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“—Un árbol de flores rojas.
—Sí, un árbol.
—¿Te gustó la historia?
—No sé, me dio miedo.
—Ese árbol se llama ceibo. Por acá no hay tantos, pero, cuando vea alguno, te lo muestro. Cerca de la casa de tus abuelos hay un montón.
—¿Cómo que hay muchos?
—Es una leyenda, ya te expliqué lo que es una leyenda.
—¿Entonces la chica no existe?
—Se llama Anahí. A lo mejor ella existió, pero la historia de las flores se cuenta para recordarla, no porque haya pasado de verdad.
—¿Entonces pasó de verdad o no?
—Las dos cosas. Sí y no”.
Termino de leer este fragmento en voz alta. Es una conversación de Juan y su niño Gaspar en Nuestra parte de noche (2019). Le pregunto a Mariana Enríquez por esa escena, por los hechos, por el recuerdo, por la memoria y, claro, por la literatura; así, sin orden, una pregunta nerviosa.
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“Esta novela tiene muchos elementos de pensar en los procesos de construcción de memoria colectiva. Creo que eso tiene que ver con la historia y con la política argentina, y con todos estos años de posdictadura, donde la cuestión de la memoria histórica se convirtió en algo muy importante. Hay una exploración que tiene que ver con la cuestión de la memoria, del nombrar, del recordar a la víctima. Hacer presentes esas ausencias se convirtió en parte de nuestra vida cotidiana de una manera muy constante. Me interesa cómo la memoria es algo en lo que es muy difícil confiar, es una forma de ficción. Uno va construyendo relatos de lo que recuerda y llega un momento, como el de Anahí, en que se convierte en una leyenda y no sabemos si pasó o no. La memoria histórica es necesaria para que ciertas cuestiones no se repitan, pero es un proceso bien complejo”.
Enríquez lee historia y mitología, además de literatura y periodismo. De crítica literaria, muy poco. Cuando era chica comenzó leyendo a Dickens, Brontë y a Austen. Luego de publicar su primera novela, a los 20 años, entró a trabajar como periodista en una redacción mientras estudiaba periodismo en la Universidad Nacional de la Plata. Ha publicado alrededor de diez libros.
¿Qué es lo más difícil de ser escritora en Argentina?
El tiempo. Argentina es un país que tiene muchos problemas económicos y hay algo que uno necesita para escribir y es tiempo para escribir y para leer. Y para comprar ese tiempo, uno tiene que trabajar. En un país con problemas económicos, trabajar es difícil.
Sobre el periodismo y la literatura, dice que tienen mucha relación, pero sus diferencias son abismales. Se dio “cuenta, con la experiencia, de que lo que se usa en una narrativa periodística son herramientas de la literatura” que permiten comunicar mejor y tener un buen tratamiento del lenguaje. “Aquello radicalmente diferente es la ficción. En periodismo, uno está limitado por los hechos, no por la verdad, porque la verdad es otra cosa, incluso en la ficción puede haber más verdad, en el sentido de que uno decide este tipo es de determinada manera y mató a este de determinada forma, y eso es lo que ocurre y no ocurre otra cosa. En cambio, en el periodismo las fuentes de la información y de los hechos son muchísimo menos confiables que la imaginación: está la memoria, está lo que la gente dice, están los documentos que, sobre todo en nuestros Estados, se pueden falsificar o desaparecer, y en muchos casos está la imposibilidad de llegar al hecho en sí mismo”.
Hace una pausa, mira hacia abajo, como si desmoronara con la mirada lo que sea que ve, que no ve porque está pensando. Detrás suyo, muy cerca de su asiento, hay una biblioteca ya sin espacio disponible. Continúa. “En el periodismo hay responsabilidad social y el periodista tiene que estar lo más apegado a los hechos y ser lo más honesto que pueda. La literatura no tiene eso; en la literatura uno puede hacer lo que quiera. Es un terreno de total libertad y de total irresponsabilidad: la literatura está en el arte y el periodismo es un oficio de responsabilidad pública. Ambas disciplinas pueden ser literarias, pero ambas no son ficción”.
¿Entonces en la literatura no debe haber ninguna suerte de ética?
Yo creo que no, la verdad. Cada vez creo más que no. Creo que eso queda en el lector y en su decisión. Es como lo que nos preguntamos de qué hacer con el arte de los hombres infames. Esto supondría decirle a un escritor que no puede tomar ni inspirarse en una vida real para hacer literatura, cosa que hacen todo el tiempo los escritores, ¿y es ético o no es ético? La literatura no es muy ética.
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Después de Nuestra parte de noche decidió no escribir literatura por este año. ¿La escritura es un proceso estrictamente solitario?, pregunto. Responde que en su caso sí, que se acostumbró a escribir sola y a mostrar poco. Enríquez es ajena a la práctica del taller literario, pues le parece que esos circuitos “alejan del pulso de la vida diaria. Yo prefiero el contacto con personas que tienen otras experiencias”.
Lo que más la hace feliz es viajar y lo que más le duele es haber nacido, crecido y vivido en sociedades tan desiguales. “Llega un momento en que no le encuentras explicación a que la situación de desigualdad e injusticia en nuestras sociedades no se pueda resolver y te hace preguntar si hay una falla histórica que impida eso. Las cuestiones estructurales se cambian con una noción comunitaria y con la política, y creo que ambas cosas están en un momento en que la gente las cuestiona muchísimo; la gente ni siquiera confía en sí misma”.
Ella escribe -escribía, antes de la pandemia- en la sala de redacción en la que trabaja, concentrada tres horas seguidas contrarrestando el ruido del lugar. Prefiere eso a sentarse ocho horas a perder el tiempo, tan difícil de comprar. Ahora, en el confinamiento, lleva algunas notas. Y si tiene que escribir algo, lo hace en la mañana, con música.