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Alejandro Sanz de Santamaría es un profesor. Una persona absolutamente sensible, considerada con el otro, con una gran capacidad de empatía. Alguien amoroso y agradecido con sus seres queridos y con la existencia.
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Orígenes – Sobre las relaciones familiares
Rama materna
En mi familia nuestros abuelos fueron personas maravillosas, siempre muy cercanos a nosotros. El ejemplo que recibimos fue una lección práctica de convivencia y entendimiento que contribuyó a nuestra formación. Con mi abuela materna, Elena Gómez Umaña, hubo una relación especial. Vivió varios años en el exterior y por eso la veíamos poco, pero cuando venía a Bogotá se quedaba en nuestra casa y disfrutábamos tenerla con nosotros.
Se casó primero con Alberto Samper Sordo, con quien tuvo siete hijos, pero murió a los treinta y tres años. Él y sus hermanos fueron empresarios muy destacados: fundaron la empresa Cemento Samper y, según entiendo, construyeron el Acueducto de Bogotá.
Mi abuela tuvo el valor de irse con sus hijos a vivir a Estados Unidos, donde los educó a todos.
Rama paterna
Mi abuela, Helena Sáenz, fue una mujer de una dulzura y una inteligencia naturales extraordinarias. Mi abuelo, Jorge Sanz de Santamaría, cuando éramos muy niños, nos generaba tal respeto que nos infundía algo de temor. Pero a medida que fuimos creciendo se tornó una persona cariñosa e interesada en saber cómo estaba cada uno de sus nietos. Su vida la dedicó a la agricultura y a la ganadería. Tuvo una hacienda en la sabana de Bogotá a la que íbamos abuelos, hijos y nietos durante las vacaciones de fin de año. Vivimos experiencias que dejaron en todos los nietos recuerdos imborrables.
Mi papá, Nicolás Sanz de Santamaría, fue una persona muy sociable que tuvo muchos y muy buenos amigos. En el colegio en que estudió se ganó el Premio al Bello Carácter, que fue siempre una de sus características más sobresalientes. Desde que comencé mis estudios universitarios desarrollé con él una relación muy cercana que ambos disfrutamos mucho. Trabajó un tiempo en la Litografía Colombia y luego se dedicó a trabajar en finca raíz. Gracias a sus gestiones en este campo logró que durante muchos años viviéramos en la misma manzana con mis abuelos, tíos y primos del lado paterno, lo que contribuyó a que tuviéramos unas relaciones muy cercanas y cariñosas.
Mi mamá, Ana Samper Gómez, fue una educadora nata gracias a su sensibilidad, su intuición y su privilegiada inteligencia. La educación que como hijos e hijas recibimos de ella fue inmejorable, aunque no tuvo estudios universitarios. Cuando estábamos ya casados, comenzó a enseñar inglés en un colegio y su labor fue tan destacada que, cuando la rectoría quedó vacante, la nombraron rectora encargada, cargo en el que se desempeñó con gran éxito.
Una experiencia especial de juventud
A mis doce años tuve una experiencia que nunca olvidaré, cuando un amigo del colegio me invitó a pasar una Semana Santa en una finca en Ibagué. Era la primera vez que tomaba un avión y tuve que viajar solo. Aterrizamos en Girardot por mal tiempo, en una pista de cascajo. Cuando me bajé del avión me senté a llorar en una banca del primer quiosco que encontré, pero muy pronto se me acercó una señora, adorable, quien me calmó completamente.
Tomamos un bus para Ibagué y, para mi tranquilidad, ella se sentó conmigo. Durante el viaje, cuando me preguntó para dónde iba, por fortuna recordé que mi amigo me había dicho que nos quedaríamos en la finca de sus tíos maternos de apellido Sarmiento, que resultó ser una familia muy conocida en la región. Este dato bastó para solucionar el impase.
Esa noche me quedé bajo la protección de este ángel, y ella gestionó para que al día siguiente una persona me recogiera para llevarme a la finca. Conservo el mejor recuerdo de ese viaje gracias a la belleza de persona que fue conmigo esa mujer.
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Los años de colegio
Comencé mis estudios en el Colegio Calasanz, que quedaba a menos de dos cuadras de mi casa. Ahí hice únicamente primero de primaria porque me pasaron al Gimnasio Moderno con mi hermano mayor, en donde hice segundo de primaria.
Recuerdo que, cada vez que había entrega de notas, les advertían a mis papás que yo estaba “en peligro de perder el año”. Como nunca entendí eso qué significaba, tampoco sentí ninguna preocupación. Mis padres, hasta donde recuerdo, no me presionaron en ningún sentido.
Hoy, mirando en retrospectiva, recuerdo que tenía dos amigos con quienes siempre pasaba los recreos. Uno de ellos, Juan Caro, quien sigue siendo gran amigo, nos hacía reír a carcajadas con los cuentos que nos relataba, pero también llegábamos tarde a las clases.
Aprobé el año y me pasaron al Colegio Andino para hacer ahí tercero de primaria.
Recuerdo que, durante un semestre, estando yo todavía en primaria, ocurrió que todos los miércoles amanecía con fiebre, y solo hasta el viernes podía volver al colegio. A mí me encantaba pintar en acuarela, entonces mi mamá me llevaba a la cama una mesita con un block y unos pinceles. Como mi abuelo paterno fue un acuarelista reconocido, hoy pienso que esta afición puede ser herencia genética. En la familia las conservamos distribuidas entre los nietos y son un valioso recuerdo.
En el colegio siempre estudié con angustia por las presiones que yo mismo me imponía por miedo a quedarles mal a mis padres. No estudié motivado por curiosidad o por un verdadero interés en aprender, en cambio, sí disfruté de las relaciones de amistad que tuve con muchos de mis condiscípulos, muchas de las cuales conservo todavía.
Finalmente me gradué en noviembre de 1961.
Universidad de Los Andes
Cuando terminé el colegio no tenía la menor idea de qué iba a estudiar porque nada me había despertado un verdadero interés. Como me gustaba tanto pintar en acuarela, pensé en algún momento que podría optar por arquitectura. Sin embargo, cuando se lo comenté a mi mamá, me sugirió que estudiara ingeniería.
Fue así como en enero de 1962 comencé ingeniería industrial en la Universidad de los Andes, donde permanecí los primeros cuatro semestres de carrera.
Mi generación fue la primera o segunda que se pudo graduar en la universidad porque, durante sus primeros años de existencia, solo pudo ofrecer unos cuantos semestres. Los Andes tuvo entonces convenios con universidades norteamericanas para que los estudiantes culminaran allí sus carreras.
En mi caso decidí, por sugerencia de un primo y gran amigo que ya estaba estudiando en los Estados Unidos, terminar mis estudios en su universidad.
Universidad Cornell
Al comienzo, esta nueva experiencia fue tan fascinante como angustiante.
Aunque el solo hecho de tener que estudiar en inglés me producía algo de ansiedad, mi preocupación principal era que no estaba seguro de ser capaz de responder a las exigencias de una institución de tan alta reputación internacional como lo es la Universidad de Cornell.
Viajé en enero de 1964, en ese viaje conocí la nieve por primera vez.
En las primeras semanas me fui adaptando. La ansiedad comenzó a ceder cuando aprobé los cursos del primer semestre, pero nunca desapareció del todo porque mi preocupación por sacar buenas notas me acompañó hasta el final de la carrera.
Obtuve mi diploma de pregrado a mediados de 1966 e hice un año más para obtener el Magister en ingeniería industrial.
Durante esos años se me fue aclarando progresivamente que mi vocación no parecía ser trabajar como ingeniero. En uno de los últimos semestres tomé como electiva un curso de historia, en el que por primera vez tuve la experiencia de estudiar por el interés de aprender. Esto me generó la pregunta interna sobre si, con el tiempo, debería volver a la universidad a hacer un posgrado en esta disciplina.
Profesor en la Universidad de Los Andes
El viaje de regreso a Colombia lo pude hacer en barco desde Nueva York hasta Cartagena. En esa travesía viajó también un miembro del Consejo Directivo de la Universidad de los Andes con quien tuve la oportunidad de conversar largamente. Cuando supo que yo regresaba con un magister en ingeniería, me preguntó con mucho interés si me interesaría enseñar. Y fue tal su entusiasmo que me sentí incapaz de decirle que no, a pesar de que a mí nunca se me hubiera pasado por la mente la idea de ser profesor.
A los pocos días de estar en casa de mis padres me llamó quien en ese momento estaba en la decanatura de ingeniería de los Andes para ofrecerme el cargo de medio tiempo como profesor de ingeniería industrial. Y en agosto de 1967 firmé mi primer contrato con esta universidad. Durante los dos semestres que estuve enseñando sufrí mucho por el temor de no estar a la altura de lo que los estudiantes esperaban, pero también descubrí que me gustaba mucho enseñar.
A mediados de ese primer semestre, un gran amigo, José Gabriel Ortiz, me presentó a María Consuelo Cárdenas, a quien todo el mundo conocía como ‘Connie Cárdenas’. Nos casamos el 26 de julio de 1968. En ese momento ella estaba estudiando filosofía en la Universidad de los Andes.
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Compañía Colombiana de Seguros
En septiembre de 1967 comencé a trabajar medio tiempo en la Compañía Colombiana de Seguros. Fue un desafío muy complejo y desafiante para mí. La empresa había comprado muy recientemente un computador y el proceso de cambio que tenía que realizarse para utilizar este aparato con todo su potencial había generado muchos problemas en la dimensión técnica, pero sobre todo había contribuido a generar mucho resentimiento entre los trabajadores.
Mi primera tarea fue investigar por qué se habían presentado tantas dificultades para lograr que las cosas funcionaran bien en el sector de Préstamos Hipotecarios. Aunque la parte técnica era bastante compleja, lo primero que identifiqué y lo que más me impresionó cuando comencé a conversar con los empleados del sector fue el resentimiento tan hondo que había producido en ellos la forma como se habían comenzado a implementar los cambios.
El impacto fue tan fuerte que en el primer informe que le entregué a mi jefe le planteé que, en mi sentir, los problemas técnicos que había encontrado en el sector no se podrían resolver si no se atendían primero los problemas humanos que se habían creado.
Cuando él leyó el informe me preguntó: “Alejandro, ¿a ti te interesan más los problemas humanos que los técnicos?” Y yo inmediatamente le respondí: “¡Eso es exactamente lo que he descubierto en estos primeros meses de trabajo!”. Para mi sorpresa la organización procedió a crear una nueva oficina llamada Desarrollo Organizacional y me nombró su director.
Esto implicó un viraje definitivo en el desarrollo de mi vida profesional. Las exigencias de trabajo en estas nuevas condiciones, que para mí resultaban fascinantes, me obligaron a renunciar al medio tiempo que tenía con la universidad para dedicarle mi tiempo completo a Colseguros.
Lo primero que hice como director fue contratar recién graduados en distintos campos de las ciencias sociales: psicólogos, sociólogos, filósofos. El grupo fue creciendo rápidamente por el incremento en el trabajo. Logramos consolidar en equipo muy formativo para todos, con quienes hice amistades invaluables.
Durante esos años en la empresa (1967 a 1974) corroboré que mi verdadera vocación era contribuir a promover el desarrollo de las organizaciones a través del crecimiento de las personas, tanto en la dimensión profesional como en la humana.
Uno de los grandes aprendizajes que me quedaron de esa experiencia fue comprender la importancia tan definitiva que tiene el desarrollo de la dimensión humana en cada individuo para lograr un mejor desarrollo de la sociedad.
Matrimonio
Cuando nos casamos con Connie, los primeros seis meses nos fuimos a vivir a la hacienda de mi abuelo en la que de niño había pasado mis vacaciones, ubicada cerca de Funza, Cundinamarca. Connie se retiró temporalmente de la universidad y durante ese tiempo se dedicó a estudiar y a leer. Yo viajaba muy temprano al trabajo y regresaba entre las cinco y las seis de la tarde.
Durante esos meses tuvimos la oportunidad de compartir en mucho detalle y profundidad las experiencias cotidianas que vivía durante el día en Colseguros. A través de estas conversaciones se despertó en ambos un gran interés por comprender, cada vez mejor, cómo contribuir a mejorar la calidad de las relaciones de trabajo que se daban en la vida cotidiana en una organización, de las que quedaron grandes aprendizajes y despertaron en los dos nuevos intereses.
Cuando regresamos a vivir en Bogotá, Connie resolvió cambiar de carrera, en buena medida inspirada por todo lo que habíamos conversado sobre mis experiencias de trabajo: se retiró de filosofía y entró a la Universidad Javeriana a estudiar psicología. Fue mucho lo que disfrutamos y aprendimos durante esos años en los que compartimos constantemente las experiencias que cada uno iba viviendo.
Connie se graduó en 1973 y muy pronto entró a trabajar en una empresa manufacturera, en la que asumió responsabilidades muy similares a las que yo tenía en Colseguros. Pero ambos comenzamos a sentir que los nuevos interrogantes y cuestionamientos que se nos plantearon en nuestras respectivas experiencias ameritaban pensar en volver a la universidad para mejorar nuestra formación académica.
Esta opción era especialmente importante para mí porque no tenía ninguna formación en ciencias sociales, y ya tenía muy claro que esta era la formación que necesitaba para trabajar en lo que tanto me apasionaba.
El último año que estuve en Colseguros pude decidir, con la invaluable ayuda de mis colaboradores, que lo que más me interesaba era sacar un posgrado en economía política marxista.
El Fondo Rotatorio de la Aduana
En septiembre de 1974, ya retirado, voluntariamente, de Colseguros, recibí una llamada del ministro de Hacienda para decirme que quería hablar personalmente conmigo.
Cuando nos reunimos me solicitó prestarle un servicio al Estado asumiendo la Gerencia General del Fondo Rotatorio de la Aduana, institución pública adscrita a ese ministerio.
Duré varios días pensándolo y haciendo consultas a amigos, porque en esos días, precisamente, estaban apareciendo en la prensa noticias sobre la corrupción que se había descubierto en esta institución.
A pesar de que todas las personas que consulté me aconsejaron que no lo hiciera, decidí aceptar por dos razones principales: el deber que sentía de prestarle mis servicios al Estado, tal como me lo había solicitado el ministro, y porque consideraba valiosa la experiencia de trabajar en una institución pública que, además, hacía parte del ministerio de Hacienda, antes de irme a hacer un posgrado en economía.
La tarea principal del Fondo era almacenar las mercancías que habían sido decomisadas por presunción de contrabando, hasta que el tema llegara a la justicia penal aduanera.
A los pocos días de estar en el cargo me visitaron dos congresistas para solicitarme que firmara una resolución que ellos traían elaborada por la oficina jurídica del Fondo, en la que se ordenaba la devolución de un polietileno que ya había sido declarado no contrabando en una sentencia expedida por un juez.
Respondí que, como apenas estaba comenzando a conocer las labores que se realizaban en la institución, no quería firmar nada sin saber muy bien de qué se trataba.
Inmediatamente llamé a un abogado que estaba haciendo un trabajo temporal en el Fondo, y le pedí el favor de que investigara el asunto tan pronto como pudiera. A los pocos días me visitó para informarme que la sentencia del juez que ordenaba la devolución del polietileno era apócrifa y que ese juez estaba huyendo de la justicia. Con ese primer incidente pude darme cuenta de la labor tan compleja, delicada y riesgosa que me esperaba.
Entonces convoqué un comité de gerencia a través del cual me enteré en detalle de los asuntos más problemáticos de la institución. Así fui consolidando un equipo de trabajo integrado, mi principal apoyo para ejercer la gerencia durante los diecinueve meses que estuve en el cargo.
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La experiencia fue tan dura y difícil como aleccionadora. Varios de mis colaboradores más cercanos me confesaron que la práctica habitual era la de “si todos lo hacen y se benefician, por qué yo no”. Al mismo tiempo me manifestaron que con el trabajo participativo y abierto que había implementado se sentían incapaces de hacer algo indebido. Esto me demostró la responsabilidad tan importante que tiene un jefe de contribuir con su ejemplo a la formación ética de sus colaboradores.
La parte más ingrata la viví cuando dos funcionarios de la Contraloría que estaban investigando los escándalos de corrupción, y que se habían presentado por la pérdida de recursos muy importantes en mercancías en las bodegas del Fondo, me acusaron de ser el responsable de esas pérdidas.
Esta acusación me obligó a tener que invertir mucho tiempo en declaraciones frente a distintos jueces para demostrar mi inocencia. Al final de mi gestión tuve una satisfacción que compensó en buena parte los sinsabores que había tenido que soportar.
Pocos días antes de retirarme de la gerencia me pidieron cita dos investigadores muy antiguos de la Contraloría. Los recibí con la angustia de que fueran a ser los portadores de más acusaciones. Me contaron que, unos meses antes de posesionarme, el Contralor los había comisionado para investigar los problemas de corrupción del Fondo y que muy pronto le habían solicitado que los relevara de esa responsabilidad porque los problemas eran muy serios.
También me informaron que lo que querían era que les contara cómo había logrado la gran transformación que se había dado en la institución en tan corto tiempo. El secreto había sido trabajar hombro a hombro y en equipo, ningún otro.
Cuando a comienzos de 1976 estalló la primera y única huelga que ha habido en el ministerio de Hacienda, el ministro me llamó para solicitarme que renunciara a la gerencia del Fondo para dedicarme de tiempo completo a servir como negociador principal con el sindicato. Fue una tarea tan dura como interesante, en la que pude comprobar, una vez más, que cuando uno logra desarrollar con las personas una comunicación y una confianza basada en la mutua comprensión, se abre el camino para encontrar conjuntamente soluciones que logren satisfacer más a las partes involucradas.
A mediados de 1976 se firmó el acuerdo y Connie y yo pudimos cumplir nuestro propósito de sacar adelante nuestros posgrados.
El regreso a la Academia: Universidad de Massachusetts
Fuimos admitidos en la Universidad de Massachusetts para hacer nuestros doctorados: el de ella en educación con un ‘minor’ en psicología, y el mío en economía política marxista, un área de gran fortaleza.
El primer semestre fue durísimo para ambos, estábamos convencidos de que nos devolveríamos para Colombia en diciembre habiendo ‘fracasado en el intento’.
En mi caso, la ansiedad fue muy fuerte porque desde el primer día pude constatar que los estudiantes que asistían a mis cursos sabían de economía e intervenían activamente en las clases sobre temas que yo ni siquiera entendía. Para mi fortuna, la evaluación de desempeño no se hacía a través de exámenes sino solicitando trabajos escritos. Creo que gracias a eso logré aprobar todos los cursos, lo que contribuyó a que en los tres semestres que nos quedaban mi ansiedad fuera disminuyendo.
Para esa época llevábamos más de ocho años de casados y no se había dado un embarazo, aunque eso no había sido motivo de preocupación para nosotros. Aprovechamos un seguro que teníamos y que nos financiaba una consulta. El médico determinó que, dadas las circunstancias de salud, era necesario operar a fin de lograr un embarazo. En ese momento aceptamos que no tendríamos hijos.
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Universidad de los Andes
Cuando estábamos terminando los cursos de doctorado les escribimos a los decanos de ciencias sociales y economía de la Universidad de los Andes informándoles sobre nuestro interés en trabajar como profesores. Ambos recibimos respuestas favorables y en agosto de 1978 comenzamos labores.
A comienzos de 1979 la facultad me solicitó dirigir una investigación en dos comunidades campesinas colombianas en el departamento de Boyacá y en Santander. En esa experiencia, por ser tan ‘novato’ como investigador en economía, sufrí casi tanto como lo que aprendí.
La investigación exigía recoger encuestas y afortunadamente conté con el apoyo de dos excelentes asistentes de investigación. Con uno de ellos desarrollé una de las amistades más profundas y estimulantes que he tenido en mi vida, quien hace muy poco murió repentinamente de un infarto, algo muy doloroso para mí.
Esta experiencia me permitió desarrollar con muchos de los campesinos entrevistados una relación muy cercana, en algunos casos de amistad, lo que tuvo en mí un impacto tan fuerte en muchas direcciones que se convirtió en un quiebre, como se verá más adelante.
Un semestre en la Universidad de Massachusetts
La magnitud de las responsabilidades que tuve que asumir como docente e investigador entre 1979 y 1981 no me permitieron dedicarle ni un solo minuto a pensar en la elaboración de la tesis doctoral aún pendiente.
Resolvimos con Connie irnos a la Universidad de Massachusetts el primer semestre de 1982 para poderme dedicar casi de tiempo completo a elaborar una propuesta de tesis con base en la investigación que había hecho con las comunidades campesinas.
Antes del viaje, Connie aprovechó para buscar una financiación con la Fundación Ford para hacer en Boston una investigación sobre los servicios que instituciones privadas y públicas les estaban prestando a las mujeres. Yo dicté un curso en la universidad, como profesor asistente, porque así financiaba la matrícula.
Creo que nunca antes había aprendido tanto en tan corto tiempo. Trabajé hombro a hombro con mi director de tesis, cuyo apoyo y entusiasmo fueron para mí un gran aliciente.
En la primera reunión, al ver mi entusiasmo con el trabajo que aspiraba a hacer, me advirtió que no me hiciera muchas ilusiones sobre lo que podríamos avanzar en un sólo semestre. Me dijo que, si lograba dejar mi propuesta de tesis escrita y aprobada, sería algo excepcional. Y por fortuna lo logré.
En el trabajo que hice para la tesis viví, por primera vez, experiencias muy íntimas que nunca había tenido: fueron muchos los momentos en los que llegué a sentir una emoción tan intensa por los descubrimientos que estaba haciendo, que tenía que dejar de escribir y salirme a caminar durante una o más horas para poderme serenar y volverme a sentar a escribir.
Muchos de esos descubrimientos fueron inspirados por la lectura de el libro que mi director de tesis me prestó Laboratory Life – The social construction of a scientific fact, de Bruno Latour y Steve Woolgar. Al final del semestre, cuando fui a despedirme, me dijo que él nunca había visto que la lectura de un libro hubiera tenido antes un impacto tan fuerte y decisivo en un estudiante.
Ese semestre vivimos a las afueras de Boston para estar cerca del lugar de residencia de mi director. Iba a la universidad todos los lunes a dictar mi clase tomando un bus que demoraba un poco más de dos horas en llegar y todas las semanas, de martes a sábado, trabajaba con Connie en alguna de las bibliotecas de las universidades ubicadas en Boston y en sus alrededores.
En esa nueva estadía Connie aprovechó para consultar nuevamente a su médico y cuatro días antes de la fecha programada para su operación, recibimos la noticia que uno de sus familiares había muerto en un accidente.
Padre de familia
Regresamos a los Andes en junio de 1982. En ese segundo semestre la vida nos tenía preparada una sorpresa que cambiaría nuestra vida muy sustancialmente: ¡Connie estaba embarazada! Creo que es imposible describir en palabras lo que este acontecimiento significó. Ximena, nuestra única hija, nació el 17 de mayo de 1983.
En ningún momento sentimos la supuesta pérdida de ‘libertad’ para viajar, para mantener una vida social activa. La presencia de Ximena nos ha permitido vivir ese amor infinito que es imposible conocer si no se tiene un hijo. Pocas experiencias pueden ser más emocionantes, aleccionadoras, desafiantes y satisfactorias.
Su educación fue un desafío permanente del que devengamos invaluables aprendizajes sobre nuestras propias limitaciones. Ximena ha sido para nosotros una maestra. Nos hico abuelos de una nieta de dos años, la experiencia más conmovedora que hemos vivido hasta el momento.
Facultad de Economía – Universidad de los Andes
A comienzos de ese segundo semestre del año 88 dirigí otra investigación con comunidades para evaluar el impacto que había tenido el programa gubernamental adelantado.
Inicialmente no quise aceptar la imposibilidad de una contribución real en el mejoramiento de las condiciones de vida de la comunidad, pero decidí aceptar por tratarse de un compromiso contractual. Desafortunadamente pude corroborar mi premisa.
Tesis de doctorado
Desde el 1982 hasta 1986 tuve que trabajar muy intensamente en la elaboración de mi tesis de grado, en jornadas muy largas, porque mis responsabilidades como profesor e investigador en los Andes seguían siendo de tiempo completo.
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Profesores visitantes – Universidad de Massachusetts
La tesis fue aprobada, además fui invitado como profesor visitante durante el año académico norteamericano 1987-1988. Connie le informó a una de sus profesoras de psicología que estaríamos en la universidad y también fue invitada a ser profesora visitante.
La facultad me solicitó que hiciera un seminario de investigación para estudiantes doctorales en los distintos campos de las ciencias sociales, brindándome la oportunidad de compartir con un grupo brillante.
Esta experiencia como docente ha sido, hasta hoy, la más importante que he tenido en mi vida como profesor. Pude comprobar que era posible hacer un curso en el cual los estudiantes trabajaran motivados. El seminario se convirtió en una auténtica investigación colectiva. Jamás se presentaron polémicas agrias como las que se dan con tanta frecuencia en el mundo académico. Las diferencias generaban investigaciones adicionales adelantadas por quienes discrepaban.
La participación tan activa y comprometida me permitió ver directamente el interés y la intensidad con que cada uno estaba trabajando. Por eso nunca tuve que acudir a pedir trabajos o hacer exámenes para evaluar su desempeño.
En las experiencias docentes que había tenido en los Andes ya habían comenzado a ser evidentes deficiencias de los procesos educativos institucionalizados, pero no había logrado identificarlas son suficiente precisión. Una de mis inquietudes más persistentes, por ejemplo, era el hecho de que se forzara a los estudiantes a aprenderse cosas que para ellos no tenían un sentido claro. También la manera de evaluar y la distancia generada por la autoridad que, por principio, tenía el profesor sobre el estudiante.
Me fue planteado un gran desafío, el de que mis alumnos estudiaran por la pasión de aprender y no para pasar los exámenes.
De regreso a los Andes
Se dieron tres eventos que contribuyeron a complementar y enriquecer mi nuevo rumbo.
Dicté Introducción a la Ciencia Económica, curso que tenía alrededor de cien personas. Invité a un grupo de muy buenos estudiantes a que me acompañaran como “docentes-asistentes”. Yo haría la clase magistral en la primera de las dos sesiones semanales y en la segunda trabajaríamos con grupos de no más de diez personas.
Responderíamos las preguntas e inquietudes que surgieran, pero también nos preocuparíamos por conocer a cada estudiante tan profundamente como fuera posible.
Pude comprobar que, cuando se rompe la jerarquización, las relaciones se transforman, el trabajo se hace de manera colectiva y solidaria, pero también se disfruta de un ambiente de confianza donde impera la ética, la honestidad y la transparencia.
Destaco la relación tan estrecha que hay entre el autoconocimiento y la formación ética, ejes principales de mis investigaciones. Como conclusión contundente se tiene que el autoconocimiento es a condición necesaria y suficiente para la formación ética de una persona.
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Por otra parte, viví una situación familiar inesperada. A mediados del segundo semestre del año 88 se descubrió que Connie tenía un problema neurológico delicado. Después de varios meses de estar tomando los medicamentos recetados por su neurólogo, descubrió una médica bioenergética gracias a una amiga cercana. Se sometió a un nuevo tratamiento que influyó de manera muy positiva en sus hábitos alimenticios, en el manejo de las emociones y en las estructuras mentales con las que asumía los desafíos que plantea la vida cotidiana.
He de decir que yo también me he beneficiado de esto y he hecho consciencia sobre unas nuevas dimensiones que antes no tenían en consideración como la espiritual.
A los pocos meses, tanto Ximena como yo, comenzamos a recibir sus invaluables servicios. El impacto que desde entonces esto ha tenido en nuestra vida es imposible de describir en pocas palabras, además de haber contribuido al mejoramiento de nuestra salud física, emocional y mental, fue quien nos abrió la puerta a la dimensión espiritual, que cada día tiene una influencia más profunda en nuestra vida cotidiana y entré en contacto con las enseñanzas de muchos de los grandes maestros espirituales.
El primero de ellos fue Jiddu Krishnamurti, cuyo estudio ha producido en mí una transformación interna muy grande. Y en 1997 nos dio la oportunidad a Ximena, a Connie y a mí de formar parte de un grupo que viajó a la India para visitar el ashram de un gran maestro llamado Sathya Sai Baba, en donde permanecimos diecisiete días. Esta experiencia fue para los tres de mucha trascendencia.
El tercer evento ocurrido a finales de ese mismo semestre amerita la descripción más detallada.
Proceso de paz- Comunidad campesina
En diciembre del mismo año 88 me enteré de que una comunidad campesina ubicada en la región del Carare santandereano había realizado por su propia cuenta un proceso de paz que logró la paz regional después de haber soportado 15 años de una despiadada violencia. Y supe que habían formado una organización llamada Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare (ATCC). Ese mismo mes hicimos contacto con los dirigentes de la ATCC para conocer en detalle cómo lo habían logrado. Resumo muy brevemente esta historia.
Un grupo de 50 personas de la comunidad había convocado a una reunión a los comandantes locales de la guerrilla para plantearles que no estaban dispuestos a seguir soportando el maltrato a que ellos los habían sometido durante tanto tiempo. La reunión se realizó el 28 mayo de 1987. Después de más de seis horas de un diálogo muy duro y difícil lograron acordar hacer una segunda reunión que tuvo lugar el 11 de junio siguiente.
Estuvo en ella un comandante del Secretariado General de la guerrilla y, en forma anónima, miembros de los grupos paramilitares. Pero lo más importante fue que asistieron cerca de 2.000 campesinos, quienes aprovecharon para denunciar ante el comandante los atropellos a los que habían sido sometidos tanto por ellos como por los paramilitares y el ejército. La denuncia fue tan contundente, que el comandante tuvo que pedir públicamente perdón y se comprometió a que la guerrilla no volvería a maltratar a ningún miembro de la comunidad.
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El 5 de julio de ese mismo año la comunidad sostuvo una reunión con representantes del ejército, en la que también estuvieron presentes anónimamente miembros de los grupos paramilitares, a la que asistieron más de 5.000 campesinos.
Este proceso de paz cambió radicalmente las condiciones de vida en la región. La comunidad creó su propia organización, la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare – ATCC, para continuar trabajando por la consolidación de la paz regional.
Cuando el principal líder de esta gestión se posesionó como presidente de la asociación, les dijo a sus compañeros que la paz no consistía únicamente en evitar los muertos: que se requería también promover el desarrollo para mejorar las condiciones de vida de toda la comunidad. Ellos mismos hicieron un plan de desarrollo y se organizaron autónomamente para ponerlo en marcha.
Ese mismo mes de diciembre, una de las investigadoras de nuestro grupo de trabajo se desplazó a la región para hacerlos primeros contactos con los dirigentes de la ATCC. Así comenzó el trabajo que hicimos con ellos durante varios años. En el año 1989 trabajamos hombro a hombro para apoyar sus procesos de paz y desarrollo.
Durante el año se fueron creando unos lazos de amistad muy profundos entre los dirigentes de la ATCC, varios miembros de la comunidad, y nosotros los investigadores. Esta cercanía fue lo que nos permitió llegar a tener una comprensión tan honda y completa sobre la forma en la que ellos habían procedido para lograr la paz. En mi caso, fue gracias a esta amistad que pude comenzar a ver cada vez con más claridad la gran diferencia que hay entre lo que comúnmente llamamos ‘conocimiento’ y lo que es la sabiduría.
Dimensión espiritual- Viaje a la India
En el año 1997 viajamos a la India por diecisiete días y estuvimos en el ashram de Sri Sathya Sai Baba, reconocido maestro espiritual. Desde entonces nos hemos ido comprometiendo cada vez más seriamente con esta difícil tarea.
Una de las consecuencias más importantes de ese contacto con la dimensión espiritual fue haberme encontrado con los trabajos de Jiddu Krishnamurti, gran maestro espiritual de oriente. Por ejemplo, cito su libro El vuelo del águila. Su lectura se convirtió en una fuente inagotable de inspiración, tanto en lo personal como en lo profesional. Comencé a comprender que el pensamiento puede ser una obstrucción para captar lo que es la dimensión espiritual de un ser humano.
Él, en todas sus charlas, le advierte a su audiencia que por favor no le crean, que lo que está tratando de comunicar es algo que ellos mismos tienen que investigar para verificar si es cierto o no. Pero esa investigación no puede hacerse a través del pensamiento: requiere practicar la meditación.
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Reflexiones
¿Cuál piensa usted que es la facultad humana más importante?
La sensibilidad. Permite comprender al otro. Esa comprensión es fundamental para que pueda haber paz interna y, eventualmente, se traduzca en una paz social verdadera.
El gran maestro, Thich Nhat Hanh, monje budista de Vietnam, tiene una frase prodigiosa: “la comprensión es la sustancia del amor y de la compasión”.
¿Cuál es su concepto de felicidad?
La felicidad se alcanza cuando uno trasciende la prisión de las satisfacciones materiales y descubre que como ser humano tiene una dimensión espiritual.
¿Cuál es su definición de tiempo?
Los grandes maestros espirituales han logrado “vivir el momento”. Lo que sé, aunque me falta mucho para experimentarlo, es que cuando un ser humano lo logra en su mente desaparecen el pasado y el futuro.
¿Qué habilidad sobrenatural le gustaría tener?
La palabra habilidad es una contradicción. De lo que se trata aquí es de un descubrimiento, el que los grandes maestros espirituales llaman la iluminación.
¿Qué hay en sus silencios?
Cuando logro el silencio real, es decir, aquietar la mente, vivo una paz interior que no sabía que podía existir.
¿Dónde le gustaría estar en este momento?
Estoy muy bien donde me encuentro. No tengo aspiración de estar en ninguna otra parte.
¿Qué le gusta dejar en las personas que se acercan a usted?
Avance en su autoconocimiento.
¿Cómo le gustaría ser recordado?
Como un ser humano amoroso.
¿Cuál debería ser su epitafio?
Fue un ser de luz.
#HISTORIASDEVIDA #ISALOPEZGIRALDO