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“El último duelo del hombre pez”, libro de Rodolfo Celis

Presentamos un extracto del libro El último duelo del hombre pez (Himpar Editores), escrito por Rodolfo Celis, así como algunas opiniones sobre la novela. El autor hablará de su obra el próximo 20 de marzo, en la librería Hojas de Parra.

Rodolfo Celis
16 de marzo de 2021 - 08:58 p. m.
Rodolfo Celis ha dirigido talleres de escrituras creativas con la Gerencia de Literatura del Instituto Distrital de las Artes (Idartes), la Alcaldía Local de Usme y la Red de Bibliotecas Públicas de Bogotá, Biblored.
Rodolfo Celis ha dirigido talleres de escrituras creativas con la Gerencia de Literatura del Instituto Distrital de las Artes (Idartes), la Alcaldía Local de Usme y la Red de Bibliotecas Públicas de Bogotá, Biblored.
Foto: Archivo Particular
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Ya casi amanece y sigo desvelado. Las últimas noches solo he dormido pedazos de horas. Los recuerdos, quizá la muerte, esperan conmigo. Siento un vacío en la panza, las manos temblorosas, el escalofrío. El termostato del aire acondicionado registra veintidós grados. Aumento la cifra hasta veintisiete. Silencio el televisor que continúa emitiendo una serie sobre investigadores forenses. Me dejo caer bocarriba en la cama doble. Abarco el máximo espacio con las piernas y los brazos bien abiertos. Me gusta hacer esto. Refriego la cabeza contra la almohada para liberar la tensión que se acumula entre la nuca y los hombros. Me desabrocho el pantalón, fuera zapatos, aquí me quedo, los ojos fijos en el techo, la mente en blanco, el blanco, la leche tibia, los crisantemos. Todo es blanco. Las paredes, las cortinas, el minibar, las sábanas, el piso.

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¡Hasta el televisor! Percibo un empeño de pulcritud demasiado evidente. Incluso, la sala de hospital donde mi padre yace conectado a su maraña de cables, mangueras y equipos, tiene más color. Quiero librarme de esa imagen, pensar en otra cosa. No pensar. Apago las luces, cierro los ojos, dejo que la oscuridad me arrulle. Huele a lavanda. Aspiro su ruido magenta. Oigo el ronroneo del aire, los automotores que pasan afuera, un chirrido metálico en el pasillo. ¿Quién afila una guadaña?

Me asalta el blimblineo de picós que arbolean músicas lejanas. Duérmete, Valledupar, durmamos. Déjame dormir. Advierto un cricrí creciente. Se apodera de la habitación, salta en la mesita de noche, detrás de las cortinas, entre los almohadones, en el caracol de la oreja. Cortante, metálico, implacable. El grillo inverosímil me taladra los tímpanos con un castañeo de dientes acerados. Me come los nervios, llega al cerebro, hace su nido adentro. ¡Vade retro, animal de monte! Prendo la lámpara y el grillo se calla, aunque todavía lo siento en el diencéfalo, paseándose a saltitos ebrios, rasguñándome con sus dedos espinosos. Apelo al portátil. Lo enciendo. Tonteo. Tanteo: una peli porno, masturbarme, un mix de canciones en Youtube. Pero el wifi del hotel solo tiene dos velocidades: lento y más lento. Quizá una partida de solitario. Chatear un rato, pero con quién, nadie conectado. Y si hubiera un alma ahí, qué le diría. Nada. No preciso de oídos. Solo la escritura. Siento que debo escribir, lo intento, sobre estos días y estas noches en que mi padre se muere a cuentagotas. En verdad la idea está madura. La he venido amasando con cierta consistencia. Va y vuelve con más apremio. No me da tregua. Antes de sentarme al computador, del escalofrío y de la serie forense, ya quería escribir. No sé cuánto, ni con qué sentido. Escribir a lo macho, ahuecarme las venas, a ver qué sale. Otras veces lo ensayé. Cuando Angélica Yagé me tiró al mármol del infierno, le escribí cincuenta y dos cartas. Una detrás de otra, una noche sí y otra también, hasta vaciarme completo. Hasta que saqué toda la basura a la resolana. Si ya lo hice una vez, puedo hacerlo de nuevo. La situación es propicia. Escribir. Entretener al maldito grillo y a su condenado cricrí. Por ejemplo, decir que ahora, a esta hora de la madrugada, me ronda el temor de un domingo a las seis de la tarde cuando mi padre se emborrachaba en el pueblo y la noche se llenaba de amenazas. Un domingo que adentro es todos los domingos. Oscuros y con aguacero. Siento el galope de su caballo rojo que saca chispas en las piedras. Tácate, tacatá. Hombre y caballo en un solo tándem de cólera y humo. Tácate, tacatá. Un binomio apocalíptico. Tácate, tacatá. Viene dispuesto a arrancarme a golpes del sueño de entonces, a sacarme de este desvelo, a repetirme que si soy tan macho me levante para que nos matemos. Tácate, tacatá. Tiene la cara descompuesta de furia, la estatura de un minotauro y unos puños de cañaguate crudo. Me fijo en los nudillos. Hueso chamuscado. Los dientes le trancan las maldiciones. La lengua se le maniata. Escupe en mi cara su vaho de tigre. Los ojos le brillan al resplandor de la lámpara de kerosene. Contengo la respiración y espero el manotazo fiero. Tácate. Ese hombre ya no es mi padre, sino una criatura que la noche ha parido en la mitad de nuestra alcoba. Una mula extraviada del trapiche del diablo. Tacatá. No sé cuántos años tengo en el recuerdo, pero puedo verme chiquito y desvalido, temblando en la cama de alambres trenzados, mucho antes que una jauría me mordiera el pecho.

Sé que disfruta una tortura que se repite con ligeros cambios de guion y decorado. Y sé que me odia desde el tuétano de sus huesos, con un desprecio ciego. Las señales siempre estuvieron ahí, brillantes en mi cielo infantil, pero entonces, más chiquito y más indefenso, no las comprendía. Después leí las marcas de su rencor a contraluz. Era verdadero y encarnó en mi carne magullada. El dolor también preñó un huevo, se tornó larva, pupa y después mariposa que me llevó lejos. Empecé a malquererlo a cuotas, a desearle una caída sibilina, un porrazo retrechero. La paradoja es que ahora que le dio por morirse, como tan a propósito, tan a la mala, me asusta tanto que lo haga sin que arreglemos cuentas. Como si estuviera en sus manos decidir hasta aquí llego, aquí me planto, chino pendejo. Y no, señor, yo así no juego. Es que si me hubiera querido un poco, no digamos mucho, tan solo un pelín, una minucia, la amenaza sería más llevadera. Un ejercicio de habituarse al duelo, de acostumbrarse a la pérdida. Tendría un tablón que me salvase del naufragio, un motivo para echar a rodar su apellido por una escalera de generaciones interminables. Me pensaría la orfandad de otra manera, no como este vacío insomne, el desvelo, la constante barajustada. Este sondeo del desasosiego. Al final, quizá no me asusta que se muera. Morirse es una costumbre sobrevaluada. Me asusta que ya no pueda odiarlo como hasta este día que clarea. Requiero la rabia, me urge, para seguir viviendo. Y lo necesito vivo, despierto, para no asfixiarme en esta viscosidad informe. Si no, no hubiera venido. ¿Para qué? Por eso, ahora que está en coma, sin palabras, a mí me sobran, pero no son suficientes para espantarme la rabia de encima como a un mal bicho. Es como si con su silencio me condenara, me arrastrara consigo, me revolcara en sus basurales. ¿Entiendes por qué busco una señal en la sombra? Una palabrita nomás que, tal vez, solo tal vez, pueda nombrarme. Un vislumbre para seguir remando, echándole cinco al piano. Páginas de humo para cobrarme los saldos vencidos. Porque alguien tiene que pagar. Alguien, alguna vez, algo.

He regresado porque me estaba convirtiendo en un hombre invisible. Me busqué en el espejo y no hallé sino escarcha y ceniza. Aposté mi esperanza a borrar las marcas del pasado, a sacudirme el trauma y hacer una vida, si no feliz, al menos soportable. Jugué a cubrir con hojarasca las migas de pan que habrían de llevarme fuera del bosque, en un empeño sin sentido por romper con la memoria. En ese intento fui olvidando los defectos de origen, los martillazos como del odio de dios que me sembraron sobre la tierra, los aguaceros que apuraron los signos vegetales en mi rostro. Estaba a punto de desaparecer cuando la muerte subió hasta Bogotá a tocarme la puerta. ¡Toc- toc! ¡Toc-toc! Una y otra y otra y otra maldita vez. Una noche. Dos noches. Intenté dormir en vano. Sentía el castañeteo de sus dientes afuera. Le grité déjame en paz, lárgate por donde viniste, no es conmigo tu cuento, no me jodas. Ella insistió. Dele que dele con su toc-toc. Dijo reconocer en mí a un muchacho de hace tiempo, al hijo pródigo de Delfín Antonio, el hombre pez, el moribundo. Su llamada era el recordatorio de una cita postergada muchas veces. Entendí la premura. Enfrenté la posibilidad de un regreso que desatara el trabalenguas de mis recuerdos. Me llené de inquietudes palpitantes. Me largué hacia Valledupar, es decir, me vine hacia Valledupar. Así fue como terminé metido en este hotelito apestoso y con nombre de mujer. Myriam, como supuse que se llamaría la dueña. Se lo pregunto a la recepcionista, unos treinta años, pelo apretado. Pregunto pendejadas. Ella dice que no, que al patrón se le ocurrió ponerle el título de un vallenato que le gusta. Me entrega la llave y dos controles remotos: televisor y aire acondicionado. Camino por el pasillo con la canción zumbándome adentro. El botones me sigue con mi morral a cuestas. No lleva uniforme. Se llama Roque alguna cosa. Me dijo el nombre completo y que estaba para servirme, pero ya lo olvidé. Siempre pasa. En cambio, su cara es imborrable. La expresión de haber descendido durante tres vidas seguidas al infierno. No tiene marcas evidentes, cicatrices que le crucen la cara, el signo de Caín en la frente, nada de eso, es solo un vacío moribundo en los ojos. Lo ves una vez y es para siempre. Arrastra una pierna, pero pareciera que arrastrara los pecados de los niños muertos. Esto es culpa de la polio, dice como si se excusara.

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Esto, de la policía, digo mientras le enseño la marca que traigo en la muñeca izquierda. ¿Un macanazo? No, un tiro. Me echa una mirada cómplice, como si me dijera hagámoslo juntos, pequeñín. Yo querría preguntarle si asaltamos un banco o un camión transportador de valores o si prefiere las prenderías, pero sé que con esa pata de palo no le alcanza sino para testaferro de maleantes. Le ahorro la historia del balazo en la mano. Ya estamos en la puerta. Habitación 237. ¡Como en la película de Kubrick! digo, más para mí que para él. Pone cara de no entender qué cosa es como en una película de un director que a quién le importa. Kubrick le debe sonar a cubo Rubik, a Robitussín, a Racumín. Pero si le suena, calla. El número, le señalo con la mirada. ¡Ah, bueno!, dice. Hace una pausa. Descarga el morral. Si se fija no están en orden. El patrón los puso así porque con cada uno se ha ganado el chance. Reparo que la habitación anterior es la 265, la del frente tiene el 537, la siguiente es la 28 y la del fondo, la 9625. Supongo que las demás siguen la misma lógica ilógica. Ese es especial, dice señalándome el 9625. Espera que pregunte por qué, pero no lo hago. Porque con ese se ganó el premio mayor de La Vallenata. Y la serie era aquel 28, completa la frase, mientras dirige el dedo de una a otra cifra. El Roque Nosecomo se adelanta, abre la puerta y me hace una reverencia samurái de bienvenida. El olor a lavanda me llega hasta el seno esfenoidal. Le recibo el morral y le doy un billete sin fijarme en la denominación. Lo guarda en el puño apretado. Tampoco lo mira. Pregunta si necesito algo más, digo que no. Cuídese de la luna. Está redonda dice y se aleja con su pata inerme a rastras. No quiero pensar en números, patrones, lunas ni patas desgraciadas. Sigo pensando en ella, en la canción. La escuchaba en la radio, allá en Tierra Nueva. Myriam, por qué no me quieres, si tú sabes, Myriam, que yo te quiero y que mi cariño es tuyo. Imagino un cordón subterráneo que nos hermana en una red de emociones prestadas. Tú y yo y mi padre y tu padre y otros tantos millones que se reproducen y reproducen las mismas músicas masivas. Esta canción que me asalta es la que oirás antes de tu muerte y aquella que te hizo llorar de alegría me destaja el pecho a golpes de hacha. En el requerimiento de ese compositor, Calixto Ochoa, para ser más precisos, parece resumirse la singularidad de los afectos. Uno quiere porque quiere y porque toca y odia por lo mismo. Y qué se le va a hacer. Hay una cinta de cobre que amarra al chiquillo que fui con el que intenta silenciar un grillo haciendo zapping por los canales de la televisión satelital. Esta noche no hay ninguna serie criminal que me salve, que me duerma. Ni siquiera un comprimido doble de Trazodona. Mientras los dedos martillean sobre el teclado, vuelven fragmentos de ciertas melodías escuchadas al amanecer, cuando mamá preparaba el desayuno y sintonizaba Rancheras y vallenatos, un programa que se difundía desde Barranquilla por los cincuenta kilovatios de Radio Libertad. Esas hilachas de músicas lejanas se metían por debajo de las cobijas. Robinson Calvo Luque, en su acostumbrada cantinela, convocaba al proletariado. ¡Levántate, cabeza de ñame, mira que se vino el día!,

¡Hay que trabajar! En la duermevela, asumo una posición fetal, el brazo derecho por almohada, me enrollo en las frazadas, como un gusano en su vaina, hasta que una mano me sacude con premura. Mijo, levántese a estudiar. Respondo al llamado con el murmullo fatigoso de quien solo pretende quedarse otro ratito en un vientre de colchas. La mano regresa con más violencia, el tono de la voz refuerza el requerimiento: ¡Robin, levántese!, que Tilcia ya está pegada a los cuadernos. Mamá me dice Robin por un capítulo de Robin Hood que ha visto en casa del abuelo. Uno de los muchos nombres que iré gastando con cada temporada de lluvias, como si fueran zapatos de papel. Desde la cocina oigo el cancaneo de mi hermana mayor que memoriza la lección del día, a fuerza de enunciarla en voz alta. La tarea va de accidentes geográficos. Ella repite y repite las definiciones de colina, cordillera, península, archipiélago, isla, océano, hasta que las palabras se graban en su memoria de corto plazo. Este yo de aquí y de ahora se pregunta qué utilidad tiene eso. Una isla es una porción de tierra rodeada de mar por todas partes. Un archipiélago es un conjunto de islas. Aquel yo de entonces, aislado en una burbuja de sueño, no se hace tales preguntas. Pero no quiere levantarse. ¿Para qué? Le bastaría saber los dos únicos sustantivos que describen el paisaje en el que crece: montaña y cielo. En Tierra Nueva no hay otra cosa. Montaña y cielo para este lado. Montaña y cielo para el otro. Montañas al norte y al sur. Para donde mire solo hay cielos preñados de otros cielos, montañas que paren montañas en cadena. La cartilla de ciencias sociales diría que eso, precisamente, es una cordillera, una sucesión de montañas enlazadas. He dibujado ese paisaje en mis cuadernos. La imagen es insulsa, una seguidilla de pliegues indistintos pintados de colores que van del verde biche hasta el azul nublado de la lejanía, donde a los cerros se los traga el cielo. Y más arriba, más cielo, muy arriba y muy azul. Azulejano, azulado y, a su lado, azul oscuro casi negro. A veces imagino esta finca, la Tierra Nueva que veo mientras escribo, como un bolsillo secreto de la serranía, surcado por caminos de hilazas que nos embrollan y nos embalan, moscas en la melaza. Un microcosmos de rastrojos, alimañas y espantos; de pezuñas, aguijones y zarzas. A mi abuelo Carmen, padre de mi madre, esta tierra le gustó desde que la vio y la compró sin pegas y sin papeles. Un arreglo de palabra. En verdad, habría comprado cualquier barranco al precio que le hubieran pedido. Venía huyendo de lejos, de otras montañas y otros cielos, y de unos enemigos feroces que le habían cribado la casa a balazos un par de veces. Sin duda, pensó que aquí podría empezar otra vez por el principio. Lo veo sonriente, allá lejos, pidiéndole una peinilla prestada a cada nuevo amigo. Cuando el otro se la ofrece, se quita el sombrero de fieltro negro y enseña su calvicie inapelable entre risas. Realmente no lo veo, solo imagino que lo veo, aquí detrás de esta cordillera de letras que nacen de mis dedos. La imagen del nono existe primero en esta pantalla, hecha de palabras. Su sonrisa se hamaca de una serifa a otra, sus ojos espabilan detrás de las oes. Lo veo porque lo escribo. Lo escribo para verlo y para verme. Ven, chiquillo, Robin de mi infancia, te convoco a este lado de la luz, escúrrete por el intersticio de esta frase, siéntate a mi diestra hasta el fin del tiempo, vela conmigo esta noche, te mereces saber qué hice contigo, en qué nos convertimos. Miremos juntos al abuelo, así de lejitos. Espiemos su frente honesta, el cuello de toro normando, su caminao vacuno por entre la tomatera. Ayúdame a pillarlo con tu curiosidad de entonces, con tus ojos que son míos y serán filetes de gusanos. Con mis ojos que fueron inocentemente tuyos. ¿Verdad que nos mira y algo masculla y se desvanece entre estos signos de interrogación? El nono, como le decíamos los cincuenta y pico de nietos, supuso que hasta este cinturón de montañas, quebradas y mesetas nadie vendría a cobrarle viejos saldos de sangre. Si así fuera, se moriría sobre sus botas de arriero antiguo. Hacía tiempo ya no estaba para tropelías, pero la guerra, como un perro rencoroso, insistía en morderle los garretes allá adonde iba. Los hombres se mataban en todas partes y de todas partes lo echaban como a un animal cerrero. Así que compró una finca calentana, lejos del ruido y de la candela. Un lugar para vivir y para morirse en el orden en que a su dios se le diera la gana. No sospecha el abuelo que el mundo que ha dejado atrás, insistente, esquiva las cercas, brinca las talanqueras y se mete a los potreros, a través de las ondas hertzianas de la única emisora que sube hasta aquí: Radio Libertad. La que transmite, por amplitud modulada, desde la puerta de oro de Colombia, con la fuerza de la verdad, como reza su eslogan. La potentísima frecuencia alcanza mi rinconcito cálido. Insiste en traerme a la luz del día, en una suerte de complot mañanero, en que la voz de mi madre se confunde con la del locutor que despierta, a gritos de micrófono, a los taxistas, a los labriegos, a los guachimanes, a la gente que camella en el matadero Camagüey o en la central mayorista de abastos. Los despierta. Nos despierta. Mientras suena otra canción que dice que cuando canta el alma herida las palabras se entristecen. Aprieto los ojos con esfuerzo, restriego las lagañas, apago las imágenes que me rondan, todo en off. Me descubro en esta habitación de hotel con el pulso zarandeado, un vacío en la panza. Acumulo unas cuantas cuartillas digitadas, en las que se me cruzan los tiempos y los cables. Intento eludir en vano la agonía cierta de mi padre, que me mantiene zurumbático desde hace noches. Y el grillo sigue ahí. Quizá nunca se vaya.

He venido de lejos, de una casa friolenta en el sur de Bogotá. Hasta allá me alcanzaron las noticias de tu agonía en la casa de Edilma, en Caracolicito. Te imaginé rodeado de las hijas que no te abandonaron, de los viejos conocidos. Envuelto en sudores de aguardiente alcanforado, esquelético y mortecino. Llevado del putas. Advertí tu ocaso la última vez que nos vimos, hará unos cinco años. Yo había regresado con Youselfi, que quería conocer a mi familia. Ya habíamos ido a la mitad de las playas del país y no queríamos más agua salada, arena, soles cancerígenos, ni turistas color achiote. En realidad, ya no queríamos excusas para querernos porque a lo mejor entonces ya no nos queríamos. Pero ella insistió con su miserere: quiero saber de dónde vienes, a lo mejor así logro comprenderte, no me cierres esa puerta. Tanto presionó que cedí a la tentación. Nos fuimos a un paseo decembrino en el que visitamos a la parentela, dormimos en camas acolchadas y en camastros duros como patada de muleto. Respondimos enemil veces la pregunta de si éramos novios o marido y mujer. Nos decantamos por una mixtura: marinovios. Follamos duro y parejo y después de la medianoche. El calor la ponía a velocidad de crucero. Todo muy rico, mami, pero con un regusto a óxido. Un día, antes de año nuevo, amaneció nostálgica y hastiada. El calor, los zancudos, el ruido de las tractomulas, el desamor tal vez, la rebosaron. Se peleó con Edilma por alguna fruslería. Recogió sus cosas y se largó, sin un beso, una flor, ni un hasta luego. Yo sabía que esperaba que la detuviera, que hiciera algo, un mínimo gesto, pero no quise. También estaba hastiado. No sé cuántas maromas hizo para retornar a Bogotá, para reconstruir su vida después. Ya no me importaba. La imaginé atiborrándose con libros de autoayuda y supe que volvería a enamorarse de cualquier Brayan de pelo engominado. Yo me quedé con los míos, emborracheciéndome sin premuras, libre como el pingüino que escapó de su prisión. A mediados de enero pesaba diez kilos más, aunque me sentía liviano, sin ninguna Youselfi que quisiera comprenderme. Pero me extravío. Las vacaciones terminaban. Me levanté con el sol bravo de la mañana, hice maletas y pasé a la cocina por el desayuno. Plátanos fritos con queso y café. Mientras comía, Edilma preguntó: ¿No va a despedirse del Cucho? Tampoco me despedí de la susodicha. ¡Usted sí es! ¿Sí soy qué? Eso, así como es usted. Yo no sé. Yo soy el que soy, dice Yahvé. Ya ves. No me venga con citas bíblicas, que lo conozco, mosco. Entonces, no me pida lo que sabe que no puede pedirme. Debería resolver sus cosas con papá, antes de que sea tarde. Ya es tarde. ¿Cuántos años es que tiene? Me parece que va a cumplir setenta, pero ni él sabe. A veces se quita y a veces se pone. ¿Se acuerda que tiene dos fechas de nacimiento, una en julio y otra en septiembre? Y de años diferentes, para completar. Pues vuelvo y le digo, déjese de vainas y arregle eso. Mire que cuando Cucho se muera le va a quedar ese peso en la conciencia. Yo sinceramente lo veo muy carramaniao. Y sí, puede que haya sido mal padre y todo eso, pero es su papá. ¿Sí ve? La sangre es la sangre y lo que pasó, pasó. Échele tierrita. Ese es el problema, chinita, que las cosas no pasaron hace tiempo, siguen pasando todavía. Mejor dicho, Rombo, yo no le digo más. Yo también callé porque su cara apareció en la ventana que daba a la calle Ni siquiera sé si estaba escuchando detrás de la pared y quería decirnos que todavía no se había muerto, que seguía espiando conversaciones ajenas, como hacía en otro tiempo. Tal vez solo fue casualidad. Preguntó cómo habíamos amanecido y dijo algo sobre los mosquitos. No le escuché bien porque una tractomula pasó por la Ruta del Sol sin detenerse en el resalto, produciendo un traqueteo de fierros y aluminios. En el café del pocillo hubo una leve perturbación concéntrica. Entró a la cocina y se quedó ahí parado como un espetón. Edilma le ofreció una silla diciéndole que se sentara, que ya no iba a crecer más, pero pareció no entender la broma. A lo mejor tampoco le hizo gracia. Yo apuré el café, me levanté de la mesa y pasé a cepillarme los dientes. Desde el lavadero escuché cuando preguntaba si era que ya me iba. La maleta me delataba. Apenas hube empuñado la manija, dije: ¡Bueno, me voy!, como si no fuera evidente. Edilma alcanzó a preguntarme cuándo volvería. Se volteó hacia la estufa e hizo que revolvía el cocido de ñame. Yo sabía que me ocultaba las lágrimas. No sé, nunca se sabe, dije. No podía decir otra cosa. Entonces lo miré y vi que unos lagrimones le surcaban las mejillas estragadas. Pensé en ciertas formas geológicas de Monument Valley. Ahí supe que el tiempo había hecho su trabajo. Una vocecilla me dijo que no repetiríamos esa escena, que ya corrían los créditos de nuestra película y que nadie filmaría una continuación. Solo nos quedaba una pantalla en negro, desprovista de palabras. Apenas el tintineo de una estática antigua. El ruido de fondo de tantos ensayos del olvido. Te quedaste llorando en la cocina de Edilma, entre los vapores del almuerzo. Ella también lloraba. Y yo qué podía entender. A cuento de qué o por qué esas lágrimas tan a destiempo, tan sin sentido. Qué sustancia manaba de tus ojos. Qué te rompía, qué diablos podía dolerte. Quizá es que somos una familia acostumbrada a malvivir entre un lloriqueo y el siguiente. Y ahí vamos, chapaleando en nuestro propio valle de lágrimas, gimiendo y llorando, desterrados hijos de Eva. Lo escribo así y se me vienen las plegarias que aprendí de niño, montones de cantinelas, letanías, himnos y salmodias que rezaba con tanta devoción. Porque otro niño más rezandero de rosarios no ha nacido. ¡Qué hijueputa rezadera! Todas las noches, a toda hora, por los caminos de para arriba y por los caminos de para abajo. Padrenuestros para el dolor de barriga, avemarías cuando extraviaba los calcetines, salves para las avispas y magníficats contra las vacas bravas. Pero los credos, que eran los más sayayines, los guardaba para conjurarte. Para que llegaras tranquilo, para que hablaras pronto, porque si hablabas de entrada casi siempre estábamos a salvo, en cambio, si guardabas silencio era que maquinabas por dónde empezar el bombardeo, qué flancos atacar primero, contra quién tirar el primer sablazo. No lo hagan enfurecer, decía madre, pero no había escapatoria. Te agazapabas detrás de las palabras no dichas, meneabas la cola como los tigres, y ahí va un manotón, zuácate, toma lo tuyo, lleve para los dulces. Quizá yo imaginaba que rezando la vida sería de otra manera, ocurriría el milagro, cualquier milagro. Pero nunca fue de otra manera, ni por el martirio de las diez mil vírgenes, ni por los santos y sus santidades, ni por todas las entelequias de este mundo y de los otros infinitos mundos paralelos donde sigo amarrado a la cama, envuelto en las cobijas pesadas del terror, a la espera de un golpe tan fuerte que me mate de una buena vez, que nos mate de nuevo, aunque ya estábamos muertos en vida, pero no lo sabíamos.

¿Cómo saberlo? Ahora también lo estamos, pero solo yo lo reconozco. Esa es mi ventaja, mi as bajo la manga, mi escalera real de corazones: que yo puedo contarte y escribirte y vapulearte. Y puedo porque estas letras que escribo me permiten ser, ir hacia el pasado a como me nazca de los huevos y vapulearte y no importa que ya haya dicho vapulearte en la frase anterior, vuelvo y la escribo y qué, si esta es mi conjura y estos los últimos golpes que me das y este triquitraque del teclado compensa los desvelos de entonces, a la espera de que llegaras y nos mandaras a dormir al rastrojo, entre las bestias, por el miedo a que nos mataras dormidos, y este insomnio de ahora, que me duele en los ojos, en la columna y en los dedos que te escriben, te matan y te resucitan, es el mismo de aquellos domingos eternos y llorosos. Aquí te dejo, pues, mis oraciones paganas. No son aquellas monsergas doctrinales del niño creyente que se soñó con el hábito blanco bendiciendo los panes y los peces, al agua y a la candela. Y perdonando al mundo, porque perdonar era bueno y en el mundo aparecían brotes verdes. El nono dijo que cuando creciera me mandaría al seminario para tener cura en la familia. A lo mejor no lo decía de veritas, pero yo le creía. Hubiera creído cualquier cosa, porque creer era mi oficio, mi verbo divino. Era un tipo de palabra el nono, cumplidor de sus promesas, pero se murió rápido y me dejó en veremos, visto y no visto, con la ilusión del seminario rota, un arsenal de plegarias en la cabeza y el nuevo testamento leído y releído y vuelto a leer. Confuso, muy confucio. Máxime cuando en aquellos días cayó en mis manos, no sé de qué extraño planeta, un librito de historia patria. Un manojo de hojas amarillentas, sin tapa, pegadas con leche de higuerón. Allí descubrí a los héroes más mancatigres. Las patillas enormes, los chalecones de combate, los penachos visajosos. Bolívar, Caldas y Santander, Sucre, Nariño y Córdoba. Nombres de departamentos, caseríos, colegios y universidades. A mí me gustaba eso que leía tanto como me gustaba lo otro. Aventuras guerreras versus prodigios al piso. Cuentos de un pasado remoto. Entonces, fusioné en una coctelera mental las dos historias legendarias. De ahí salió un mazacote en que los próceres de La Independencia terminaron conviviendo con la Virgen del Carmen y San Judas Tadeo en mi santoral particular. A veces, mi coronel Rondón salvaba la patria luchando al lado de San Patricio. Otras tantas, Antonia Santos era reparcera de María Magdalena. Así, cada noche antes de acostarme, iba un padrenuestro por el buen Simón, que había libertado cinco naciones con su varonil aliento; otro por José Antonio Galán, cuya cabeza sangrante imaginaba en la picota pública, y otro por la Pola, quien había dicho aquello de que aunque mujer y joven le sobraba valor para enfrentar la muerte y mil muertes más. ¡Qué bellecería! ¡Qué bravura! Otra avemaría por sus almas. ¡Eh, avemaría! Para que echaran una manito con el examen del lunes, para que no confundiera una colina con un archipiélago, para que mi tía Lola no me halara las orejas en la revisión semanal de higiene, ni dijera que allí se podía sembrar una mata de cebollín y otra de tomate de tan mugrosas que las llevaba. El mundo era gris opaco, pero tenía sentido. Todavía los hombres caminaban con los dioses y el barro se quitaba con agua. Después, esas llamas, todos los fuegos del fuego, se apagaron con orines y ramas de guarumo.

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La creencia de aquellos años también la mataste vos. Empecé a odiarte con cinco centavitos de temor y otros cinco de censura, pero la semilla fue creciendo, fue creciendo, echando raíces, cada vez más adentro, más profundo, más consistentemente, hasta que ya no sentí ninguna culpa, porque tampoco quedaba ni una gota de fe, ni un miligramo mágico de dios que me llenase el alma. Un magma maligno fue taponándome las tripas, endureciéndome los órganos, sellándome los pulmones, dejándome sin resuello, todavía respirando. Respirándote. Respirándote sin cesar y sin reproches. Por eso aquella vez, la última vez, salí sin atenerme a qué decías entre gimoteos, aunque la verdad es que quería hablarte. Había ido a Caracolicito nomás para enfrentar tu mirada severa, para preguntarte por qué diablos nunca me quisiste, por qué tanto desprecio, tanta tirria, tanto maltrato, por un hijo de tus riñones. Lo dije llorando en un bar de Santa Librada, una noche de vino y estertores. Se lo dije al Barragán, con quien comparto historias. Eso nos hermana. Tenemos un duelo pendiente con el padre en algún lugar del desierto y con una banda sonora de Ennio Morricone. Ese desafío sin resolver venía pesándome demasiado. Entonces me fui como Juan Preciado a mi Comala particular. Voy a enfrentar a ese hombre que es mi padre. Le voy a pregonar sereno las cosas que le he guardado tanto tiempo, sin que se me quiebre la voz ni se me agüen los ojos. Pero lo encontré habitando los meros huesos. Imaginé que ya no aguantabas un golpe más. Llorabas por nada. Recordé que, a pesar de lo fuerte que parecías en otro tiempo, llorabas por cosas nimias, por trivialidades cotidianas, hasta por ver cagar un perro, como decía Celina. Entonces, supe que no era capaz de restregarte el barro de todas las culpas que venía amasando. Descubrí, no sin asombro, que los mejores años te habían dejado hacía rato. No cometería la ruindad de atacarte ahora, indefenso como estabas. Una hiena no haría eso. Así que renuncié a la tarea que me había propuesto desde Bogotá o más bien la pospuse para una fecha sin retorno. Tal vez era que no teníamos palabras para nombrar tantos recuerdos infaustos. Me dije que solo necesitabas un poco de indulgencia hasta que te murieras de viejo, aunque me seguía costando hablarte, mirarte a la cara, aprender de nuevo los rasgos que había insistido en olvidar, en negar frente al espejo. La cara angulosa, los pómulos tallados con hacha. Cada vez que te aproximabas en la bicicleta atravesando los charcos de la calle con pedalazos fatigados prefería esconderme en el computador. Llegabas con la respiración asmática de siempre y te acercabas silencioso por mi espalda. Sospechaba que traías el cuchillo entre los dientes, que calculabas el lugar exacto donde se escondía el corazón, pero ya no tendrías la fuerza para romperme la carne. Sabía que mirabas fijo la pantalla donde yo redactaba informes para clientes lejanos sin que pudieras descifrar esas parrafadas con tus ojos ancianos. Intentabas aprenderme, adivinar a qué jugaba, qué nuevas aguas se habían empozado en mi cabeza. Incluso, a veces, ensayabas una charla imposible. Yo conjuraba tu presencia como hacía con los espantarajos de la infancia. No temas, sé valiente, no temas, maldita sea, que no temas, te he dicho. El patas no existe, la luz andariega no sale de día, la llorona es puro embuste, imaginaciones de pelaíto miedoso, apenas el soplo del viento entre las ramas, una iguana, un armadillo. Tu ahogo me decía que te estabas acabando y yo no había estado ahí para verte languidecer sin pausa, porque la rabia me había llevado lejos. El tiempo se te agotaba, te desgastaba por cada costado. Entonces no fui capaz, qué cobarde y qué imbécil, no iba a ser tan desgraciado de hacerte llorar de nuevo. Una especie de empatía por el dolor humano en abstracto, por ese hombre que bien podría ser cualquier hombre sin historia a punto de extinguirse, me fue coartando las intenciones, el pulso y la voz. Las palabras se me estrangularon entre las cuerdas vocales. La lengua volvió a ser un trapo barato, una popelina. Ya no tenía sentido decirte algo, guardaría silencio, te llevarías el secreto de tu rencor hacia la tumba y yo me quedaría con la parte de mi dolor y mi desprecio. Seguiría masticando la herencia de la rabia que me transmitiste. La propagaría por el mundo. Descargaría en otros el fardo que me asignaste tan pronto nací. Viviría para tomar aguardiente y odiar, odiarte en otros ojos, en otros nombres, en otras personas, en todas las youselfies del mundo mundial. Odiarte con un dolor torpe y traste y testarudo. Ahí te veo hace cinco años, o más bien te escribo, llorando por mi partida entre olores de ñame hervido. Yo bajé la cabeza, te di la mitad de un abrazo, de prisa y sin afecto, porque no supe qué más hacer, y no te pedí bendito. No dije aquello de la bendición, papá, con que de chicos nos íbamos a la escuela o a la cama. Bendición por aquí y bendición por allá. Ya hacía muchos años que prefería no hacerlo. Alguna vez me sentí incapaz, mortalmente avergonzado, una pequeña conquista que podía refregarte en la cara. ¡Chúpate esta, papi! Quizá porque recordé que con ello me torturabas cuando llegabas borracho. Pídame bendito que yo soy su papá, repetías furibundo, mientras me levantabas a golpes. Es raro que solo entonces te reclamaras como mi padre, para obligarme a pedirte la bendición de un dios que seguro se sonreía mientras me atacabas con tus puños ciegos, tus mocos brillantes y tu aliento de guarapo fermentado. Hacerlo de nuevo, como quien repite un gesto mecánico y sin memoria, era sentirme otra vez humillado, deshonrado en lo más íntimo. Así fue como en otro tiempo también dejé de ir a misa, dejé de confesarme, de dar limosnas, de sentirme un buen cristiano y dejé la rezadera. ¡Qué carajo! Ya no quise seguir orando después de descubrirme pidiéndole a todas las potencias del más allá, a la Virgen de Coromoto y al Santísimo Padre Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Ponte y Palacios Blanco, en novenarios espeluznantes, que te mataran de una buena vez. Que amanecieras tieso en la cama, que te cayeras borracho y se te estallara la mollera, o que solo te fueras lejos, a Cúcuta o a Venezuela, y no volvieras ni por aguapanela. Quizá habríamos sido menos desgraciados si la fatalidad te hubiera alcanzado como por un rayo, pero ni dios ni el diablo me concedieron el milagrito. Me sentí estafado. ¿Habían sido en vano tantas oraciones hilvanadas, tanta fe invertida, tantas plegarias por el alma de los héroes? Claro que hasta los héroes o, para ser más precisos, sus almas benditas, tenían dobleces, manchas, carcomas. De golpe me embistieron las inquietudes teológicas sobre esas almas patriotísimas de pelo en pecho. Una noche, después de las tropecientas plegarias de turno, me saltó al cuello la duda sobre el destino manifiesto de los padres de la patria en el más allá. ¿Era posible que se hubieran extraviado por el camino de la gracia? ¿Que hubieran terminado, así fuera por una confusión de caminos, en la mismísima paila gocha? Era lógico pensar que en sus muchas guerras habían matado a otros hombres y matar era un pecado abominable. ¿Estaba rezando por almas condenadas? Si así fuera, eso estaba muy, pero que muy mal, oye, una herejía, un sacrilegio ni el más caballuno; pero nadie podía disiparme las dudas. Tía Lola dijo que dios sabía cómo hacía sus cosas. Eso era como que sí, pero quién sabe. Mamá, que dios era misericordioso y perdonaba a los que se arrepentían y que muy posiblemente, casi seguro, esos titanes habían recibido la extremaunción de los enfermos y se habían largado al paraíso sin peaje por el purgatorio. Yo no estaba tan seguro. ¿Cuántos de mis santos patriotas estarían destinados a las llamas infernales donde arderían en compañía tuya? Era evidente que tu alma ya estaba condenada por anticipado. Lo demás era mero trámite. Dios odiaba a los borrachos, a los hombres que pegaban con rejo, jáquima o garrote; a los malos e impíos, y para mí eras el más malo de los borrachos y tan impío como el que más. De hecho, eras el único hombre malo y borracho e impío que yo conocía. Bueno, ni siquiera sabía el significado de la palabra impío, pero ya entrados en gastos, ahí te va, que también eras de esos. En mi escala de malevolencia estabas a la altura de Alfonso Ochoa. ¿Pero quién es este personaje tan imprevisto? El tal Alfonso era un zapatero remendón que había pasado por las cárceles de Picaleña y la isla de Gorgona. ¿El delito? Había matado de un tiro de escopeta a Eladio Ramírez. ¿El modo? Aguaitado detrás de una mata de plátano, como a un ñeque. ¿El motivo? Eladio se había casado con una mujer que antes había sido su novia. ¿Estaba arrepentido? De ninguna manera. Decía, porque se lo escuché decir, que lo había pagado nueve años con gusto y que pagaría otros nueve si el muerto volviera a la vida y se dejara matar otra vez. Y que ojalá se hubiera ido pal cielo, porque si se lo encontraba en el infierno, allá le llenaría el pecho de perdigones. Pa que respetara, pa que no fuera hijueputa. Lo decía entre risotadas, pero yo sentía que algo se me arrugaba bien adentro y que ese hombre era, como mínimo, el mismo Belcebú que andaba suelto por los montes disfrazado de zapatero y que, a lo mejor, debajo del pantalón traía un rabo largo y peludo. Por eso, aunque no hubieses matado a nadie, como Alfonso que decía llevar cinco muertos en la cuenta, sin duda tenías el mismo germen en el alma. La única diferencia apreciable a mis ojos era que vivía lejos, no era mi padre, ni me levantaba a tortazos sin motivo. Mejor aún, si uno no se metía con sus mujeres, situación improbable para un niño, podía considerarse a salvo de su trabuco. Después, hubo una tarde en que estabas de buen genio, cosa extraordinaria por demás, y escuché que hablabas con mamá sobre las cárceles de Venezuela y entendí. Supe que había secretos en tu pasado que no contabas. No solo eras un hombre cruel, sino también un jodido malhechor. Aquello avivaría mucho tiempo mi curiosidad y mi mala espina. De pregunta en pregunta fui juntando los retazos de un asunto nebuloso que resultó una historia sobre un cómplice, una violación, el robo de unas escrituras y la puñalada a una vaca. Nunca supe en qué orden sucedieron los eventos, ni quién hizo qué cosa. Incluso, conociéndote como imaginaba conocerte, sospeché que habías violado a la vaca y apuñalado a la mujer. ¡Habrase visto tal infamia, caballero! Supe también que la cruz tatuada que disimulabas bajo el reloj de pulso era la marca de la guandoca, el número de la bestia, Policarpa santísima. Y esa verdad, mía, incompartible con mis hermanas, se me hizo insoportable. Ese día de mi lejana infancia también supe que yo no sería como vos. Ni por el putas. Sería otra cosa, otra persona. He intentado serlo a través de estos años. En serio, pensé que ya había terminado contigo y con el pastor de almas y con el patriota que llevaba adentro, pero no, me equivoqué a lo macho, todavía me faltaba el último baile antes de la derrota. Ahora sí, que suene ese viejo réquiem. Quantus tremor est futurus.

Llegué temprano al aeropuerto El Dorado. Bogotá amaneció con un aire pesado, las nubes bajitas y el rocío descolgándose de una espesura de cables. Me gusta ese olor como a napalm de las mañanas. Un taxista amigo del Barragán pasó a recogerme a la puerta de la casa. Cuando sonó la bocina todavía no estaba listo. Dio una vuelta por el barrio mientras tanto. Fabiana me despidió sin ninguna afección. No era necesario. Ya nos habíamos dicho lo urgente y ni siquiera en el desvelo recuperé otras palabras para la despedida, excepto que cerrara bien con llave cuando saliera. Yo sabía que venía a encontrarme con el dolor y ella también sabía, así que era preferible no anticiparnos nada. Recordé una frase: En mi vida he hecho dos viajes dolorosos, terribles. ¿Dónde había escuchado o leído aquello?

¿Era de una novela, de una canción, de una película? Le pregunté a ella. No sabía. No tiene soluciones de manual para mis agites, pero es un alivio que alguien te escuche parlotear por horas, sentir que no estás enloqueciendo. Aunque esa última noche juntos, que me parece sucedió hace siglos, se durmió temprano. Me dejó hablándole a una sombra, con los ojos estallados de espanto, sumido en un marasmo de ensoñaciones pastosas y con un sabor ferroso en la boca. Le había contado a la Fabis que Araminta me había llamado para suplicarme llorando que fuera. Papá no puede morirse hasta que no vea a sus hijos y usted es el único que falta. Que una vecina había dicho que igual le había pasado a nosequiencito. Le dije que yo no creía en esas supercherías, ni tenía pensado viajar, ¿Ya para qué? Que se arreglaran como pudieran, y que ya le había consignado a Tilcia el dinero que me habían pedido. Además, si era verdad que debía verlo para que muriera tranquilo, eso era como asignarme el encargo de ir a matarlo. Menuda tarea de torero. Fabiana solo dijo: Robi, tienes que ir. Una frase elemental. Necesitaba que otra persona la dijera y ella la dijo. Yo insistí en lo vacío del gesto. Pero ya no podía concentrarme en ninguna cosa que no fuera la muerte inminente de aquel hombre, este hombre. El sueño se agazapó en algún lugar del apartamento donde no logré desencamarlo. Empecé a sentir la angustia, la pensadera, el sudor frío. La imagen del padre moribundo, suplicándome un empujón para despeñarse al lado oscuro de la fuerza, como un jedi vergonzante, me hizo tomar camino para Caracolicito otra vez. Intentaba decirme que la idea en sí misma era una necedad, que mi presencia no resolvía nada, pero una mosca me bailaba en la barriga. Imaginé que si no lo veía muerto, si no verificaba que lo metieran en la bóveda familiar y lo tapiaran con bloques de concreto, seguiría temiendo que cualquier noche llegara borracho en su caballo rojo, tácate tacatá, a tumbarme de la cama, a romperme las costillas a palos, a perseguirme con el machete chambelón afilado hasta las cachas. Entonces conseguí un tiquete para el primer vuelo de la mañana hacia Santa Marta, desde donde pensaba seguir dos horas por carretera hasta Caracolicito. Mientras esperaba la hora de salida, al viejo lo remitieron de urgencia hacia acá, a Valledupar, y eso me cambió el itinerario. Ahora debía hacer la ruta Bogotá-Santa Marta en avión y Santa Marta-Valledupar en autobús intermunicipal. La terminal aérea estaba casi desolada, con un aire triste de navidad. Algunos viajeros arrastraban sus corotos embalados en maletas que dejaban rayones en el piso recién encerado. Yo traía un morral con ropa para quince días, incluidas un par de camisas negras. Fui pasando por los puestos de control sin inmutarme ante las diversas órdenes de los agentes de seguridad. Que se saque la correa, me la quito; que pase por aquí, por ahí paso; que enseñe lo que lleva, lo enseño; que una requisa y yo que me dejo manosear sin objeciones. ¡Sírvase a su gusto, señor! Así, superando controles llego a la zona de espera. El vuelo fue retrasado una hora. Dos filas adelante, una pareja: ella colombiana, él argentino, con un niño que habla sin descanso. Cuando crezca quiero ser como Spiderman que dispara telarañas con las manos. Se sube a una silla, salta, rueda por la alfombra. Un morocho que viste una camiseta de las Hoyas de Georgetown, al fondo, contra la ventana, está embebido en un reguetón que se escapa a cuentagotas de los audífonos. En la disco bien arisco... ¿O mejor como Wolverine que tiene garras de adamantio?... ¡Con ropa haciendo el amor!... Voy hasta un puesto de café y compro uno bien cargado con un pastel de pollo. Como en el pasillo. Una cosa en cada mano. Vuelvo a la sala, saco una edición de la Carta al padre y otros escritos de Kafka y adelanto varias páginas de un tirón. No traigo el libro por azar. Lo escogí a propósito para que me acompañe en este tránsito. Es una edición de Alianza en la que, contrario a mi costumbre, he subrayado varios pasajes. Releo: Tú estabas dotado para mí de eso tan enigmático que poseen los tiranos, cuyo derecho está basado en la propia persona, no en el pensamiento. Yo sé lo que sentiste, querido Franz. Los relojes caminan a paso de koala. La sala se va llenando de gente. Me hago cada vez más anónimo. Embarco en el avión sin prisas, me instalo en un puesto junto a la ventana y me dispongo a elevarme. A mi lado, un par de guajiras de una edad incierta. Un par de sillas más atrás el niño sigue hablando de superhéroes. No creo que les rece oraciones antes de acostarse. En pleno vuelo, con el vértigo pellizcándome la espalda, la cara contra el vidrio, me voy perdiendo en una profundidad sin horizonte, hasta que tengo la sensación de flotar sobre la nada. El mundo ha desaparecido. Solo quedan cirros de algodón que semejan una de esas visiones del cielo construidas por el cine, donde todo es de un blanco insoportable: las paredes, las cortinas, el minibar. Si un ángel se asomara con su cítara por la ventanilla no mostraría la menor sorpresa. Imagino un instante que estoy en la antesala de la eternidad, que por algún motivo he llegado en reemplazo de mi padre a un lugar que siempre quedaba muy arriba. Más arriba del azul de las cordilleras de Tierra Nueva. Pienso que allá abajo un niño mira hacia este pájaro de acero y conjetura cómo será ir volando tan alto. Me veo, con el cuello tensionado y la mano sobre la frente, embelesado en esos jumbos que dejaban un chorro de humo cuando pasaban sobre nuestra casita de la piedra de los chulos. Ha transcurrido una vida desde entonces. Me pregunto en cuánto tiempo asumiría la fatalidad si este bicho náutico se cayera, si es que eso no ha pasado todavía. Seguramente, en menos tiempo del que llevo pensando en la muerte de mi padre. Su desaparición concreta del mundo se me hace una experiencia intraducible. Vuelo a su encuentro, por entre un enjambre de nubes y palabras, tal vez con la idea de que los ojos asimilan mejor lo que el pensamiento reprime. Lo vi en la unidad de cuidados intensivos del hospital departamental, pero sigo con la sensación del vacío en el estómago, como si un parásito me fuera devorando con parsimonia. Imagino un xenomorfo que me come mordisco a mordisco. Lento, más leento, muy leeeento. Algo mío se muere con mi padre y no sé si es la rabia que tanto tiempo y tan bien he cultivado. Debe ser por eso que velo mis armas para que la muerte no me sorprenda la espalda, mientras el reloj del teléfono celular me dice que son las siete de la mañana de este viernes decembrino y preciso un mínimo de aire.

Amanece a pesar de todo. Amanece que no es poco.

Si le interesa leer más de Cultura, le sugerimos Historia de la literatura: “El conde Lucanor”

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Sinopsis del libro: Rodolfo viaja de Bogotá a Valledupar para acompañar a su familia en los últimos días de agonía de su padre. El viaje significa un reencuentro con su madre y las mujeres de la familia, con su propia infancia; pero también un duro ajuste de cuentas con el padre, con la cultura Caribe y con el vallenato.

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Comentarios de escritores sobre El último duelo del hombre pez

John Jairo Junieles: “Si James Joyce hubiera nacido en el Caribe, es probable que hubiera escrito algo muy parecido al torrente verbal de esta novela. El último duelo del hombre pez, es una novela mundana, escrita sin licencia de Dios y los hombres, un prodigio de la imaginación Caribe, es decir, universal; y una auténtica gesta verbal, que posee las virtudes alucinatorias de las obras que sobreviven al paso del tiempo. Rodolfo Celis, con malicia vital y recursos creativos, consigue que confluyan lo cotidiano con lo trascendente, haciéndonos recordar -por momentos- el espíritu picaresco y solemne de Carlos Monsiváis, quien decía, entre muchas cosas: “Si nadie te garantiza el mañana, el hoy se vuelve inmenso”. Esta novela, en conclusión, es una hermosa aventura del lenguaje y la imaginación”.

Alejandra Jaramillo: “Un viaje a la raíz. El lugar exacto del surgimiento del odio. Esta estupenda novela narra la búsqueda angustiosa y mordaz de la ley del padre, de su acuciante estar y no estar, de esa presencia nunca gratificante ni amorosa del padre. Un recorrido magnífico por el Valle, el vallenato, el calor, la infancia, el pasado”.

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Perfil de Rodolfo Celis, autor del libro

Profesional en Estudios Literarios y Magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia. Fundador de la revista literaria Surgente, Letras informales. Ganador del I Concurso de Crónica, Departamento del Cesar (2020); del Concurso Nacional de Crónica, Universidad Externado (2017) y del Premio Distrital de Crónica, Ciudad de Bogotá (2014). Finalista del Concurso de Cuento Departamental del Cesar (2018 y 2019) y del Concurso Nacional de Crónica y Testimonio Universidad Central (2017). Publicó el poemario Memomía (2011) y una ristra de textos sueltos en revistas, libros colectivos, periódicos y el blog Gusano de guayaba. El año 2019 dirigió el documental Osotros con la Cinemateca Distrital. Ha sido editor independiente, promotor de lectura, gestor de proyectos culturales, jurado de concursos y cineclubista. Desde el año 2013 ha dirigido talleres de escrituras creativas con la Gerencia de Literatura del Instituto Distrital de las Artes, Idartes, la Alcaldía Local de Usme y la Red de Bibliotecas Públicas de Bogotá, Biblored.

Por Rodolfo Celis

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