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Todo cuerpo se enferma. Todo cuerpo muere. Lo sabemos, lo olvidamos, huimos como sea de esos mantos tristes. Hace 10 años, el hermano menor de la poeta quiteña Aleyda Quevedo Rojas murió por un aneurisma congénito. Tenía 19 años, estudiaba medicina, era un chico feliz. Tras ese trecho doloroso, ella repensó su relación con la muerte, el cuerpo, la enfermedad, el amor y la vida, y a partir de esas reflexiones, preguntas y sentimientos escribió el poemario Soy mi cuerpo, cuya segunda edición fue publicada en marzo por la editorial ecuatoriana Libresa.
El libro está compuesto por 68 poemas de versos en su mayoría cortos. En ellos la voz poética es diáfana, directa. “Esa fue la intención: apropiarme de mi propio cuerpo, desde la pérdida que genera la enfermedad, desde la vulnerabilidad a la que nos exponen los males del mundo, a partir de palabras limpias que permitan lograr un ejercicio pleno de libertad y levedad”, explica Quevedo Rojas en la nota introductoria de su texto, titulada No hay arte sin cuerpo. En este diálogo con El Espectador, la poeta indaga brevemente en los otros hallazgos de su búsqueda.
¿Por qué no hay arte sin cuerpo?
Esa es una frase del poeta uruguayo Rafael Courtoisie y hace referencia a que mi poesía ya no responde a esa circunstancia personal de mi cuerpo, de un cuerpo que pudo haber tenido una cirugía, una negligencia médica, un amor. El cuerpo, en el poemario, pasa a ser ese objeto de arte que se resignifica, que tiene muchos usos. La idea era decir soy mi cuerpo, pero soy también otros cuerpos: el cuerpo violentado de una mujer, el cuerpo de un niño, de mucha gente. Intenté construir un lenguaje desde el cuerpo como un territorio andrógino, un cuerpo que enfrenta la enfermedad, un cuerpo que muere.
La enfermedad, como dice en el libro, aplaca el ego y la vanidad. ¿Qué otros aprendizajes deja?
La enfermedad nos enseña sobre la infinita fragilidad del ser humano. No tenemos conciencia de eso hasta que nos toca. La enfermedad nos pone en una circunstancia emocional que obliga a ver la vida de otra manera. Enrique Lihn, el poeta chileno, decía que en los países hay dos nacionales: el mundo de los sanos y el mundo de los enfermos. Y por un tiempo uno goza de doble nacionalidad. La enfermedad modifica mucho el nivel de subjetividad. Modifica cómo se ve y cómo se habla de los otros en la poesía. No sé si sea una virtud, un problema o una debilidad, pero la enfermedad permite contemplar la realidad de otra manera.
Dice también que este poemario fue un intento de explicarse la muerte. ¿Qué ha logrado entender sobre ella hasta ahora?
Que esta es una sociedad que no nos prepara para la muerte. Creo que, excepto en México, en el resto de Hispanoamérica nacemos pensando en el gozo de la vida, en que es un camino de placeres. Por eso sufrimos mucho cuando la muerte llega o toca a personas cercanas. Desde niños no nos preparan, nuestras raíces culturales no nos enseñan a pensar en la vida y la muerte como una sola, que van de la mano, que nunca pueden estar separadas. Todos tenemos que ir a la muerte, pero habría que pensarla no desde lo trágico sino como una posibilidad de continuidad. El dolor y la pérdida deberían leerse de otra manera.
El amor, en ese sentido, aparece como una posibilidad de resurrección. ¿Es esa la única vía?
En el libro sí es el amor. Hay poemas en los que hago referencia al esposo, a los amigos, al jazz, a la música. Lo que ata muchas cosas es el amor. Y este es tan constante como la muerte. Cada día, así como una persona está cerca de la muerte, de la violencia, también está cerca de muchas formas del amor. Yo, por ejemplo, he encontrado mucha calma, mucho amor, en cultivar un jardín.
¿La poesía es un medio para liberar el cuerpo?
Sí. Creo que es una de las artes, como la danza, que es superfuerte para lograrlo. En los 10 libros que he escrito hasta ahora tengo un corte muy marcado hacia el erotismo, porque considero que el erotismo y la imaginación siempre están atravesados por esa poética del deseo, del placer, del amor, de la irreverencia. Para mí, ha sido una forma de liberarme.
¿Qué poetas colombianos le gustan?
Adoro a José Manuel Arango. También me gusta muchísimo Giovanni Quessep, que debe ser ahora mismo el poeta vivo más importante que tiene Colombia; escribe una poesía agudísima, demoledora. Me gustan también María Mercedes Carranza, Raúl Gómez Jattin y una contemporánea mía que debe ser la que mejor escribe en estos momentos: Lucía Estrada.