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En Colombia, al norteamericano Raymond Carver lo leen tanto en los círculos literarios como en la calle. Es autor de culto en las universidades y su fantasma recorre bibloestaciones de Transmilenio en Bogotá donde vi caminantes entregados a “Tres rosas amarillas”, su cuento en honor al ruso Chéjov. Ese libro también lo llevaban prestado gracias al programa de la Secretaría Distrital de Cultura, Recreación y Deporte, y la Gerencia de Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño.
¿Por qué el fenómeno? La técnica inquietante de Carver replanteó la historia del relato de ficción inspirado en el realismo cotidiano. En Estados Unidos se hizo famoso luego de la publicación de De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981) y pasó a ser escritor universal desde su muerte prematura por un cáncer de pulmón, a los 50 años de edad, el 2 de agosto de 1988. Diez años después, investigadores literarios de The New York Times empezaron a redescubrir la obra a partir de los borradores mecanografiados que le había dejado a su editor Gordon Lish, quien los vendió a la Biblioteca Lilly, de la Universidad de Indiana, con las mutilaciones que había hecho de su puño y letra, y que en algunas historias llegó al 50%.
Esas pesquisas generaron luego un largo enfrentamiento judicial entre Lish y la viuda de Carver, la poeta Tess Gallagher. Al final se impuso el deseo de la segunda esposa de Carver para que se conocieran en su integridad los originales del cuentista. Gracias al sello Anagrama, llegó a Colombia Principiantes, la versión original de los 17 relatos publicados como De qué hablamos cuando hablamos de amor.
Esta obra permite el redescubrimiento del talento natural de Carver para perturbarnos. La demostración de que sus estructuras narrativas no eran tan austeras para clasificarlo como minimalista obsesivo, que sus personajes no eran tan fríos y planos, que daba cabida a las disgresiones e incluso a la ternura. Y aun así Lish no queda descalificado. Se puede estar o no de acuerdo con las ediciones que hizo, pero es indiscutible que su olfato permitió descubrir un clásico que dedicó su vida a recrear episodios de gente del común, jugando con la tensión y la violencia implícita en el ser humano.
Ejemplos en el volumen de “Diles a las mujeres que salimos”. Dos amigos, con esposa e hijos, en apariencia normales, salen a dar una vuelta y protagonizan el asesinato de dos adolescentes; un marido borracho pelea con su esposa, en presencia de su hija, antes de dejarlas; un hombre sin rumbo visita a su exesposa y ella lo agrede con una especie de monólogo que lo pone de rodillas…
En la vida de Carver busqué una explicación a ese germen intimidante y me encontré con un alcohólico nómada de Oregon, hecho en las más deprimidas calles norteamericanas, trabajando en lo que fuera, yéndose a los puños con tal de sobrevivir. Así fue hasta el día que, siendo mensajero de una farmacia, descubrió la poesía gracias a un anciano que le regaló el primer libro y la primera revista que lo llevaron (Prosa sobre POETRY) a descubrir que de sus hoscas manos también podían surgir versos. Él lo dijo: Fue la “estrella polar” que redireccionó su agresividad y su vida en un mundo “siempre amenazante”. Su viuda definió la poesía (en All of us the selected poems, Londres 1997) como “el cauce espiritual” que llevó a Carver a escribir.
Empecé a entender mejor la poética de un hombre rudo con una “única convicción moral” aprendida de Ezra Pound y moldeada por el ambiente hostil en que creció. El caldo de cultivo es el desasosiego de aquellos estadounidenses que nunca alcanzaron el sueño americano. Ejemplo: “Vecinos” (1971), donde el cruce de palabras y de silencios entre un matrimonio austero, que cuida la casa de sus afortunados vecinos del frente mientras ellos salieron de viaje. La muestra perfecta de cómo la envidia y la frustración marcan vidas frente a nosotros sin que nos demos cuenta.
Entre líneas, sus personajes dan pistas de su método. En “Intimidad” una mujer amargada suelta una frase que debiera ser una sentencia para un escritor: “Cuéntalo como crees que debes, y olvida lo demás”. El lenguaje literario no es la reproducción literal de las voces resentidas de esos pueblos perdidos a espaldas de las grandes ciudades.
En “Si me necesitas, llámame” (2001), una pareja se da una última oportunidad de reconstruir su vida en familia, pero no lo logra y, antes del desenlace, el hombre ve a un colibrí extasiado por el néctar de las flores; llegan al jardín de su casa cuatro caballos blancos, un bálsamo que los acerca a la belleza estética, hacen el amor por última vez y, a pesar de todo, se separan. En Carver los personajes son pocos, contundentes; construidos a partir de sus propias palabras y anclados a su destino. “No sé lo que quiero hasta que lo veo”, le dice Nancy a su esposo, y eso basta para lo que requiere el relato. Las imágenes las dictan ellos mismos y el narrador sólo interviene para darle “unas cuantas bofetadas emocionales” al lector con descripciones impredecibles: un automóvil con el escape suelto que chispea al rozar contra la autopista, “una luna blanca suspendida en el cielo de la mañana” vista por un hombre intimidado que teme mostrársela a su agresiva exesposa.
Enrique Vila-Matas ve al Carver de “Si me necesitas, llámame” como miembro de una familia literaria de la que forman parte canónicos como William Faulkner y Flannery O’connor, aunque el propio autor se remitía a V. S. Pritcher para explicar el cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo” y a la poesía de Antonio Machado para justificar la musicalidad que buscaba cuando escribía poesía. Le debe algo a “la teoría de la omisión”, que según Rodríguez Criado releyó en Hemingway. La corriente minimalista en expresión de Carver es “eliminar la paja”.
Los objetos también cumplen un papel clave en su forma de contar. Un televisor (como en “Catedral”), un cenicero (como en “Plumas”), un cigarrillo, un cuchillo (como en “Intimidad”), operan como un cable conectado al detonante… Transforma lo inerte en poético. Convierte en norma lo aprendido de Flaubert: “Siempre me he esforzado por llegar al alma de las cosas…”.
La crudeza de su universo no opaca la ternura y el amor que emanan sorpresivamente de sus personajes y se contraponen a la desdicha, a la rutina, al alcoholismo, a la drogadicción, a la discapacidad. “Pequeños milagros” los llamó Richard Ford en su Antología del cuento norteamericano. Nunca en el plano de lo fantástico o mágico. En “Catedral” (1992) un esposo prevenido con la visita a casa de un amigo ciego de su mujer termina ¡fumando marihuana y dibujando, en una bolsa de papel del mercado, una catedral a dos manos con el discapacitado!
En “Tres rosas amarillas” (1989) Chéjov, el ruso maestro de maestros del cuento, se apresta a morir de tuberculosis y el médico lo despide con un brindis de champaña. El enfermo bebe, cierra los ojos, suspira y deja de respirar. Así logra el objetivo que siempre defendió: “Provocar un escalofrío en la espina dorsal del lector”.
Carver es un pugilista de ficción desde la primera hasta la última línea. El lector siente un jab en cada punto seguido (un arma que le prestó Isaac Babel), los diálogos son como seguidillas de golpes de un boxeador rápido, que entra y sale (“verlo y soltarlo”, dijo él), calando poco a poco, y se guarda para el último instante un recto al mentón o un gancho al hígado. Finales abiertos y estremecedores. Gana puntos asalto por asalto y se asegura una victoria por nocáut. Bien escribió Cortázar en Aspectos del cuento que “el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario”.
Si su prosa no es rebuscada sino eficaz, si se basa exclusivamente en lo cotidiano de la vida, si no recurre al sentimentalismo ni al romanticismo, casi nunca a las metáforas; si los adjetivos son escasos, si su estilo es la condensación de la trama en lo sugerente, ¿en qué radica el talento de Carver? Él mismo dijo: “… esa forma especial de contemplar las cosas…”.
* Versión de un ensayo publicado en 2010 en el Magazín de El Espectador.