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El evangelio según Jesucristo, de José Saramago, que tanto escandalizó a la Iglesia, le quitó el halo divino a Jesús y lo volvió hombre de la cabeza a los pies. Hombre desde su nacimiento, sin mediación del Espíritu Santo, como fruto de la alianza íntima de un hombre y una mujer. Hombre hasta la muerte, con sus temores, angustias, remordimientos y dudas, con deseos y tentaciones, con los ardores del sexo, del amor y el erotismo.
Nace hombre, dice Saramago, de la simiente de José y de la matriz sagrada de María. “Dios, que está en todas partes, estaba allí, pero, siendo lo que es, un puro espíritu, no podía ver cómo la piel de uno tocaba la piel del otro, cómo la carne de él penetró en la carne de ella, creadas una y otra para eso mismo y, probablemente, no se encontraría allí cuando la simiente sagrada de José se derramó en el sagrado interior de María, sagrados ambos por ser la fuente y la copa de la vida”.
En la novela, Jesús no se casa, pero vive la pasión del amor con la prostituta María Magdalena, que le cura la herida de su pie en una de sus largas travesías. Él le revela que no conoce mujer y ella lo lleva a su cama, lo desnuda, se ausenta un instante y le ofrece su desnudez y su perfume. Toma sus manos y se las pasa por todo su cuerpo para que lo aprenda, para que lo conozca.
“… entonces sintió que una parte de su cuerpo, ésa, se había hundido en el cuerpo de ella, que un anillo de fuego lo envolvía, yendo y viniendo, que un estremecimiento lo sacudía por dentro…”. Se quedó ocho días con ella y volvió porque lo habían tocado, simultáneamente, el amor y el deseo.
De esa manera y sin decirlo, el premio nobel portugués se acerca al territorio de los evangelios apócrifos o perdidos que hablan de un Jesús enamorado y casado. Entra, sin mencionarlo siquiera, al escenario del papiro en lengua copta que ha pasado por las pruebas del carbono 14 con su fragmento “Jesús les dijo, mi esposa…”. Una prueba irrefutable de su boda para unos; una prueba de nada para el Vaticano, que niega su autenticidad.
Por su obra, y en gran parte por su Evangelio, la Iglesia condenó dos veces a Saramago. Lo condenó en vida y lo volvió a condenar tras su muerte. Lo definió como “ideólogo antirreligioso”. Lo calificó como “insomne por las cruzadas o por la inquisición” y olvidadizo de las purgas y genocidios del comunismo ruso. Pero Saramago nunca dejó de ser marxista e hizo de su Evangelio una cara de Jesucristo, imaginaria, novelesca y, por encima de todo, infinitamente humana.