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El universo es un solo día

El escritor bogotano Nicolás Peña Posada, lanzó, “La abuela nunca llora cuando corta las cebollas”, un poemario sobre la memoria familiar y su relación con el universo y los objetos, publicado por Ruido ediciones.

Ana Sofía Buriticá Vásquez
29 de agosto de 2020 - 07:26 p. m.
La abuela nunca llora cuando corta las cebollas,
La abuela nunca llora cuando corta las cebollas,
Foto: Archivo Particular

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Nombrar este libro es cruzar un valle de fantasmas, imaginar sopas con copos de nieve, niños contemplando el cielo a través del agujereado techo de un Ford azul que huele a flores sintéticas, una madre y un padre de palabras casi precisas, una infancia atravesada por la felicidad, pero consciente de la presencia inexorable de la muerte y el tiempo. Aquí el mundo familiar del escritor es revelado, sacado de la intimidad y ofrecido al lector como pequeños destellos de polvo cósmico.

En estos poemas las palabras son imágenes palpables, galaxias, energía y expansión. El universo de Nicolás es alimentado por la compañía de sus abuelos, las acciones cotidianas, los carros de madera, las bicicletas, su hermana, las conchas del mar, una vaca llamada Fabiola, una perrita de nombre Magnolia, un petirrojo, potreros, canicas, amigos, casas tristes y mudanzas silenciosas pero edificantes. Su escritura posee la fuerza de la cercanía, toca, sacude y resignifica aquello que existe y es obviado.

“Al recordar mi vida en la casa de Suba, donde fui niño, reconocía algunas cosas tenues, borrosas, y sentía una gran distancia, pero también una presencia de, digamos, ciertas ruinas, ciertos escombros que me sobrevivían. Eso creo que es la memoria: un cúmulo de fragmentos que persisten, otros se agotan, se pierden, y desde ahí nos constituimos. Las memorias del libro nacen de un instante y ese instante se va agrandando cada vez más. Se mira un primer plano, y luego ese plano se abre, y luego se abre más, así hasta que se crea una imagen completa de la vida. Me gusta pensar en este lenguaje cinematográfico para hablar de los poemas, porque precisamente siento que hay una carga visual muy fuerte, una relación con un ojo-cámara que observa”.

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La abuela nunca llora cuando corta las cebollas, guarda el espíritu de los parpadeos y la necesidad creadora, allí la infancia es una isla a la que se regresa para armar castillos de arena y despertar la curiosidad por los cometas y los agujeros negros, también es la esencia y profundidad del florecimiento personal cruzado por la presencia de la poesía. En su interior, destacan fotografías familiares del autor, tomadas por María José Alarcón, en las que la luz y la palabra juegan a inmortalizar la presencia del amor.

“Mi abuelo Jaime, cuando yo era niño, me regaló un libro del universo. Hace poco lo volví a encontrar y estuve varios días mirando las formas del espacio, las rocas, la luna, los planetas… También pensé, mientras lo miraba, que hemos nombrado todo lo que existe. Y eso me parece fascinante. Ese nombrar algo es la posibilidad y diferencia que tenemos como seres humanos de otros animales; el don, porque es un don, del lenguaje, no solo como comunicación, no solo como medio, sino también como creación”.

En estos poemas, el autor define su mundo, su relación material con los espacios que habita, los colores, olores y sabores que lo han acompañado en su vida hasta ahora. Aquí su abuelo “es el mejor amigo del sol”, el carro familiar “suena como si toda la vida hubiera fumado”, “el universo es un solo día” y la experiencia familiar está sellada por la presencia del universo. Estas páginas guardan la sorpresa de un niño y al mismo tiempo la voz de un hombre que disfruta de Juan Gabriel, Daniel Santo, las empanadas, las rockolas y la cerveza.

“La poesía siempre me ha parecido un lugar de resistencia, esto se ha dicho mucho, claro, pero: ¿resistencia a qué? Al tiempo, a nosotros mismos, a este país, resistencia contra el olvido. Hace poco escuché la historia de un cocinero de Bagdad que cuando empezó la invasión, la destrucción, por parte de los gringos, tuvo que irse, por obvias razones. Antes de irse guardó un ejemplar de Cien años de soledad en el jardín de su casa, lo enterró. Con el tiempo pudo volver, fue al sitio, cavó y encontró el libro. Esta es una forma muy literal de resistencia, pero, en todo caso, ese libro resistió la barbarie. Aguantó la guerra, un libro. Aguantó toda la brutalidad de Estados Unidos, un libro, bajo la tierra, traducido del español al árabe, que hablaba sobre un pueblo en Suramérica. También pienso en Reinaldo Arenas, que resistió la constante persecución, la censura, la violencia, el exilio, el sida. Tuvo que reescribir una novela. Guardaba, escondía sus libros, porque la literatura, el arte, tiene una fuerza vital que asusta a las dictaduras, a los abogados, a los empresarios, a los políticos. Herta Müller decía eso en un ensayo: aferrarse a un poema y poder llegar a casa, en medio de la guerra. No sé si decía eso exactamente, pero era algo así. Caminar en medio de la muerte. Aferrarse a unos versos y resistir los campos de concentración”.

La inmensa capacidad de estos poemas para conmover y dejar perplejo al lector bien podría estar encerrada en la pregunta que Nicolás (niño) formula a su padre en este poema:

¿¡Dónde quedó el cuerpo de Magnolia la perra de ojos amarillos!?

La madre dijo que allá

detrás de la casa debajo de la ropa secándose cerca del pozo séptico

la negra Magnolia de ojos amarillos

el padre no se dolió ni se tocó el corazón

rápido que va a llover dijo

¿y qué importa la lluvia comparada con la muerte, padre?

Por Ana Sofía Buriticá Vásquez

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