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Cuando las sociedades entran en crisis, las artes tienden a florecer. La inestabilidad política, las angustias económicas, los malos gobernantes, los abusos de poder, las guerras, las contiendas religiosas y, en general, un contexto socioeconómico decadente son el germen de una vasta producción literaria y cultural. Y, aunque en la literatura los períodos son flexibles, los estudios literarios tienden a coincidir en que el llamado Siglo de Oro español es una construcción teórica e histórica cuyo inicio coincide con el final del reinado de Felipe II, en 1598, cuyo fin es concomitante con la terminación del siglo XVII.
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El ambiente político previo a dicho movimiento secular era el siguiente: Carlos I de España —también llamado Carlos V del Sacro Imperio Romano Germánico—, hijo de Felipe el Hermoso, de la casa de los Habsburgo, y de Juana la Loca, a su vez hija de los reyes católicos (Isabel de Castilla y Fernando de Aragón), se convirtió en el artífice de un gran imperio. El monarca gobernó entre 1506 y 1556 y consolidó una supremacía política y económica, luego del descubrimiento de América. El joven emperador convirtió el descubrimiento de Indias en una empresa: el que tuviera dinero para invertir en la conquista era bienvenido; es decir, lo que hizo fue privatizar la colonización. Se volvió un negocio redondo que pronto redundó en un crecimiento económico sin precedentes. Pero, adicionalmente, durante su reinado tuvo varias fases de guerra, ya que luchaba por la consolidación de su gran imperio: Habsburgo, España, Portugal e Indias (América). Todos estos frentes bélicos lo convirtieron en un gran líder político, económico y militar.
Su hijo, Felipe II, ascendió al poder en 1554 y, aunque se dice que fue un monarca prudente, tomó decisiones que afectaron negativamente el imperio que había logrado consolidar su progenitor. Reinó hasta 1598, perdió muchas batallas, cerró fronteras y generó fuertes disputas entre castellanos y aragoneses, que empezaron a marcar la decadencia del Imperio. Luego, Felipe III (1598-1621) se encargó de terminar la labor decadente que había iniciado su padre. La aristocracia empezó a perder su poder económico y militar; los problemas locales y globales no cesaban; los conflictos bélicos se perdían por falta de recursos; el oro, que antes llegaba en abundancia de Indias, era interceptado por los ingleses; el Imperio otomano atacaba el Mediterráneo y, en suma, el ambiente económico, político y militar se caracterizaba por la decadencia. Siguieron Felipe IV (1621-1665) y Carlos II (1665-1700). Ambos continuaron con el patrón decadente y burocrático que caracterizó el siglo XVII español.
Este ambiente generó en la sociedad un sentimiento de nostalgia por la gloria perdida de España, que vemos como una constante en la literatura barroca. Precisamente, el arte se encarga, a partir de una variopinta paleta de géneros literarios, de rememorar ese gran imperio que se ha extraviado en la desidia. Ya desde Miguel de Cervantes, en El Quijote (1605), se siente el significado melancólico: Alonso Quijano busca sus armas, que están sucias y corroídas por el desuso y el paso del tiempo, y sale para restituir la grandeza de España a través de la caballería andante. Otra manera de llamar la atención es a partir de la poesía, como lo hace Luis de Góngora, por ejemplo en Soledades (1613), al usar o, mejor, al crear un registro lingüístico nuevo y adornado que recuerda las formas neoclásicas. Francisco de Quevedo se vale de la parodia, la sátira y la burla constante, no solo a los gobernantes sino a todos los actores sociales, como lo muestra Historia de la vida del Buscón (1626). Lope de Vega, por su parte, a partir del teatro y su masificación, extiende la cultura a todos los estamentos sociales con tramas complicadas.
No solo la nostalgia por la gloria imperial es el disparador de uno de los períodos más fértiles de la historia de la literatura universal, también lo es la respuesta de la Iglesia católica a la Reforma protestante de los siglos precedentes. En ese sentido, el Concilio de Trento (Contrarreforma) —celebrado entre 1545 y 1563 con el propósito de reformar los principios de la Iglesia— da pie para que los llamados moralistas sienten cátedra sobre el comportamiento social y, mediante sus obras y personajes, aleccionen a los integrantes del colectivo social. El jesuita Baltasar Gracián es uno de los ejemplos de escritura filosófico-moral, y de pensamiento, que contribuyen a la productividad barroca.
Así, el comportamiento de una sociedad en crisis se ve retratado por las artes en general. La literatura, en particular, observa, mimetiza, parodia, satiriza, enseña, extraña el contorno social y nos entrega una de las mejores producciones literarias de todos los tiempos. Mis recomendaciones (entre un mar de ejemplos) para entender las letras del siglo dorado y su legado, que resultan imperdibles para cualquier lector moderno (además de las ya mencionadas), son: Miguel de Cervantes (1547-1616): La gitanilla (1613) y El licenciado Vidriera (1613); Francisco de Quevedo (1580-1645): Historia de la vida del Buscón (1626); Lope de Vega (1562-1635): La dama boba (1613) y El caballero de Olmedo (1620); Pedro Calderón de la Barca (1600-1681): La dama duende (1636), La vida es sueño (1635) y El mágico prodigioso; Tirso de Molina (1579-1648): El burlador de Sevilla (1630) y, por supuesto, mis mujeres, que no faltan: María de Zayas y Sotomayor (1590-1661): El prevenido engañado (1637) y La esclava de su amante (1647), y sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695): Hombres necios que acusáis (1689).