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Germán Castro Caycedo cuenta chistes, guiña el ojo y sonríe cuando termina una de sus historias. Se ríe de sí mismo, de aquel a quien él llama “el viejito”. A sus 77 años tiene dentro de su cabeza lo que parecería una enciclopedia de la historia del país, desde el día que llegó Colón —“la invasión de América”, como la llama—, pasando por la campaña libertadora, las guerras civiles, la de los Mil Días y las luchas entre liberales y conservadores, hasta la Matanza de las Bananeras, la época de la Violencia, el nacimiento de las guerrillas y los grupos paramilitares.
Castro Caycedo relata con detalles la historia de Colombia. Parece tener memoria fotográfica, recuerda fechas, nombres, detalles, y en medio de sus anécdotas resalta que en este país la realidad supera la ficción. Le bastó ser un lector dedicado y un buscador incansable para conocer pormenores que ha plasmado en libros, artículos y videos. Recorrió el país que pocos conocen, la Colombia profunda, donde el monte reemplaza las calles y los árboles los edificios, registrando historias que sólo él ha podido alcanzar.
Creció en Zipaquirá (Cundinamarca). Vivió en una casa colonial pequeña con tres patios, muros blancos en el interior y crema en el exterior. Tenía un trasportón, un zaguán y un portón que permanecieron siempre abiertos hasta 1948, cuando conoció la violencia que cerró las puertas de su hogar y cambió el vocabulario que hasta entonces había conocido. Aprendió qué era un francotirador, una matanza o un saqueo. “La violencia me cambió el lenguaje”.
No terminó el bachillerato en la institución del pueblo (La Salle de Zipaquirá). Lo echaron por tomar del pelo, porque, aunque nunca perdió una materia, sí perdió su colegio por mamar gallo. Aún lo hace.
- ¿Por qué salió mamador de gallo?
- “No sé, porque eso es una maravilla”.
Presentó los exámenes finales y no volvió. Viajó a Bogotá a los 17 años para terminar la secundaria en el gimnasio Germán Peña.
Cuando joven conoció sus pasiones: escribir, el periodismo, buscar historias y las corridas de toros. Las siguió por décadas, fue corresponsal de la revista El Ruedo, de Madrid —la más importante del mundo en tauromaquia—, viajó a las grandes ferias de Bilbao, Madrid y Sevilla y a la Semana Grande de San Sebastián. Pero ya no le gustan los toros, no porque piense que es un espectáculo de violencia, sino porque “es una fiesta decadente. La técnica ha hecho de la reproducción del toro bravo una ciencia completa que han llegado a dominar. Ya los toros y los toreros son todos iguales”. Su primera corrida fue una novillada a la que entró cuando niño, y la última, una de la temporada de toros de la plaza de Santamaría en enero de 2017.
Gloria Moreno, su esposa, ha sido la testigo de su carrera como escritor, investigador y periodista. La conoció en la redacción del periódico El Tiempo. Una antioqueña egresada de la Facultad de Comunicación de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín que acababa de llegar de un intercambio en Francia. De ella lo enamoró su forma de hablar, “lo que tenía en su cabeza”, y físicamente le parecía muy linda. La invitó a tomar café por tres semanas, hasta que aceptó un encuentro en el café Pasaje. A los dos meses de estar saliendo le pidió que se casaran. Dijo que sí, pero con el dinero que ganaba en esa época no podía costearse una boda, por eso estuvieron un tiempo sin poner fecha.
Le faltaba el dinero y lo buscó la revista Cromos para invitarlo a colaborar. “No iba a cambiar El Tiempo por Cromos”, pero sabía que el dueño de la revista era socio de la programadora RTI, a la cabeza de Fernando Gómez Agudelo, quien a los 25 años montó la televisión en Colombia. Fue a la entrevista, no para hablar de escribir en una revista, sino para lograr contactarse con el señor Gómez Agudelo y presentarle la idea de programa que en esos días daba vueltas en su cabeza: crear crónicas audiovisuales como las que hacía escribiendo. Lo convenció. “Te vienes conmigo”, le dijo. “Este programa se va a hacer y se llamará Enviado Especial”.
Cuando aceptaron su propuesta llamó a Gloria, su futura esposa, y le dijo: “Ponga fecha”. En 1976 estrenó el programa, que duraría cerca de dos décadas al aire, y el 30 de abril de ese mismo año se casaron. Tuvieron una hija, Catalina Castro, quien vive en Francia con su esposo. A ella y a sus dos nietas, Nina y Maia, las visita cada Navidad.
Colombia amarga (1976), Del ELN al M-19: once años de lucha guerrillera (1980), Mi alma se la dejo al diablo (1982), El Karina (1985), La bruja: coca, política y demonio (1994), Colombia X (1999), Sin tregua (2003), El palacio sin máscara (2008) y Operación Pablo Escobar (2012) son algunos de sus 21 libros.
Acaba de publicar Una verdad oscura, que cuenta cómo fueron los operativos para capturar a los integrantes del clan del Golfo. Viajó a Urabá, habló con los oficiales que lideraron las operaciones y tardó diez meses sólo en el trabajo de campo. Ahora está trabajando en Rastros, un libro sobre la “invasión de América”, un pendiente que tiene desde hace varios años, pero que no ha lanzado a la espera de tener datos precisos. Jamás se ha arrepentido de publicar porque prefiere esperar a tener toda la información en lugar de luchar contra la chiva, que es, para él, una de las mayores desgracias del periodismo.
Tiene 77 años, pero su curiosidad periodística sigue intacta y asegura estar bien de salud. Sólo una vez sintió que su carrera estaba en peligro: cuando viajó a Moscú para entrevistar a un colombiano que vivía en el Ártico. Se resbaló y cayó al suelo. Tuvo una fractura en la base del cráneo, estuvo un mes hospitalizado en esa ciudad, “prácticamente atado”, sin poder moverse durante diez días, para que el cuerpo se recuperara. Volvió a Colombia e hizo una entrevista extensa a John Jairo Velásquez, el exjefe de sicarios de Pablo Escobar que se hacía llamar Popeye. No la piensa publicar. La hizo para ver cómo estaba su cabeza después del accidente, si había olvidado información y podía enfrentarse a una nueva reportería. Pasó la prueba y a la primavera siguiente volvió a Moscú para continuar con su investigación.
De ese obstáculo, que logró superar, guarda un recuerdo que está en todos los libros que ha publicado desde la fecha: una foto sonriente en el Ártico, con un río congelado a sus espaldas y un abrigo oscuro que lo arropaba del frío de la primavera de aquellos días. “Es el recuerdo de haberme salvado de una fractura de cráneo”.
- ¿Cree que podrá continuar trabajando en periodismo por un largo tiempo?
- “Estoy pudiendo”. Sonríe.
- Tiene 77 años.
- “Pero no sé, yo me siento mental y físicamente muy bien. Bueno, casi del todo, porque con 77 no puedo estar como un muchacho de 20. ¡Qué suerte tengo por eso!”.
Para Germán Castro Caycedo, la música colombiana es una fantasía. Cree que la mejor está en el Caribe, con géneros como el chandé. No escribe en su tiempo libre de fin de semana, cree que no hace nada especial, sólo viajar o pasar tiempo con su esposa.
Es un crítico del país. “Lo que hay que hacer es reconstruir la historia lo más que se pueda. Lo llaman investigar”. Ríe. Pregunta tras pregunta saca un chiste, guiña el ojo y juega con los pulgares. Es un hombre con incontables historias en la cabeza e infinitas palabras para decir. Un escritor que recorrió casi toda Colombia antes que el Estado, algunos grupos armados u organizaciones sociales.
Siempre fue canoso y, aunque sus cejas fueron la parte de su rostro que mantuvo por décadas el color negro que lo caracterizaba, ahora son tan blancas como su pelo.