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Amparo Jaramillo: “Mi deseo era trabajar por Pereira”

En esta nueva entrada de la serie Historias de Vida, creada por Isabel López Giraldo para El Espectador, Amparo Jaramillo habla sobre su interés por los temas de civismo y ciudad, así como de su vinculación a la Academia de Historia.

Isabel López Giraldo
05 de abril de 2021 - 10:00 p. m.
Amparo Jaramillo se retiró de la Corporación de Parques y Arborización para lanzarme a la Alcaldía, proceso que, aunque fallido, fue enriquecedor y una experiencia muy positiva. Logró abrir unos espacios que le han servido para trabajar por la ciudad.
Amparo Jaramillo se retiró de la Corporación de Parques y Arborización para lanzarme a la Alcaldía, proceso que, aunque fallido, fue enriquecedor y una experiencia muy positiva. Logró abrir unos espacios que le han servido para trabajar por la ciudad.
Foto: Archivo Particular
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Amparo Jaramillo es protagonista en la vida de la ciudad de Pereira, y su historia es evidencia de ello. Presentamos esta entrevista, realizada en abril del 2016.

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Mi abuelo paterno, Alfonso Jaramillo Gutiérrez, salió de Abejorral (Antioquia) a sus 8 años, después de la muerte de sus padres. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que la colonización antioqueña fue un desplazamiento motivado por la pobreza de las tierras y el deterioro de la minería.

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Apegados a las costumbres españolas y respetando la ley del mayorazgo, emigraron los menores.

Papá Pobo, como solíamos llamar al abuelo, se fue a Pácora y trabajó en un taller de carpintería. Allí se empezó a formar en este oficio, para unos años más tarde ir a vivir a Manizales donde Don Liborio Gutiérrez, pariente cercano por parte de su madre, quien le dio cabida. En esa ciudad trabajó como ayudante en la construcción de la catedral, que desapareció en el famoso incendio de 1926. Fue así como mi abuelo se consolidó como constructor y armador de techos, oficio muy importante en esa época.

Como buen liberal, y contrario a los pensamientos conservadores de los manizaleños, llegó a Pereira a los 18 años. Puso un almacén de paños con don Eduardo Salazar, en la calle 19 con carrera octava, en los bajos de Doña Doloritas Botero y Don Juan María Marulanda. Terminó casado con su hija Carmen, con quien tuvo siete hijos. Al enviudar, se casó con Dionisia Bernal Botero, prima hermana de su señora, mi abuela, a quien le tocó asumir la crianza de los Jaramillo Marulanda, además de la de sus seis hijos.

Ellos vivían en la séptima con calle 17 y tenían la casa en la mitad de la cuadra, donde es hoy el Centro del Comercio. En esa época, las familias tenían lo que se conoce como una manga y la suya quedaba donde es hoy la Circunvalar, donde todos los días iba el paje con mi papá a caballo y traían una o dos vacas de ordeño hasta la casa para regresarlas por la tarde. Los portones de las casas se levantaban para que por debajo de la escalera pasaran las bestias.

Heredé de mi abuelo el interés por la ciudad, por la arquitectura y la construcción. Él tomó a Pereira como suya, asumió como su responsabilidad el mejorarla y se constituyó como un gran líder a muy temprana edad. Trajo la primera planta telefónica con el doctor Manuel Mejía, a quien no se le han hecho los reconocimientos del caso. Estando con el abuelo de paseo por Europa, vieron que en Madrid estaban abriendo las calles para instalar teléfonos, se enteraron de la modernidad del sistema y resolvieron poner un telegrama a la Sociedad de Mejoras (de la que formaban parte) diciendo que no fueran a comprar nada en Pereira, pues ellos ponían la plata y hacían las cosas. Así pues, compraron la planta con sus propios recursos y Pereira tuvo la primera planta automática de Colombia y la segunda en Suramérica. Contaba mi papá que se pasaban de una casa a la otra jugando para hablar por teléfono. Él se volvió el alma del pueblo, junto con otros viejos ricos, como lo cuenta mi abuela Mamá Chía, en una entrevista que le hicieron al cumplir 90 años.

Tuvo un hermano, el doctor Esteban Jaramillo, quien fue ministro de Hacienda durante varios gobiernos. Desde su cargo, ayudó mucho a Pereira. Juntos consiguieron importantes recursos que se usaron para hacer, por ejemplo, la Escuela María Santos, bello edificio que infortunadamente desapareció (ahí funcionó el Batallón San Mateo y hoy se conoce como el Hotel Movich). Coincidió este momento con la presidencia del doctor Eduardo Santos, quien estaba casado con una señora de Dosquebradas, Lorencita Villegas de Santos, hermana del fundador del periódico El Tiempo.

Entre sus realizaciones también estuvo la construcción de la galería (plaza de mercado). Se dedicó día a día al diseño y dirección de esta obra, que se quemó posteriormente. Estaba hecha totalmente en madera con grandes arcos. Era realmente muy hermosa, como se comprueba en los registros fotográficos. También participó en forma decidida en la construcción del Parque Olaya, para el que donó parte del terreno. Él había estado en La Habana (Cuba), donde se enamoró de los parques y de las palmas botella. Siguiendo con el estilo Deco, tan significativo en la capital cubana, construyó para la familia una bella edificación, la que tuvo que ser demolida después del terremoto de 1999.

En 1948, empezó con sus sobrinos Pablo y Ernesto Ramírez Jaramillo el desarrollo de la Avenida Circunvalar (se suponía que se uniría a la avenida del río) en la manga de su casa. Se construyeron alrededor de quince casas, empezando en la esquina del Prometeo, lote y escultura donada por Dionisia Bernal, mi abuela, en memoria de los fundadores. En 1963, año del centenario, le dieron el nombre de Alfonso Jaramillo Gutiérrez. Hoy, gracias a mi hermana Carmiña, la casa del abuelo le hace honor llamándose Hotel Don Alfonso.

La familia de mi mamá, Olga Vélez Marulanda, conformada por trece hermanos, eran hijos de Ester Marulanda, dueña de la finca Nacederos, situada en la hoy cabecera del Aeropuerto de Matecaña, justo al lado de la estación del tren. La pequeña estación de Nacederos todavía existe y permanecerá gracias a que fue declarada Patrimonio Nacional.

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Mi bisabuelo, Francisco Marulanda Arango, el menor de los tres Marulanda, quienes llegaron a abrir camino tumbando monte y repoblando al Cartago Viejo recién refundado, son el origen de mi gran parentela. No lo conocí, pero sí he seguido con mi interés de historiadora su interesante trayectoria.

Mi abuelo, Don Tomás Vélez Uribe, tenía en la galería un almacén de abarrotes y de ropa de trabajo de finca, al que mi papá iba con frecuencia. Estando allí, en alguna oportunidad, se encontró con mi mamá en la puerta del almacén, se ennoviaron y pronto se casaron (era 1941). Tiempo después nacimos Lucía y yo, cuando vivíamos en la esquina del Parque Olaya Herrera. Luego, viviendo en la Circunvalar, nacieron Consuelo, Clara Inés y Carmiña.

Antes de esto, siendo mi papá un niño, lo mandaron a estudiar al Gimnasio Moderno por la relación cercana con Bogotá. Allí logró entablar excelentes relaciones que siempre fueron puestas a disposición de Pereira. Puedo mencionar a Hernando y Enrique Santos Montejo y al presidente Alfonso López Michelsen, quien fue acudiente nuestro cuando Lucía y yo estábamos estudiando en Londres.

Ese fue el legado que nos dejaron. A mi abuelo no le gustaba la política, él era un cívico. Mi papá nos decía: “Le debemos todo a este pueblo y hay que devolverle lo recibido, por eso estoy trabajando de manera gratuita por la ciudad”. Fue casi una orden y de ahí nuestra vinculación con los temas de civismo y ciudad.

Alfonso Jaramillo Bernal, mi papá, compró un lote de setenta plazas para la Plaza de Ferias, que luego fue asignado para la Villa Olímpica. Generosamente, sirvió de aval bancario al municipio hasta que un buen día resolvieron que sería para los Juegos Atléticos Nacionales y como buen ganadero dijo: “¡Un momentico! Por favor me liberan de la deuda bancaria, yo sigo interesado es en hacer una Plaza de Ferias para Pereira”.

Simultáneamente con los terrenos de la actual Plaza de Ferias, intervino en la compra de la tierra del Club Campestre, para poder trasladarlo de Dosquebradas. En la venta participó Maria Isabel Mejía Marulanda. El campo de golf se le vendió al Instituto de Crédito Territorial y la sede a la Caja Social de Ahorros.

Estudié en el Liceo Decroli, uno de los primeros colegios laicos modernos con la ideología de Ovide Decroly, médico belga que decía: “La escuela ha de ser para el niño, no el niño para la escuela”. Luego estuve un año en el colegio La Enseñanza y más tarde pasé al Gimnasio Pereira, recién fundado y de formación liberal (como era lo lógico en una familia donde se enarbolaba el trapo rojo por todos los costados). A mis nueve años, nos mandaron internas, a mi hermana y a mí, al colegio del Sagrado Corazón en Manizales. Entre un colegio y otro, volví a la casa a los 18 años.

Este reconocido colegio, el Sacre Coeur, estaba dedicado a educar niñas de la entonces llamada alta sociedad para formarlas como líderes. Nos enseñaban que, como privilegiadas de la vida, teníamos la responsabilidad de capacitarnos para liderar o formar otros líderes. En el colegio de Londres, también Sacre Coeur, donde fuimos Lucía y yo después de Manizales, en 1959, era mal visto todo: desde llevar el pelo mojado hasta llorar. La manera de comer era totalmente diferente. Ese medio me obligó a adoptar un cambio de costumbres muy radical, cuando apenas tenía 16 años. Fue muy duro al principio salir del internado a manejar una cierta libertad. Recuerdo que me aterré con la primera película que vi, se llamaba Cama sin desayuno.

También estudié en Friburgo Suiza, una universidad que era menos rígida y de ambiente agradable. En ella complementé mi educación. Ahí también recibí una buena formación, que agradeceré siempre. Quise estudiar más, pero a mi papá le parecía que ya tenía lo suficiente. En esa época a las mujeres nos brindaban solo un barniz. Se trataba de que supiéramos varios idiomas, historia del arte, literatura, porque lo importante era que nos supiéramos portar a la altura.

Resolví dedicarme al golf, deporte muy incipiente en ese momento en la ciudad. Con mis habilidades deportivas manifiestas, a través de mi vida colegial, rápidamente empecé a jugar con buen nivel y a competir exitosamente a nivel nacional. Realmente me apasionaba. ¡Cuánto hubiera dado por tener la oportunidad de ir al exterior a estudiarlo y jugarlo!, pero no fue así. Mi papá dijo que tenía que decidir sobre el tipo de vida quería: “Un marido y una familia, o un palo de golf”. Otto Drews, mi entonces novio, a su vez decía del golf: “¡Eso no es nada, es una enfermedad!”.

Yo insistía en mi deseo de formarme más, pero solo se dio hasta que me casé a mis 21 años, en febrero de 1965. Entendí que tenía que hacerlo por mi cuenta. A Otto lo conocí de diez años. Él fue novio de mi hermana Lucía. La quitada del novio causó revuelo. El noviazgo fue por carta, pues pasaron cinco años sin vernos, cuando se fue para Estados Unidos a estudiar. Al casarme, dejé el golf y esa tusa no la superé nunca. Tuvimos una relación de pareja bastante amigable, con gran compatibilidad en la vida diaria. Mi hija Carolina nació en 1966 y Johanna en 1971.

Quise estudiar arquitectura, pero no lo logré. Entonces, estudié a distancia Interior Design, en la Salle University, de California. Luego me matriculé en Decoración en España, en la CEAC. Un buen día le dije a mi esposo: “Otto, yo no me quiero frustrar, me quiero ir a estudiar. Tomémonos un año sabático”. Y así lo hicimos. Posteriormente, fui a Londres con mi esposo y mis hijas. Los viajes que hicimos me brindaron un espacio mental muy grande. Nos tomamos año y medio para el estudio. Repartimos las labores del hogar, lo que para mí fue algo extraño porque mi papá nunca nos dejó entrar a la cocina, pues nos crió como muñequitas de cristal. Sin embargo, allá fuimos todos a “quemar ollas”. Tuvimos la fortuna de contar con la ayuda de María Teresa y Emilio Echeverry, que estaban vinculados con la Federación Nacional de Cafeteros, así como la ayuda de Osorio, que nos ayudó a instalarnos rápidamente.

Johanna estuvo en un internado cerca de Ascot. Al principio le dio muy duro, pues recuerdo que me decía, al preguntarle en las noches porqué lloraba, que se sentía como un miquito comunicándose por señas. Carolina se quedó en Londres estudiando Relaciones Internacionales y lastimosamente se devolvió antes. Otto quería aprender Public Speach y sistemas. Así lo hizo. Por mi parte, tenía claro que después de haber trabajado en el Club Campestre en la siembra del campo de golf, quería estudiar algo sobre jardines. Ya me había inscrito en el Inchbald School of Garden Design.

Como complemento, y para aprovechar la estadía, me matriculé en el American School of Design, a tomar materias de arquitectura de interiores, para consolidar los conocimientos adquiridos previamente. Cada vez que nos fue posible, viajamos en carro por Europa, conocimos mucho y disfrutamos a plenitud. ¡Qué período de vida tan maravilloso!

Al regresar, mi deseo era trabajar por Pereira. Mi tío Oscar Vélez Marulanda, senador y líder político liberal de esa época, no me quiso apoyar, para no mezclar la política con la familia. Sin embargo, y con suerte, me vinculé durante dos años con la empresa que se creó para administrar la línea masculina de Cristian Dior. Era como un sueño tener contacto con la moda de alta costura, algo tan lejano para uno, lo que me dio grandes oportunidades. Me ayudó mucho el conocimiento de francés y de costura que había adquirido en mi casa, en la que mi mamá era una verdadera creadora, pues a cinco mujeres, a sus hijas, nos cosía en especial la ropa de lujo que se usaba en los años sesenta.

Después de dos años, comencé a manejar Parques con el alcalde César Castillo. Yo no conocía los barrios de Pereira, estaba muy desubicada y al comienzo sentí mucho miedo de enfrentarme al reto que eso significaba. Enrique Soto, quien para ese momento era diputado, me invitó a conocer el barrio Cuba, lo que nos tomó cuatro horas. Gracias a esa experiencia entendí que la labor era mucho más compleja y que requería mucha seriedad; que debía dedicarme a trabajar en la periferia, ya que el centro se defendía por sí solo.

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Castillo me apoyó en el proyecto de comprar un lote grande que le diera a la ciudad un espacio verde importante y que fuera el centro de recreación de la comunidad. Compramos 17 hectáreas del Parque Metropolitano, a lindes del Batallón San Mateo. Se construyó con la colaboración del presidente César Gaviria, a través del Ministerio de Hacienda, así como con el apoyo de Bavaria y Postobón. Tuvo un costo de $2.500 millones de pesos. Ese es un pulmón que la ciudad no tenía.

Remodelamos la Plaza de Bolívar. Criticada o no, me sigue pareciendo una buena intervención. El Bolívar había llegado en 1963 sin haber calculado dónde acogerlo, era una obra que requería perspectiva y relieve, y no un parque republicano. Se pensó en dejarlo en el parque Olaya, pero no era lo lógico hacerlo así. El Maestro Arenas estaba preocupado por esa situación y me decía: “Vea maestrica, levántelo y póngale mármol rojo al piso”. Pero en el momento de hacer la transformación, mi papá me dijo: “Hija, no lo vaya a levantar, no lo vaya a tocar que esa escultura es muy frágil.” Transformar este espacio de parque a plaza era necesario para estar acorde con el desarrollo de la ciudad. Al hundir el espacio central, buscando realzar El Bolívar, se logró esa ágora que es muy agradable.

En octubre de 1993 me retiré de la Corporación de Parques y Arborización para lanzarme a la Alcaldía, proceso que, aunque fallido, fue enriquecedor y una experiencia muy positiva. Logré abrir unos espacios que me han servido y me sirven para trabajar por la ciudad. Entendí que yo no tenía el arraigo político que se necesita para ser alcalde, pero sí tenía las ganas de trabajar. Para mis hijas fue lo mejor que pudo pasar porque no les gustaba mucho la idea y mi marido estaba enfermo, murió de un Alzheimer prematuro.

Su enfermedad significó siete años de dolor, los más duros vividos hasta el momento, y una gran pérdida. Al morir Otto, resolví hacer un cambio de espacio e incluso de modo de vida. Construí mi nueva casa en Malabar, al pie de un lago enorme y con una vegetación privilegiada. Luego, me dediqué a investigar. Llevaba muchos años vinculada a la Academia de Historia y requería un documento que me acreditara como académica. Buscando un tema que me apasionara, me encontré en el Archivo Notarial de Cartago un litigio de finales del siglo XIX, donde se veía envuelta la Familia Pereira Martínez, supuesta propietaria de las tierras de Pereira y sus alrededores, sobre la propiedad del Latifundio El Tablazo, que comprendía casi todos los terrenos de Cerritos. Mi interés surgió porque había heredado de mi papá la casa principal de la Hacienda Castilla y algo me hacía sentir que esa casa solariega no solo era una bella vivienda bien tenida y querida por mis padres, sino que algo había de más.

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Con la investigación Pindana de los Zerrillos, El Tablazo, que entregué a la Academia y a Pereira, comprobé con documentos de archivo que esta casa había sido construida por los indios en 1633 como un campamento. Posteriormente, en 1716, fue aderezada. Para complementar el libro, encontramos nuevos mapas y una escritura de 1728, registro de que Don José Francisco Martínez Bueno, abuelo de José Francisco Pereira Martínez, adquirió el predio. Qué ironía de la vida cuando él reclama como baldíos los terrenos de propiedad de su abuelo. Pereira se fundó en 1540, no lo podemos olvidar. Actualmente, tenemos un grupo de amigos, personas residentes en Cerritos, en una veeduría cívica llamada Cerritos Presente. Nos preocupa el desarrollo desordenado y la falta de planeación de este bello territorio.

Por ejemplo, el proyecto del Parque Ukumarí no tiene vías para recibir a los turistas, y bien sabemos que donde falle el puente del Tigre se queda incomunicado parte del occidente del país. No hay ningún diseño de las vías en esta zona, solo contamos con trazados y más trazados. Pienso que como municipio, debemos proyectar vías alternas y no esperar a que la nación nos solucione los problemas de movilidad. Si lo vemos bien, todas las buenas vías que nos circundan son nacionales. ¡Qué frescura la de los mandatarios pereiranos!

Llevamos casi veinte años en el proyecto de La Catedral. Quién iba a pensar que cuando Monseñor Suescún me encomendó esta responsabilidad fuéramos a enfrentarnos a una obra de tal magnitud.

Acabamos de recibir el premio Gubbio en Buenos Aires, importante reconocimiento a obras internacionales de intervención después del riesgo. Es una ironía decirlo, pero debido a un terremoto descubrimos una nueva iglesia que puede considerarse única. Nos falta el sistema de iluminación y el sonido, así como reforzar la torre central de atrás. Hay inversión pendiente.

Nos falta algo muy importante y es El Museo Arqueológico. El espacio físico está listo. En él se aprecian los antiguos muros de la Iglesia de Cartago, que datan de 1580, cuando fue ordenada por el Rey Felipe II. Faltan recursos para mostrar los hallazgos. Será el Primer Museo in situ de la América Española. No se conocen otros hallazgos porque seguramente no se ha excavado. Contamos con los muros de la iglesia de Cartago.

Ahora tengo una vida muy tranquila, disfruto las delicias de la isla de Providencia. Logré construir una pequeña casa isleña de madera, incrustada en un recodo del mar. He descubierto el buceo y disfruto de las bellezas de la naturaleza, tomándolo como un premio que me da la vida. Cuando fui por primera vez, le dije a mi instructor Pichis: “Como no sé si sea mi única inmersión, por favor bájeme a ver los tiburones”.

Cuando estoy en Pereira disfruto de otra pasión: el baile. Asisto a una academia en la que no siento la vida, bailo sin parar y así me recargo de energía. No me duele nada. Regreso a esos momentos de infancia, cuando iba todos los días, después del colegio, a la escuela de ballet de Amigos del Arte, donde aprendíamos a bailar acompañadas por el piano del maestro Jaime Llano González y del maestro Rayo, quien también vivía en Pereira y a quien le gustaba pintarnos como cualquier Degas en su inicial técnica de bejuquismo. Esa era Pereira de 1950.

#HISTORIASDEVIDA #ISALOPEZGIRALDO

Por Isabel López Giraldo

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