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El año pasado se cumplió el sesquicentenario del natalicio, en 1867, de Julio Flórez, el poeta más querido por el pueblo colombiano. Pero, ¿acaso llegó a ser él también, al menos en su época y para algunos círculos sociales, políticos, intelectuales y religiosos, uno de los más odiados? ¿Qué hay, pues, en sus versos, para haber provocado tanto amor y odio al mismo tiempo? ¿Y qué hizo en su vida, aquella que para muchos continúa siendo un misterio?
Con tales interrogantes, repetidos aún hoy entre sus fieles admiradores (fans, en la jerga juvenil de moda) y sus apasionados detractores, emprendimos rumbo hacia la casa de uno de sus descendientes: Gloria Serpa Flórez de Kolbe, quien durante tres largos lustros se dedicó a investigar todo lo referente a su famoso tío abuelo para escribir la más completa y autorizada de sus biografías, obra que es de obligada referencia entre los especialistas.
Salimos, pues, en busca del poeta. ¡Y vaya uno a saber si lograríamos encontrarlo!
Recuerdos de la abuela
Su actual apartamento, aunque sea moderno y esté situado en un exclusivo sector al norte de Bogotá, posee las características propias de la típica casa de los abuelos: muebles antiguos, fotos del pasado sobre las paredes, recuerdos y más recuerdos en las vitrinas, en la biblioteca, frente al comedor y en la sala, por las habitaciones…
Así debió ser, con seguridad, la casa de sus abuelos cuando ella -“Doña Gloria”, según le dicen incluso en la Academia Colombiana de la Lengua, donde es miembro de número- iba en la infancia a visitar, en pleno centro de la capital del país (por la calle 22 con la carrera 13), a su abuela materna, Julia Fernández de Flórez.
De esa abuela, a propósito, Gloria conserva en la memoria una imagen que ahora, a sus 86 años, revive con extraña insistencia: cuando la anciana, en forma milagrosa, lograba alcanzar encima de la alta alacena una cajita llena de galletas para sus nietos, quienes disfrutaban, felices y admirados, tan delicioso manjar, “como recién salido del horno”.
A su abuelo Alejandro Flórez, en cambio, no lo conoció. “Porque murió muy joven”, explica mientras comienza a hablar, emocionada, sobre él, “hermano entrañable del poeta” según ella misma lo describe en la citada biografía que de vez en cuando toma entre sus manos para consultar fechas, nombres y lugares que tienden a borrarse.
Julio y Alejandro eran inseparables. Lo fueron desde niños, especialmente cuando a su papá (médico respetable, quien fue presidente del estado soberano de Boyacá) lo nombraron rector del Colegio Oficial de Vélez en Santander, adonde los dos llegaron, tras dejar a su natal Chiquinquirá, para adelantar estudios secundarios, caracterizados desde entonces por “la enseñanza laica que proponían las doctrinas liberales”.
En su adolescencia, además, permanecieron juntos en Bogotá, donde su padre se trasladó al ser elegido representante a la Cámara, más aún cuando a Alejandro le dieron una beca en la recién creada Escuela de Ingeniería Civil y Militar de la Nación, de la que se graduó con honores como capitán mayor e ingeniero en su doble condición, civil y militar.
Los dos, en fin, compartieron momentos felices, unidos con amor fraternal, pero fue acaso el dolor, la tragedia, lo que más los unió. En efecto, cuando Alejandro era cadete y Julio escribía sus primeros versos, enfrentaron una terrible desgracia que les rompió el alma: la muerte violenta de uno de sus hermanos, Leonidas, quien resultó herido durante un mitin en la Plaza de Bolívar.
Alejandro fue precisamente quien lo levantó del suelo, ensangrentado, para llevarlo hasta su casa, donde poco después falleció, cuando Leonidas solo tenía 24 años de edad. Así se truncaba la brillante carrera del joven abogado, egresado de la Universidad Nacional, que también era escritor, político y brillante orador, de lo cual había dejado constancia en su paso, como parlamentario, por el Congreso de la República.
El destino trágico de la familia Flórez empezaba a manifestarse.
La muerte de Alejandro
Para entender lo que vino después, hay que volver la mirada hacia los abuelos de Gloria: Alejandro Flórez y Julia Fernández, quienes se habían conocido en Chiquinquirá, donde él se encargó de atraerla y seducirla con románticas serenatas, en las que interpretaba canciones de su autoría: “Si acaso escuchas mi voz, / Julia de mi alma, / ¡despierta por Dios!”.
Era, por tanto, escritor y poeta, músico y romántico, según salta a la vista. Y claro, los encuentros de amigos se transformaron con el tiempo en una relación de pareja, marcada por el amor, para mayor satisfacción de sus familias, cuyas casas eran vecinas en la Plaza de la Constitución donde en tiempos coloniales tuvo lugar, en una pequeña capilla, el milagro de la renovación de la Virgen María.
La tragedia, sin embargo, no tardó en llegar. Al respecto, citemos las palabras de un hermano de Gloria, consignadas en el libro.
Cierto día, mientras Alejandro departía con varios amigos, “un señorito de las altas esferas capitalinas se atrevió a faltar al respeto a su amada (Julia)”, sin mencionar exactamente en qué términos. Cabe suponer, no obstante, que los insultos en cuestión eran y son irrepetibles.
“Flórez reaccionó como hombre” y, “a su demanda de explicaciones, el otro respondió con sarcasmo”, ante lo cual “el poeta (Alejandro) escupió el rostro vil que así ofendía a su amor”.
De inmediato, “los sicarios lo redujeron a la impotencia sujetándole las manos, lo que aprovechó el ofensor para derribarlo de un puñetazo”.
“Desde tierra, vejado, humillado, agraviado -añade la crónica familiar, escrita con emoción-, Flórez dio, como león herido, el último zarpazo: de un certero disparo privó de la vida a quien así lo ofendía”.
“Era el 27 de noviembre de 1891”, precisa el cronista.
A continuación, vino el proceso judicial, donde “la elocuencia del poeta desbarató las calumnias que le habían levantado” y, “aunque los jueces de conciencia lo absolvieron”, fue condenado porque, dado el sectarismo de la época, “había que acabar con los liberales”.
En consecuencia, Alejandro terminó pagando su pena en la cárcel, en cuya capilla, con la debida autorización oficial, pudo casarse con su amada Julia, de quien se despidió definitivamente a la temprana edad de 35 años, el 13 de febrero de 1901, mientras le murmuraba al oído sus últimas palabras: “¡Bésame! ¡Bésame!”.
“De la corta unión hubo tres hijos, uno de los cuales fue mi madre”, declara Gloria, presa de dolor.
Al encuentro del poeta
Cuando Gloria era niña, las reuniones familiares tenían dos temas centrales: sobre salud, porque su papá era médico, y sobre literatura, por su mamá, hija -recordemos- de Alejandro Flórez y, por tanto, sobrina de Julio Flórez, quien se fue convirtiendo así en un ícono para todos, a quien se referían con cariño, respeto y admiración, mientras recitaban sus poemas:
“Algo se muere en mí todos los días. / La hora que se aleja me arrebata / del tiempo, en la insonora catarata, / salud, amor, ensueños y alegrías.
Al evocar las ilusiones mías, / pienso: Yo no soy yo. ¿Por qué, insensata, / la vida misma con su soplo mata / mi antiguo ser, tras lentas agonías?
Soy un esclavo ante mis propios ojos, / un nuevo soñador, un peregrino / que ayer pisaba flores, y hoy, abrojos.
Y a cada instante es tal mi desconcierto / que, ante mi muerte próxima, imagino / que muchas veces en la vida he muerto.”
Pero, a ella poco le gustaba la poesía, sentimiento de rechazo o indiferencia que se prolongó hasta la juventud porque -afirma con esa voz de niña que conserva a pesar de su avanzada edad- no la entendía mucho que digamos (como si los versos pudieran entenderse) y hasta por momentos le parecía ridícula, cómica, más bien motivo de risa.
“Eso es común entre los jóvenes”, añade, a modo de disculpa.
La atracción por el bardo, sin embargo, era inevitable. Al fin y al cabo en aquellos años, a mediados del siglo pasado, la fama de su tío abuelo no dejaba de crecer como espuma y, aunque él había fallecido en 1923, seguía siendo el poeta más popular y querido especialmente por las gentes humildes, sencillas, pobres, que repetían de memoria sus versos e interpretaban sus canciones, como la muy discutida “Flores negras” que para los colombianos ha sido como un himno nacional: “Oye: Bajo las ruinas de mis pasiones, / en el fondo de esta alma que ya no alegras, / entre polvo de ensueños y de ilusiones, / brotan entumecidas mis flores negras…”.
De ahí que, con el paso del tiempo, Gloria no pudo menos que sucumbir ante los encantos de “Julio” (según lo llama con familiaridad). Y fue así como empezó a leer, con pasión, su obra literaria, consciente de ser ella precisamente, por el cercano parentesco que los unía, la persona indicada para realizar ese trabajo, ahondar en su vida (tan llena de sombras) y explorar su universo poético, descubriendo aquí y allá los valores tanto humanos como estéticos, artísticos, que ni sus peores enemigos podían negarle o desconocer.
Más aún, por eso decidió estudiar Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes, donde llegó a recibir su primera clase cuando acababa de dejar a su hijo pequeño -quinto y último de su primer matrimonio- en las puertas de la escuela.
Su propósito era, entonces, obvio: dedicarse a la literatura, no tanto a las cuestiones filosóficas, y en especial a la vida y obra de Julio Flórez, más aún cuando empezó a descubrir su amor por el lenguaje, por las palabras y por el arte en general, heredado también de su madre y, por ende, del gran poeta chiquinquireño (cuya casa natal, con el tiempo, se fue convirtiendo en sitio de peregrinación, similar al de la imponente basílica con su Virgen milagrosa).
De este modo fue surgiendo, poco a poco, su extensa biografía, cuyo título estaría precedido, en forma inseparable, por el principio de uno de los más famosos versos de la poesía colombiana: Todo nos llega tarde…, ¡hasta la muerte!.
El poeta más popular
Para esta sobrina nieta con sus más de ochenta años encima, Julio Flórez fue ante todo un poeta popular. Incluso asegura que lo fue, con mayor razón, por ser romántico a carta cabal, de pies a cabeza, en el pleno sentido de la expresión, como entonces lo eran las mayorías populares, fueran niños, jóvenes o viejos.
Pero, fue también popular -agrega- por su poesía social, de la que tampoco estaban excluidas, ni mucho menos, las cuestiones políticas, partidistas, como digno representante del liberalismo radical del siglo XIX, legado recibido de su padre, Policarpo María Flórez, y compartido con sus hermanos, habiendo llegado a pagar por ello en la cárcel (Alejandro y él mismo) o con la vida (Leonidas).
De otra parte, la enorme popularidad de que gozó “Julio” durante su vida se debe -explica- a que su lenguaje les llegaba con facilidad a los sectores populares, en particular a los estratos bajos de la población azotados por la pobreza, quienes se conmovían con sus estrofas hasta lo más profundo del alma.
Y aún cuando él abordaba complejos temas filosóficos (la vida y la muerte, Dios y el amor, la soledad y el olvido…), las personas más humildes los comprendían, haciéndolos suyos e identificándose con su autor, por pesimista que fuera:
“A veces melancólico me hundo / en mis noches de espantos y miserias, / y caigo en un silencio tan profundo / que escucho hasta el latir de mis arterias.
Más aún: oigo el paso de la vida / por la sorda caverna de mi cráneo / como un rumor de arroyo sin salida, / como un rumor de río subterráneo.
Entonces, presa de pavor y yerto / como un cadáver, mudo y pensativo, / en mi abstracción, a descifrar no acierto /
si es que dormido estoy o estoy despierto, / si un muerto soy que sueña que está vivo, / o un vivo soy que sueña que está muerto.”
Su popularidad fue total, absoluta, como ningún otro poeta colombiano la ha tenido, pues nadie ha logrado conmover en esa forma, hasta el llanto, a quienes lo escuchaban.
Eso pasaba acá, en nuestro país, pero también en el exterior y, de manera especial, en lo que sucedió durante su histórica gira por Centroamérica, donde en cada estación del tren que lo llevaba se convertía en una multitudinaria recepción que al verlo estallaba de júbilo, en medio de aplausos, al tiempo que lo alzaban en hombros, como un torero triunfante después de su apoteósica faena, doblegando a la muerte.
Fue lo que sucedió primero en Venezuela, donde arrancó su periplo en 1905, y se extendió por Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Honduras, Costa Rica, Cuba y México, a lo largo de dos años que fueron de ensueño. “¡Eso fue maravilloso!”, comenta Gloria, como si reviviera esos momentos que tantas veces han cruzado por su memoria.
De hecho, ni siquiera España se libró de tan grata acogida cuando él, en septiembre de 1907, asumió funciones diplomáticas como segundo secretario de la embajada de Colombia. En efecto, allí, en la Madre Patria, ya conocían su obra; lo recibieron con honores, para darle la bienvenida, nada menos que en El Ateneo de Madrid, y se codeó con lo más granado de la literatura hispana y latinoamericana (desde Darío y Amado Nervo hasta Valle-Inclán y Antonio Machado, pasando por José Santos Chocano y Vargas Vila) en aquellas tertulias donde -en palabras de Francisco Villaespesa- “Julio Flórez nos hacía soñar con el alma dolida y triste de su tierra colombiana, cantando al piano los bambucos más sentimentales”.
“No, no es Rubén el poeta de América”, comentaría alguien después de escucharlo.
La coronación
A su regreso al país, la popularidad del poeta se acrecentó con sus recitales públicos en diferentes ciudades donde era aclamado como un ídolo, en medio de aplausos, gritos de alborozo y no pocas lágrimas de los asistentes, conmovidos por sus versos, su voz ensoñadora, su figura romántica y su representación teatral, dramática, que nunca olvidarían.
Él prefirió luego, sin embargo, refugiarse en un perdido municipio de la costa Caribe, en Usiacurí, cerca de Barranquilla, por sus aguas medicinales que tanto bien le harían para su salud que empezaba a flaquear, cuando no por huirle a la ciudad, al bullicio y, en especial, al pesado ambiente literario que ahora no soportaba, alejado de la bohemia y desengañado por múltiples motivos como el canibalismo intelectual y la persecución política y religiosa de que fue víctima durante tanto tiempo.
Sus años de estancia definitiva en Usiacurí, desde 1910 hasta su muerte, fueron felices al lado de quien sería finalmente su esposa, Petrona Moreno, y de sus cinco niños, en medio de la naturaleza (a la que cantara bellamente en sus últimos poemas) y de la admiración general, sobre todo de las gentes de ese pueblo y de La Arenosa, donde surgió la idea de rendirle un homenaje nacional, como el que se merecía con mayor razón en sus postreros días de vida, cuando fue víctima al parecer de un doloroso y terrible cáncer en la cara.
Al respecto, Gloria reconstruye en la biografía, paso a paso, los detalles de la coronación de su tío abuelo como Poeta Nacional, propuesta en un principio por el gobernador del departamento del Atlántico al presidente Pedro Nel Ospina, quien la acogió de inmediato “con el mayor interés” según dijo en su carta de respuesta, si bien sus detractores la interpretaron como una hábil “jugada política para congraciarse con los liberales” (Julio Flórez era liberal radical, recordemos).
Y aunque muchos deseaban que la ceremonia tuviese lugar en Bogotá, no fue posible por su grave estado de salud, al borde de la muerte; se decidió, por tanto, hacerla en Barranquilla, pero al final, de nuevo por razones médicas, no hubo otra salida que dejarlo en Usiacurí y rendirle el sentido homenaje “en su retiro de la montaña -señalaba una nota periodística-, en su lecho de dolor, en la casita humilde donde ha sufrido y ha gozado tanto”.
“Llegan a mí las voces de un canto alborozado. /Te aclaman, no sonríes. Te cercan y estás solo / -como un ciprés en medio de un islote olvidado”, le escribió Guillermo Valencia al disculparse, igual que muchos otros, por no poder asistir al solemne acto, donde concurrieron miles de personas como no se había visto antes, ni se vería después, en la tranquila aldea.
Ese día, 14 de enero de 1923, el desfile multitudinario atravesó el poblado, sus calles polvorientas, con más de un centenar de vehículos, ocupados por altos funcionarios públicos, escritores y amigos; bellas jóvenes portaban guirnaldas y regalos; destacadas autoridades nacionales, departamentales y locales presidían la lenta marcha, animada por los ritmos musicales de la banda municipal, y detrás, con devoción, iban las gentes del pueblo, de su pueblo, que desde tiempo atrás lo habían proclamado como el primer poeta popular de Colombia, anticipando la coronación que allí tendría lugar.
En su habitación, “casi agonizante”, después de levantarse con dificultad para tomar su silla, declaró: “¡Ay, qué cara me cuesta la coronación!”, chispazo digno de sus agitadas tertulias santafereñas de antes en “La Gruta Simbólica”, resistiéndose así a perder su buen humor a pesar del dolor y acaso la vergüenza por su rostro desfigurado que muchos pudieron apreciar, con tristeza, cuando llegaron a felicitarlo.
Al recibir la corona de laurel, se entonó el Himno Nacional y se oyeron de nuevo, en las voces de tres amigos intelectuales (Lino Torregroza, Jorge Mateus y Leopoldo de la Rosa), sus más conocidos poemas que algunos repetían entre dientes, sabiéndolos de memoria.
“Después de largas horas, alzaron la silla del poeta ya extenuado y lo depositaron de nuevo en su lecho de agonía”, concluye Gloria al cerrar este capítulo.
Del odio y otros demonios
Pero, ¿por qué -según decíamos al principio- Julio Flórez fue también el poeta más odiado, a pesar de ser paradójicamente el más querido por los colombianos? Una cosa tiene que ver con la otra: tanto amor, tanto éxito, no podía sino provocar envidia, algo habitual, por desgracia, en los círculos intelectuales, donde la competencia es a muerte, contrario a lo que cabe esperar de los hombres de letras, consagrados a la cultura.
Y claro, las críticas le llovieron desde un comienzo, sobre todo por el tono pesimista de sus versos, que lo acercaban al mundo escabroso de “los poetas malditos”, más aún cuando cayó en la bohemia, con actitudes escandalosas y comportamientos indebidos, como irse a los cementerios para cantar a los muertos o, mejor, a la muerte, uno de sus principales temas de inspiración.
Lo atacaban, asimismo, por no sumarse a las corrientes modernistas, por aferrarse al romanticismo que las vanguardias literarias empezaban a considerar superado, pasado de moda, y por su lenguaje sencillo, elemental, al alcance de las mayorías populares, cuando recién se abría paso la poesía moderna, hermética, de uso exclusivo para grupos cerrados, de alto nivel intelectual (o que al menos presumían de serlo).
Lo odiaban igualmente por razones políticas, por ser liberal en una época donde el sectarismo reinaba a sus anchas; porque hacía sentir con pasión ese espíritu progresista, “de izquierda”, en sus versos de crítica social devastadora, y porque se atrevía a cuestionar, como ciudadano y como poeta, a los gobiernos conservadores y aun a los de su partido cuando eran más godos que sus rivales (el de Rafael Núñez, en primer término).
El odio, por último, se extendió a las esferas religiosas, a las jerarquías eclesiásticas, quienes no le perdonaban aquel liberalismo a ultranza, sin límites, ni mucho menos sus poemas blasfemos que osaban enjuiciar a Dios por las injusticias sociales mientras denigraban de la Iglesia por su intervención en la educación y la política, ni la leyenda negra que se fue creando en torno a su presunta necrofilia, la cual aterrorizaba a devotos cristianos, quienes se persignaban al escuchar su nombre.
Todo ello, además, condujo a que el poeta estuviera en prisión por varios días; que su cómoda vida diplomática fuera -en palabras de Gloria- un destierro para ser silenciado por el gobierno de turno; que estuviera a punto, por qué no, de ser excomulgado, y que los insultos en su contra se lanzaran en sus presentaciones y en su coronación, cuando una señora gritó a todo pecho: “¡Será coronado en la tierra, no en el cielo!”.
Él hizo méritos, claro está, para generar tal rechazo. Así, la composición “¡Oh, poetas!”, que no pudo leer en el Teatro Colón por presiones oficiales, era una violenta arremetida contra el gobierno de Caro, a quien tildaba de déspota, cegado por la traición y el crimen: “Que a nuestra voz desciendan / de lo alto, los míseros reptiles: / todos, todos los déspotas del mundo; / todos, todos los Judas y Caínes”.
De otra parte, en “Al Chacal de mi patria”, un poema de varios sonetos, se fue lanza en ristre contra el ministro de Guerra (de Defensa, decimos hoy) que lo mandó a la cárcel, dedicándole versos lapidarios como estos: “Lástima que mi prosa a ti descienda / y tenga que azotar mis desnudeces… / Carnicero sin Dios y sin enmienda… / El mal que has hecho / renace cada día en todo pecho… / Yo, un vencido, incorpórome en el suelo / para escupirte las sangrientas fauces”.
Y en cuanto a sus poemas blasfemos, baste recordar sus críticas a la Iglesia por condenar el suicidio de José Asunción Silva, su gran amigo a quien declara, para despedirse: “Bien hiciste en matarte: sirve de abono / y a la tierra fecunda. Si no hay clemencia / para ti, nada importa: ¡Yo te perdono!”.
O esta estrofa, donde la conclusión escandaliza: “Si marcho por mis culpas a destajo / y si voy siempre del pecado en pos, / Dios podrá perdonarme. Yo, carajo, / ¡yo nunca puedo perdonar a Dios!”, que parece responder a su angustia existencial, como después dirían los filósofos sartreanos: “Tú, que sacas a los muertos de las fosas, / oye, Señor, mi ruego y no te irrites: / Odio esta vida estúpida y tediosa; / cuando me muera, ¡no me resucites!”.
El odio, en síntesis, fue consecuencia lógica de sus actos. Había cosechado lo que sembró.
Conversión y muerte
Al final, ad portas de la muerte, Julio Flórez se convirtió a la religión católica. He ahí la última etapa de su existencia, que también lo es en el libro de su sobrina nieta, Gloria Serpa Flórez de Kolbe, cuya biografía se cierra precisamente con dicho pasaje, del cual señalaremos a continuación sus apartes más significativos. Veamos.
Recordemos, sí, que él fue bautizado en su pueblo natal, Chiquinquirá, cuya Virgen milagrosa fue declarada Reina y Patrona de Colombia por el gobierno nacional. La religiosidad, por tanto, lo marcó en su infancia, hasta haber recibido el sacramento de la confirmación, cuando llegó a confesarse y comulgar. Además, a la muerte de su madre hizo la promesa de ir a misa cada domingo, que cumplió a cabalidad durante varios años.
Luego se alejó de la fe -dice Gloria- “por su ideología política y sus excesos románticos”, siendo ésta causa fundamental, según acabamos de anotar, del odio o rechazo que generó entre diversos sectores políticos, eclesiásticos y sociales, quienes lo acusaban ciertamente de ateo, apóstata, blasfemo y hasta necrófilo.
El poeta, por su lado, mantuvo hasta lo último, a través de su intensa vida intelectual, esas actitudes en contra de la religión y la Iglesia, tanto que su relación con Petrona fue totalmente libre, sin ataduras sociales ni legales, por fuera del matrimonio, hecho que no importó siquiera cuando tuvieron sus hijos, a pesar del repudio colectivo, usual en tales casos para aquella época.
Pero, las cosas empezaron a cambiar por la intervención, en primer lugar, del obispo de Tunja, monseñor Maldonado, y luego, que fue más determinante todavía, por la del padre Casalins, cura de Baranoa, quien gracias a su interés por la literatura logró llevarlo poco a poco al plano espiritual, del que Flórez a lo mejor nunca había salido.
De hecho, la necesidad de casarse lo obligó en cierta forma a ceder desde un principio. Al fin y al cabo el deterioro de su salud era creciente y debía resolver asuntos económicos de su familia para cuando él no estuviera, pues el concordato suscrito por nuestro país con la Santa Sede dejaba sus escasas propiedades a la deriva, sin derecho a herencia por esa “unión ilegítima”. Por ende, no tuvo otra salida que casarse para salir del problema.
Días después, y cuando se acercaba la fecha de la coronación, el cura arremetió de nuevo, esta vez para que en tan solemne acto sus hijos fueran bautizados, como en efecto sucedió el 14 de enero, y al día siguiente, consciente de la angustia generalizada porque él muriera impenitente, le pidió a Dios, en especial al Sagrado Corazón de Jesús, que ello no ocurriera.
El 16 de enero les llevó de regalo a los niños efigies de Bolívar (a quien tanto admiraba su padre) y libritos sobre el Corazón de Jesús, circunstancias que aprovechó para insistirle que debía confesarse, recurriendo con seguridad a argumentos teológicos, a su honda sensibilidad y a la maravilla de la creación que él tanto venía exaltando en sus poemas postreros.
“Padre, yo a usted no le contrarío”, dijo Flórez. Y se confesó.
Faltaba entonces, manifestó el cura, darle la sagrada comunión, para lo cual se declaró dispuesto a realizar allí, cuanto antes, una misa en su casa, en su habitación, donde podría entronizarse la imagen del Corazón de Jesús, como muestra de gratitud por el milagro realizado. Una vez más, él asintió a su propuesta.
El sacerdote, sin embargo, debió regresar antes de lo previsto al ser llamado de urgencia por la gravedad extrema del poeta, quien le pidió una segunda confesión (presenciada, desde lejos, por el gobernador del departamento y el notario del pueblo, entre otras personas), tras la cual se le administró igualmente el sacramento de la extremaunción, dado solo a los moribundos.
El 19 de enero tuvo lugar la ceremonia eucarística, presidida por el cuadro del Corazón de Jesús (¡donado por la señora que reclamara, a gritos, la coronación de Flórez en el cielo, no solo en la tierra!), que Flórez besó en la cama antes de colgarlo en la pared, donde ha permanecido desde entonces. Con recogimiento, Julio, Petrona y sus hijos recibieron la santa comunión y oraron. El acto fue “emocionante”, concluye Gloria en su conmovedor relato.
“¡Oh! ¡Qué grande es el universo!”, serían las últimas palabras del poeta cuando falleció días después, el 7 de febrero de 1923, a tres meses de cumplir los 56 años de edad.
Epílogo
Ahora preguntemos, al término del recorrido: ¿Sí encontramos al poeta que vinimos a buscar? ¿Y descubrimos por qué él, Julio Flórez, ha sido el más querido de nuestros poetas, pero también el más odiado? Ustedes dirán.
Por lo pronto, tirios y troyanos, admiradores y críticos de su obra, tendrán que coincidir en admitir la permanencia de su nombre a través del tiempo, tanto que en 2017 se celebraron, con bombos y platillos, 1509 años de su nacimiento, como fue el homenaje que le rindieron las academias nacionales de la Lengua y de Historia, de manera conjunta, en su natal Chiquinquirá.
Gloria, por desgracia, no pudo asistir a dicho acto, no solo como miembro de número en la Academia Colombiana sino, sobre todo, por los lazos de sangre que lo unen a su tío abuelo, quien estaría más que agradecido y orgulloso de esta sobrina nieta que resultó ser su mejor biógrafo, quien no se cansa, a sus 86 años, de seguirle los pasos.
“No dejo de investigar sobre nuestra familia para conocer más a Julio Flórez”, sentencia tras destacar, como especialista, los invaluables aportes en tal sentido de la genealogía.
Y se pasea con lentitud por su biblioteca, donde nos muestra, con satisfacción, sus álbumes de viejas fotografías, sus numerosos ensayos y artículos periodísticos, sus novelas “Ojo de pescado” y “Amor en la sombra” (“que tiene como protagonista a Julio”, aclara), sus libros de relatos y su “Gran reportaje a Eduardo Carranza”, publicado en dos gruesos volúmenes.
Misión cumplida, cabe concluir.
(*) Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua