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“Mi primer proyecto lo escribí a los diez u once años: una historia tipo El señor de los anillos, con hechicería, guerreros, amazonas, seres monstruosos… Buenos muy buenos y malos muy malos, sin aristas. Fue y será, creo, la única vez que compuse cien páginas en muy poco tiempo. El signo del adiós, en cambio, me tomó más de una década, no porque haya pulido la historia obsesivamente sino porque la dejé abandonada durante temporadas largas; me dediqué a vivir, o a lo que creía que era vivir. Por eso es una ópera prima en toda regla: conserva excesos y torpezas de juventud, pero también permite entrever cosas que quizá más adelante… Es una realidad, pero también una promesa. Habrá que ver si la cumplo. (…) Diferencia que había olvidado: la primera experiencia fue mucho más sensorial. Y es porque escribí esa historia a máquina. Una Olivetti amarilla, de las que tenían tapa con manija para, una vez cerradas, poder cargarlas como maletines. “Portátiles”, pues. La escritura a máquina era menos profiláctica, más física: había que aplicar fuerza para activar las mayúsculas, aguantarte el rasponazo cuando se te iba un dedo por entre las teclas, ajustar los márgenes, darle a la palanquita de las interlíneas, remachar las palabras para obtener negritas. Y el crujido del rodillo, y el olor a tinta, y el sonido de la campanita, y el taca-taca-taca, y las manchas en las yemas. Recuerdo que me gustaba atravesar los dedos en la guía de tipo y tatuarme letras… Las palabras eran, en cierto modo, tangibles, sagradas: los errores de digitación o de elección dolían porque afectaban la presentación de la página, y casi nunca tenías a mano las laminitas correctoras. En fin, todo eso se ha perdido, salvo para unos pocos como Javier Marías, que continúa escribiendo sus libros a máquina. Y cómo escribe... En cuanto a lo que siento… alegría. Y ansiedad”, cuenta Javier Tibaquirá al preguntarle por ese paralelo entre el primer texto que escribió y El signo del adiós, su primera novela. Dos amaneceres diferentes, dos visiones del mundo de una persona que puede seguir siendo la misma en cuanto a recuerdos, pero cambiante en cuanto a un tiempo que nos moldea según su sabiduría.
Es un contraste interesante el de los integrantes del circo y el símbolo que tiene el circo como lugar. Es decir, se siente un aire de marginalidad al interior del escenario. ¿Por qué esa contraposición de símbolos?
Es que es un circo tradicional. O sea, marginal y anacrónico, incluso en la época en que transcurre la historia: el Maché está al borde del precipicio. Lo que quería explorar es cómo un espectáculo así, venido a menos, ancla a sus artistas. Los circos pequeños son, a menudo, negocios familiares; la obstinación y los vínculos de sangre los mantienen rodando. Pero esos vínculos no existen aquí: cada cual tira por su lado, y sin embargo ninguno es capaz de marcharse. Los artistas del Maché no saben a dónde ir. Si se hunden con él no es por lealtad romántica, sino porque no tienen de otra. La marginalidad es su refugio, pero también su condena.
Ahora quiero preguntarle justamente por el circo y por la carga histórica que pueda tener Moretti. ¿Cómo construye ese personaje y cómo le otorga a él toda la historia del circo?
La apariencia física y la actitud ingenua de Moretti se derivan en parte de un señor que conocí en la universidad. Señor, literalmente. Su representación como mago y el mundo circense vinieron luego. Y en realidad en Moretti no recae toda la historia del circo, sólo la época más interesante: la última. Pero sí intenté que la evolución del Maché reflejara de alguna manera el ascenso y el descenso del circo como espectáculo de masas, en especial su variante norteamericana, tan excesiva, tan orgullosa.
En una parte del libro se dice: “para los circos solo existían el hoy y el mañana”. ¿Por qué esa decadencia y por qué ese cambio en la percepción o en el concepto del tiempo?
La frase, la idea, la encontré en una National Geographic de 1931, precisamente cuando el circo dorado norteamericano comenzaba a tambalear. Había superado la primera guerra mundial y la pandemia de 1918, se enfrentaba la Gran Depresión y encima tenía que competir con la radio y el cine. Aun así, el show que se describe en el artículo, el Ringling Bros and Barnum & Bailey, es colosal: gran carpa de tres pistas, cientos de vagones, miles de animales y trabajadores… Los empresarios, que no sufrían de modestia, lo seguían llamando “el espectáculo más grande del mundo” (hay una película de Cecil DeMille con ese título, filmada allí mismo) y se jactaban de visitar un pueblo nuevo cada día, lo que requería una logística de transporte descomunal. El mundo era distinto, claro, pero aquello me pareció absurdo. Por eso en la novela, que ocurre en otra época y en un contexto latinoamericano, le atribuyo la frase a un loco, que además pretende hacer del Maché algo perdurable.
¿Por qué esa presencia de lo mitológico en la historia? ¿Qué otorga, por ejemplo, el símbolo de un personaje llamado Atlas?
Atlas es el forzudo del Maché, y lo bauticé así porque nombres como Hércules o Sansón sonaban trillados, pero también porque quería meter un palíndromo con aspiraciones de cuento (“Salta, Atlas”). No pude, pero el nombre se quedó.
Los artistas de circo son extraordinarios. Admirables, raros cuando menos, pero fuera de lo común en la pista. Como los superhéroes, nos devuelven a un tiempo en que existían los “más que humanos y menos que dioses”, cuando lo mágico era posible. Pero esa es una reflexión posterior, motivada por la pregunta. La verdad es que en la novela hay más referencias a lo legendario, al circo como tal. Algunos nombres, por ejemplo. Medrano es el de un circo francés, Grimaldi es el apellido de un payaso inglés muy famoso en su época… Moretti, el nombre del protagonista, es una combinación de Moreira y Sardetti, personajes de Juan Moreira, adaptación de una novela gauchesca de finales del XIX, considerada una de las precursoras del teatro uruguayo y argentino. Juan Moreira fue muy representada en los circos criollos, que incluían actos circenses y piezas dramáticas. Aún se la representa, y hasta hay una película que dirigió Leonardo Favio en los años setenta. El circo criollo, por cierto, sobrevive. Se pueden encontrar documentales muy bonitos en YouTube. Recomiendo uno de Natalia Espasandín sobre el circo Moriáh.