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La vida literaria comienza en casa, como bien lo sabía Gabriel García Márquez cuando escribió las primeras palabras de El coronel no tiene quien le escriba: “El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita”. Si este viejo en espera de su pensión no tenía con qué comprar más café, imaginemos si además le hubieran puesto IVA. Menos mal no le ponía azúcar.
Sin café no se podrían soportar las largas horas de escritura. Es la más sana compañía para el demorado acto de pensar. No solo es el empujón inicial, sino la extensión de ese estímulo. El escritor T. S. Eliot dijo: “He medido mi vida en cucharadas de café”. Muchos no escribimos en “horas de oficina”, porque esas son las horas de hacer cualquier otro trabajo que sí traiga dinero. Entonces toca robarle horas a la noche o a la madrugada, lo que sería prácticamente imposible sin cafeína. El café también es memoria y sin memoria no habría relato. Rubén Darío decía que en una taza de café venían tantos poemas como en una taza de tinta. Sin esa taza de tinto, más que de alcohol, tal vez ni Bukowski, ni Hemingway, ni Capote, ni García Márquez, ni Twain, ni Flaubert, ni Stein, ni Voltaire, ni Balzac habrían terminado sus obras. Todos tienen frases sobre lo indispensable que fue el café en su escritura.
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Además, está la importancia del café para que existan las librerías. A veces no se puede vivir solo de vender libros, sino que toca acudir a la venta de un cafecito con ponqué para que haya un movimiento de caja. Recordemos los cafés literarios, esos en París, Madrid y Bogotá, donde se juntaban los intelectuales a intercambiar lecturas, opiniones y manuscritos. No se reunían en los parques, ni en una casa cualquiera. Era infaltable el café humeante para alargar las horas sin gastar demasiado dinero en esas reuniones: no solo por lo barato del café sino porque el arte nunca ha dejado plata para más. Hoy en día los cafés son para algunos el único refugio donde pueden llevar su lápiz o su portátil y escribir al menos un par de horas. El café es a la vez un tiempo y un espacio paralelo en nuestra vida.
Que sí, que nadie niega la importancia del café, dirán. Pero no es “un bien esencial para la alimentación de las personas”, según el Gobierno del país cuyo café es uno de los más famosos del mundo. El café alimenta porque da energía y buen ánimo. Un alimento también se refiere a las pasiones del alma. Además, este alimento es uno de los mayores responsables de que sigamos socializando, aún en estos tiempos. Dice el diccionario que un alimento es una “cosa que sirve para mantener la existencia de algo que, como el fuego, necesita de pábulo”. Pues yo necesito café para seguir escribiendo y necesito seguir escribiendo para poder llenar la nevera de pollo, leche, huevos… y más café.
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Me enfoco en el oficio del escritor, pero podría extenderme. Pensemos por ejemplo en cuáles son las herramientas principales de un centinela: un termo de café y un buen libro. Es el eterno dilema de por qué los libros tampoco hacen parte de la canasta familiar. Es que no son indispensables, dicen. Claro, podemos vivir sin café y sin letras, pero ¿quién quiere esa vida? Como diría Albert Camus: “¿Debería matarme, o tomarme una taza de café?”.