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“El amor que late en las piedras viejas de esta casa ha hecho un milagro más: el de permitir que, como si fueran ciegos, no se vieran el cuerpo sino solo el alma”. (Puig, 2005, p. 107).
Un barroco desmedido en sí, sobre todo, en tres ámbitos: el de la prisión utópica, el del relato mítico-melodramático y el del travestismo monstruoso, como he decidido llamarlos.
Desde luego, estas pocas palabras son solo un esbozo de esas tres ideas; no obstante, espero que sirvan para releer a Puig en otra clave y para conversar. Sé bien que este especial es sobre los autores y la homosexualidad, mas no quiero adentrarme en cuestiones biográficas que nunca interesaron a Manuel Puig y de las que nunca teorizó. No pretendo desempolvar su homosexualidad, y mucho menos cuando sus libros hablan por él.
Así pues, El beso de la mujer araña comienza con Molina y Valentín, dos presos de la dictadura militar argentina de 1976, que convierten su celda en un sueño de evasiones, transgresiones y privacidad fugaz. Digo fugaz porque fuera del calabozo los dos no serían más que un homosexual y un revolucionario –perseguidos ambos, pero en extremos opuestos de la guerra–. Destinados a no encontrarse nunca en lo público. Por eso es que la celda se construye como la isla de Tomás Moro; en el espacio de lo teórico, de lo enunciado, de lo irrealizable fuera de ella. Finalmente, en el espacio de lo utópico.
El giro barroco se encuentra justamente en que ese lugar designado a despojarse de las “dichas privadas” es apropiado por quienes lo habitan y lo transforman en el más íntimo de los espacios. Una celda que, paradójicamente, no cohíbe sino que libera; que no crea ciudadanos perfectos y serviles, sino que es una utopía a la inversa de la acepción: la utopía de las emociones prohibidas, en donde lo disonante es el ideal y lo animal se desfoga con toda naturalidad para tragarse los prejuicios y disfrutar de los cuerpos.
Incluso la tortura, que es quizás la representación más constante del sistema penitenciario del siglo XX, no logra sacar información de Valentín ni ejercer el suficiente temor en la población civil, y ese es otro de los hitos barrocos. Pues lo peor que le puede pasar al poder, como decía Eduardo Galeano en La canción de los presos, es que el torturado disfrute de su pena. Eso sucede con Valentín en la novela cuando dice: “Mis ideales, el marxismo… ese placer lo puedo sentir en cualquier parte, acá mismo en esta celda, y hasta en la tortura. Y ésa es mi fuerza” (p. 30).
Ya mucho se ha escrito sobre el melodrama en El beso de la mujer araña; sobre todo, en la intervención que hace Molina en las películas románticas para inscribir sus propias memorias y deseos sexuales en el relato. Mas mi interés se posa en el melodrama como una forma mítica de sobrellevar la realidad, es decir, como una forma de elevar la exageración y el sentido a través de la inocencia.
Si bien Michel de Certeau le concede a esta situación un valor negativo y dice que “entre nosotros, los grandes relatos de la TV o de la publicidad aplastan o atomizan los pequeños relatos de las calles o de los barrios” (p. 145), considero que en la cárcel esa guerra de relatos publicitarios y teleinducidos no es ni tan hegemónica ni tan banal como parece.
Es más, el barroco de El beso de la mujer araña solo puede erigirse a partir de la simulación de esos roles que cumplen los dos presos para, con los gestos y la futilidad melodramática, decirse más de lo permitido por la dictadura y por ellos mismos.
Utilizar el recurso de lo animal sirve para hablar de lo prohibido a través de una suerte de tercera especie híbrida (animal/hombre) que habilita la seducción homosexual y la explosión del sensorio con menos peligro que si se hablara desde el “yo” individual y humano. Molina cuenta historias en las que el personaje principal es un animal-humano que vive las pulsiones sexuales con total tranquilidad. La tranquilidad que la realidad no le da. La tranquilidad que no tiene a la hora de hacer el amor con Valentín y que le expresa en pequeños murmullos y onomatopeyas, cuando le dice “Valentín, si querés podés hacerme el amor…, si no te doy asco”.
El asco que la dictadura le enseñó a sentirse, el asco que los revolucionarios le expresaron cuando quiso hacer parte de sus filas y le gritaban “loca, vos para esto no servís”. El asco no existe más en ese encierro, en esa oscuridad. Por eso Molina le agradece a Valentín que lo toque. Que lo toque con delicadeza. Lo que no sabe es que es él quien salva al revolucionario y no al contrario.
Entonces, en la novela los relatos coexisten, no se aplastan sino que se inscriben y se disfrazan en la trivialidad. Así como hacía el barroco colonial del siglo XVI y del XVII en el que indígenas, como Guamán Poma o el Indio Garcilaso de la Vega, escribieron bajo el paradigma español pero reflejando a su vez el revés de una constante sublevación y crítica.
Sostengo entonces que el revés en la fragilidad de Molina es alzarse en lo mítico al volverse eterno en una muerte heroica. Es consagrarse entonces a la revolución, incluso cuando él no se considera revolucionario. Es decir, Molina no solo no cumple con su papel de espiar a Valentín y envenenarlo, sino que además lo ayuda para que sus mensajes lleguen fuera de la cárcel.
Ahí es en donde Puig se juega todas las fracturas barrocas, pues el travestismo no solo nos aparece como el deseo de ser otro, sino como un juego de roles en donde la sensibilidad de Molina es la verdadera potencia insurrecta. En donde el héroe (Molina) –siempre pobre de autoestima cuando habla de sí mismo– muere con grandilocuencia y, sobre todo, con extremo melodrama, sin que eso afecte su valor.
Molina es todo barroco, pero es especialmente porque no nos esperamos su valentía. No esperamos que él sea el que desata los deseos de Valentín y el que en su teatro, por utilizar la palabra de Certeau y del barroco, sea el más comprometido políticamente. Un compromiso que pasa por la homosexualidad, por el sexo como una lucha.
Finalmente, lo monstruoso está presente en cada palabra de la narración. Está, sin duda, en ese exceso en donde el status quo no encuentra sosiego, en donde se dinamitan las apariencias y la conveniencia para pensarse en otras posibilidades. Posibilidades deformes, viles y también maravillosas, tal como los monstruos.
Pensar entonces El beso de la mujer araña como un libro travesti y monstruoso, sirve para pensarlo con dos categorías profundamente barrocas. La primera, según los imaginarios del siglo XVI, tiene que ver con que todo el mundo juega un papel en la vida. Y, jugar ese papel implica representar un personaje y fingirse en una pose que, como en La vida es sueño, de tanto repetirla se va imponiendo. Por eso, la prisión crea un efecto de pequeño teatrillo en donde no solo se travisten los personajes, sino la realidad misma y sus objetos.
Incluso el discurso, con su tensión entre lo dicho y lo no dicho, se disfraza para mostrar los dobles sentidos tan propios del lenguaje del sexo, que es también un lenguaje político.
El monstruo, por su parte, es simplemente lo “otro” en la época barroca. Es ese prisma colonial con el que se miraba a lo desconocido con la categoría de deforme (de animal), para reducirlo, para callarlo y finalmente para justificar la violencia.
Hacinar a un revolucionario y a un homosexual en una cárcel dictatorial significa para el poder poner en cuarentena a quienes “enferman” la patria y alejar de la “ciudad perfecta” a los monstruos que la desestabilizan.
Con lo que no contaban es con que esos monstruos asumirían su marginalidad, la habitarían, la volverían en recuerdo y la liberarían.