en sus libros y en sus letras, y dejó cientos de manuscritos guardados por ahí. Un día ya no pudo más. La tos, los pulmones, el cigarrillo, la angustia, el miedo. Murió en 1924, de 41 años. Sin embargo, resucitó en sus libros pese a que había dicho que no quería que le publicaran nada, e incluso deseaba que quemaran su obra. Max Brod, amigo y editor, publicó El proceso, América y El castillo. Luego otros hicieron millones con su obra. Hesse, preso por la denuncia de una muchacha que lo acusó de ejercer artes mágicas con ella, se aisló en sus libros y quiso, desde ellos, cambiar el mundo. Tal vez no lo logró, pero su influencia traspasó tiempos y nombres y naciones. Hemingway, eternamente malherido por haber padecido la guerra, las guerras. Y cuántos muertos. Y cuántas vidas malogradas.

A finales de los años 20 viajó hacia Cuba, donde permaneció con sus idas y vueltas por más de 20 años. Fue soldado durante la Segunda Guerra Mundial y participó del desembarco de Normandía. Luego confesaría que mató. Que les disparó a muchos alemanas, 122, según sus cálculos y el relato que en los 90 hizo uno de sus confesores, Arthur Mizener. “He hecho el cálculo con mucho cuidado —le dijo— y puedo decir con precisión que he matado a 122 prisioneros alemanes. Uno de esos alemanes era un joven soldado que intentaba huir en bicicleta y que tenía más o menos la edad de mi hijo Patrick”. El 2 de julio de 1961 lo encontraron en su casa de Ketchum, Idaho, con un balazo en la cabeza y una escopeta a sus pies. Nadie encontró notas ni testimonios, pero sus libros ya estaban en el mundo, diseminados por todos lados, atesorados, traducidos, reeditados y algunos, hechos películas.

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Más allá de su muerte, ya era inmortal, como Hesse y Kafka y Nietzsche y Rimbaud y Dostoievski y otros cuantos. Ni menos ni más que eso. Inmortal, pese a los asesinos de los muertos, quienes a través de los tiempos han pretendido en reiteradas ocasiones que tarde o temprano llegue el día en el que la humanidad se quede sin grandes referentes, y sólo se escuche a sus señalados y aprobados, para que cuenten similares versiones por miedo a la condena, y escriban de la misma manera, o parecido, por temor al linchamiento, o por orden de las mediciones y las industrias del supracapitalismo. Para lograrlo, ayer y siempre, han intentado eliminar los diccionarios que recogen las voces y las palabras que se han ido formando con los años y el hablar y los siglos de los siglos, y han creado manuales que digan e impongan lo que se puede y se debe decir, cómo se pueden y se deben decir las cosas, y cómo tiene que actuar el ser humano.

Uno de los principales puntos de esos manuales fue desde hace años y siglos matar a los muertos y enterrar así las obras de los contradictores, para que surgieran otras al gusto de la gran mayoría y de sus intereses, que como consecuencia de las censuras y la persecución de todo lo que no ha sido de su agrado, cada vez ha sido menos refinada y menos profunda. A sangre y fuego formaron y quieren seguir formando círculos de lo mismo, con los mismos y para lo mismo, y a ese estado de igualdad lo han llamado paz, que no ha sido nada distinto a una absoluta robotización. En aras de la inclusión, han buscado que se hable y se escriba con los múltiples nuevos lenguajes, sin que importe mucho la real comunicación, y en voz baja han celebrado la supuesta muerte del pensamiento humano a lo largo de la historia.

Fernando Araújo Vélez

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

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