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Tengo esta imagen de mí mismo cargando un libro del cual no entendía una sola palabra. Tendría unos 16 años y el título era lo que más me atraía: Razón y revolución, de Herbert Marcuse. En la portada la imagen de Hegel se despedazaba y detrás aparecía Marx, como una premonición, como una etapa posterior inevitable. Este algo confuso, carnoso, percibido como profundo y politizado, la canalización de mi rebeldía, fue mi primera comprensión de la filosofía, una disciplina que se ha ido transformando en mi mente a lo largo de los años, por la que he perdido la pasión a ratos, que he comprendido, en la que más frecuentemente me he sentido como un principiante —sensación que aún tengo— y que me sobrecoge, me sobrepasa y que al tiempo me ha mantenido vivo. Y ante la que nunca, por más sobresaltos, he podido cerrar los ojos.
Por un lado, he descubierto que el pensamiento elaborado a partir de preguntas auténticas es un motivo de felicidad para el que entra en contacto con él. Descubrir cómo pensar es abrir una fuente inagotable de entretención con uno mismo, algo como la aceptación de la gracia de Dios de Pascal, luego de la cual uno nunca se vuelve a aburrir. Incluso cuando la mente se vuelve un parque en donde duermen ideas indigentes que no tienen ningún lugar más a dónde ir, se es feliz. La filosofía es un continuo examen de la existencia a través de esas ideas para embellecer la vida y si bien no siempre se es incondicionalmente dichoso, al menos se aprende a mitigar el dolor, que, como bien lo afirmaba John Stuart Mill, es tan valioso como ser feliz.
No voy a pintar una defensa irrestricta de la filosofía: los filósofos y gran parte de la filosofía (sobre todo la académica) son ridículos, innecesarios o en el mejor de los casos, un género literario extraño, sin trama ni héroes.
El filósofo español Fernando Savater advertía que la filosofía nos expone a los síntomas clásicos de la estupidez como los mineros están expuestos a la silicosis del carbón: al espíritu de seriedad, a sentirse poseído por una alta misión, al miedo a los otros acompañado del loco afán de gustar a todos, impaciencia ante la realidad (cuyas deficiencias son vistas como ofensas personales o parte de una conspiración), al mayor respeto a los títulos académicos que a la sensatez o fuerza racional de los argumentos, al olvido de los límites (de la acción, de la razón, de la discusión) y a la tendencia al vértigo intoxicador.
Pero con los años he venido a entender que si bien esas críticas son reales, en los márgenes del pensamiento y la vida, la filosofía emerge como una manera de pensar y sentir propiamente humana. Las formas de vida al costado de la corriente principal, de la vida media, de la clase media —para usar la equiparación que hiciera alguna vez Virginia Woolf— están en peligro. Si algo hemos aniquilado es la especie de vida independiente y autónoma. Pero la forma de vida filosófica sigue ocupando un lugar entre los tipos humanos, como bien lo muestra la serie de la televisión catalana Merlí. Es una forma más bien rara y excepcional; el filósofo no afirma ser más inteligente que otros o saber el futuro, solo que se ha sometido a una “dieta” mental que le permite ver las cosas de una manera distinta.
Y claro, parte de lo propio de esa forma de vida es andar por ahí haciendo preguntas socráticas. Pero no es lo único. Lo que define al filósofo en mi opinión es tener una cierta vulnerabilidad ante las ideas. ¿Vulnerabilidad ante qué concretamente? Decir “idea” suena tan amplio y pretencioso. Todo el mundo se concibe como un creador de ideas, decía el filósofo del siglo XVIII David Hume, por la manera en que estas aparecen ante la mente, sin rastro de cómo fueron hechas; las ideas nos “sorprenden”. El filósofo va un paso más allá; es vulnerable ante las tradiciones de pensamiento. Con ello no quiero decir necesariamente la tradición platónica, o la de cualquier “ismo”: idealismo, realismo. Ser vulnerable ante estas tradiciones implica que las reverenciamos, que a menudo nos corremos para que la luz de una idea entre, que realmente estamos dispuestos a sucumbir o a fallar. Y al tiempo que estamos dispuestos a propinar la estocada mortal a ideas o conjuntos de ideas que crean más problemas de los que resuelven, por reverenciadas que sean. El vulnerable se repliega, pero también llega el momento en que ataca.
He intentado enseñarles filosofía a empresarios, a dueños de fondos de inversión. Quisieran tener eso que yo tengo; por todo podemos ofrecer dinero… “¡Yo te lo compro!”. En mi experiencia, la fascinación inicial de estas personas es como la que despiertan los primeros acordes de un bandoneón: abren a una dimensión dormida y ansiada. Pero llega un momento en que lo que impera es el cansancio ante los ruidos estridentes. Sale a relucir el “hombre práctico”, porque la mayoría de estos individuos no están realmente dispuestos a dejarse vencer por lo etéreo. Es por ello que el destino de todo intelectual ante este tipo de personas es decepcionar. En su mente se declaran triunfales: “Sí, puede que sepa mucho, pero no sabe endosar un cheque”.
La filosofía no es para el ambicioso o el proactivo. Hay gente a quien no le interesa nada más que su contexto inmediato, y hacer de las relaciones de su vida unas transaccionales. Yo he descubierto que son pocos; con ellos nada se puede, no serán persuadidos a pensar por sí mismos, ni apreciarán la importancia de este acto más que como un agregado humanista “que es importantísimo”. Decía Bertrand Russell en La conquista de la felicidad que una de las más grandes tragedias de la existencia humana es que la gente inteligente vive llena de dudas, mientras que la que no lo es vive haciendo proyectos y emprendimientos. La filosofía no es para el que vive pensando cómo crear nuevas y complejas formas de intermediación en los procesos productivos. Su ejercicio es un acto de humildad en el cual uno intenta mantenerse a flote ante lo que es más grande que uno, el mundo de los conceptos; sabio es el marinero que le teme al mar. Las preguntas a las que nos exponen estos conceptos no son algo que resolveremos trayendo un buen gerente o un experto. Muchas solo se pueden abordar luego de un arduo proceso de argumentación y la última palabra la tiene un consenso a menudo tortuoso. Piénsese por ejemplo en el aborto.
Pienso que es en este sentido —más allá de esta dimensión personal— que la filosofía es pertinente como instrumento público y nuestra vida colectiva sería menos sin ella. Claro, hay sociedades que no tienen filosofía sino un sistema oficial de conceptos comandados por el Estado o por la religión… o por ambos. Pero la filosofía es en cierta medida inevitable en una democracia, porque queremos seguir teniendo una forma de vida según la cual podemos abrir un periódico en la mañana y leer, demos por caso, “políticos y altos prelados religiosos se ponen de acuerdo en cuál es la moral que todas las personas deben obedecer”, y poder tirar el diario al piso exclamando “¿quiénes se creen que son estos payasos?”. Hay infinidad de mundos en los cuales este simple hecho nos arrojaría a nosotros al piso antes de ser esposados.Pero incluso en estos mundos cerrados (especialmente en ellos diría yo), los conceptos crean confusiones y son increíblemente complejos. La filosofía es algo que flota unos milímetros por encima de la confusión y ayuda a disiparla aclarando esos conceptos. Y vaya si nuestra vida está llena de incomprensión. El escritor Rolph Dobelli cuenta el caso de un hombre sin antecedentes judiciales ni vínculos con grupos radicales que se sube a un avión con una bomba. Evidentemente es capturado. Al ser interrogado, afirma que las posibilidades de que hubiese una bomba en el avión eran mínimas, pero que hubiera dos era casi de cero. Él estaba reduciendo el riesgo a su mínima expresión. Suena ridículo, ¿verdad? Pero hágase el intento de indicar la lógica desviada. Se trata de un concepto que muy probablemente todos usemos, pero que es increíblemente difícil sacar a la luz.
También podemos aludir a problemas más comunes de nuestra forma de vida, como el de Rachel Dolezal, una mujer blanca, de ojos azules y padres europeos que se declaró negra en EE. UU. El hecho no tendría relevancia alguna si se hubiera limitado a un sueño privado. Pero ninguna identidad, como el diario más secreto, se elabora para mantenerse oculto para siempre. En una entrevista del 2015, Dolezal se describió como “transracial”, poniendo todo en términos de los debates contemporáneos sobre la identidad: tú, transgénero; yo, “transracial”… ¿cuál es la diferencia? Independientemente de la capacidad argumentativa de Dolezal, de su consistencia o su honestidad, el asunto apunta a un dilema conceptual difícil de resolver: o bien lo que reclaman las personas transgénero está basado en un agregado de confusiones como el de Dolezal o —si no podemos señalar la diferencia— tenemos que aceptar que la construcción de la identidad no tiene límites que podamos prever razonablemente y que la gran inventiva de nuestro tiempo se agota en ingeniar nuevas maneras de salir de clóset. ¿Qué hacer?
El examen de los conceptos con los que navegamos por el mundo tiene la capacidad de ponernos de cara a lo que somos. En este sentido, se dice que la filosofía es autoexamen: estudia esos conceptos, mitos o creencias según los cuales vivimos. Platón pensaba que el objeto de la filosofía era el examen de creencias que podían, por así decirlo, vivir por fuera de la cabeza de las personas. Y estaba en lo cierto. Esas creencias públicas, en mucho similares a la moda, suelen formar un sistema complicado con partes que no se llevan muy bien unas con otras, o que son inconsistentes en sí mismas. Normalmente no reparamos en ello: son como la tubería que va entre las paredes de nuestra casa: solo nos preocupa cuando hay fugas. El filósofo positivista Otto Neurath alguna vez comparó nuestro sistema conceptual con un barco heredado de nuestros antepasados que nunca podíamos llevar a puerto porque debíamos seguir a flote en él. Cada generación añadió mecanismos, incluso sistemas que ya no comandan nada, otros que no sabemos qué son. El barco está lleno de palancas que al accionarlas hacen cosas extrañas o nada en absoluto. Otras deben de alguna manera hacer virar el barco, de lo contrario terminaríamos encallados —ha de decirse que esto ha pasado a menudo en la historia de nuestra especie—. Para muchos, el barco siempre ha estado ahí, es el agua para el pez; quizá ni siquiera se percibe. Para los filósofos es un objeto de asombro, examen permanente y cuestionamiento. Se trata de un cuestionamiento que no todo el mundo está dispuesto a hacer, entre otras cosas porque es peligroso. No es que haya ideas peligrosas, es que el meramente tener ideas es peligroso, decía Hannah Arendt. Pero más que nunca, necesitamos desesperadamente de este peligro de las ideas, del cambio al que nos expone. Siempre he pensado que nuestra crisis, más que moral, es —ese cliché insufrible de pensar que toda decadencia es moral— una crisis epistemológica: no sabemos reconocer cuando no sabemos.
Hay gente que no resiste este tipo de reflexión porque necesita estar constantemente consolada por el hecho de que en el universo no hay maldad, confusión o segundas intenciones. Pensar, en efecto, implica deslealtad y desprendimiento con capas reasegurantes de la visión del mundo que tengamos. Otros comparten una percepción ampliamente extendida como la de creer que lo que nos hace reír es bueno y lo que nos reta o nos pone en actitud reflexiva es malo. Basta examinar los likes en Tik-Tok. Aún otros creen que el mundo es lugar de redención, y esa redención tiene una dimensión exclusivamente emocional, nunca mediada por las ideas. La autoayuda es un ejemplo clásico; en los cursos de superación personal todo lo que nos permite “avanzar” es positivo. Pero los vicios siguen con nosotros y se confunden con rasgos de nuestra mentalidad moldeados por antiguas ideologías, como la religión: cree y se te dará, abre el corazón, ponle fe a todo. No se reconoce el argumento, pero se convierte en un algoritmo con el cual se vive y funciona: si la perspectiva depende de ti, y puedes cambiarla respecto a las cosas que ves y percibes, entonces está en tus manos transformar la realidad. Claro, pero también se abre la posibilidad de dejar de ver la realidad. ¿Cuántos de estos algoritmos dominan nuestras vidas? Son los culpables de que muchos de los peligros o defectos del mundo los veamos como un efecto mágico, como misterios insolubles o como perversiones personales.
Necesitamos desesperadamente encontrar otro sentido de lo que es profundo y significativo. Lo profundo no ha de ser necesariamente el texto académico, o dos ancianos debatiendo sobre la historia de Colombia. La profundidad, como bien lo preconizó el ensayista norteamericano Emerson, presupone cierta ligereza, cierta claridad: solo se ve hasta el fondo de un lago cuando sus aguas son diáfanas. La filosofía ofrece ese tipo de claridad y profundidad. Cuando la filosofía se sabe hace surgir a partir de la conversación, la palabra flota ingrávida, se desprende de su contexto confuso habitual y adquiere nueva significación. Un buen maestro es capaz de crear el ambiente en el que todos saben cómo desbaratar un problema complejo con base en pensamientos que han tenido en su privacidad. Así, la filosofía asombra porque revela que aquello que pensaba que solo era mío es en realidad el rostro inusual que veo en los demás.