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Así como el pintor Gonzalo Ariza nos enseñó a ver la tierra templada, Fernando Cano nos enseña que la fotografía es mucho más que un registro de luces y sombras, planos y volúmenes, ángulos y enfoques. Hay tanto de Leo Matiz, Juan Rulfo y Erwin Kraus, sus maestros de luz y de sombras, como de sus contemporáneos Jorge Mario Múnera, con los retratos del alma que capta, o Jesús Abad Colorado, con los brutales dolores de nuestra gente que recoge por los caminos, sin que Cano le deba lente a ninguno.
Lo que yo sentí al mirar y remirar su obra es la poesía de la niebla cuando envuelve una cordillera o consiente un río, los caprichos de la guadua, la altivez de una palma de cera, la savia vital de un yarumo, la generosa sombra de un gigantesco samán o la nervuda de los retorcidos brazos de un trupillo. Y más allá: niños que saltan sobre el tiempo, no sobre la arena de una playa bordeada de un mar infinito; la lenta y quejumbrosa marcha loma arriba hacia el padre —ah, el padre que tanto apunta cada día—; los ojos quietos de una anciana mirando hacia la nada mientras, a sus pies, un perro monta una perra.
Fernando recorre el país de lado a lado: de la árida pero no estéril Guajira a la húmeda y amenazada Amazonia. Y de arriba abajo: del páramo, reino del frailejón, hasta las tierras cafeteras, donde la guadua barre el viento. Mira no solo paisajes, sino también hombres y mujeres, viejos que sienten viva la serenidad de los años y muchachos fuertes, capaces de empujar una montaña. Cano mira bien, mete el lente en los adentros que somos: coronas mortuorias bajo un palacio municipal; apurada obediencia al mandato de una flecha disparada hacia ninguna parte; la victoria de un caballo sobre un rey en una partida de ajedrez jugada en una zona cafetera; la sonrisa palomera de un indígena del Cauca; el desdén soberbio con que los arhuacos miran al hermanito menor —nosotros, los mestizos—, matándonos y matándolos; los soldados descansando en un cementerio; las manos desgastadas por el trabajo apoyadas sobre un azadón; las redes que, más que pescar, cazan alcatraces o gaviotas; las fiestas con santos o sin santos, con curas o sin ellos; la fiesta, al fin, por donde se desmadra la pena: ¡el país!
Este es el texto que escribió Alfredo Molano Bravo para el libro "¡País!". Puede conseguir un ejemplar en la librería Arte Letra en Bogotá, o escribiendo al correo canofer.cano@gmail.com