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Le dije: “Hola, ¿cómo estás?”, y ella me dijo que bien. Que gracias. Y luego me preguntó cómo estaba yo. Le dije que bien, que gracias. Y después hubo silencio. Las dos nos miramos: ella esperando que le dijera para qué la saludaba y yo decidiendo qué le iba a decir. Hasta ese momento, a ninguna de las dos le importaba cómo estaba la otra. Eso lo sabíamos. Eso lo sabe todo el mundo, pero es un código sencillo. Me acerqué porque estaba tocando la canción Dance Monkey con un violín y unos arreglos de fondo en el segundo piso del centro comercial Fontanar. Le dije que era periodista y que quería hablar con ella. Me dijo que sí, que bueno. Apagó su parlante y acomodó el violín en su estuche.
Crédito video: Under Trees Films
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Me dijo que se llamaba Íngrid Espitia; que estaba ahí porque el centro comercial la había contratado para darles la bienvenida a las personas, para que sintieran que estaban en un lugar seguro. “¿Y cuál es la relación entre la seguridad y la música?”, le pregunté, y las arruguitas de sus ojos adornados con sombras doradas me avisaron que estaba sonriendo: el tapabocas negro de terciopelo le escondía los labios. Respondió que, además de las medidas sanitarias, la seguridad se iba a sentir a través de la música. Que no era obvio, pero que ojalá todo el mundo supiera que donde le abrían la puerta al arte, también se la abrían a la vida y a su protección. “Si se aprecia el arte, se aprecia la vida”, fueron sus palabras.
Espitia es egresada de la Universidad Incca. Su especialización es la música clásica, pero las canciones que toca en el centro comercial son más “urbanas y modernas”. Desde las 10 de la mañana hasta las 5 de la tarde, se ubica, vestida de negro y con un kimono de figuras rojas y doradas encima, en alguna esquina del centro comercial para tocar durante 45 minutos. Después rota. Antes de salir de su casa, que queda en el barrio Los Cerezos, en Bogotá, desayuna. Ese día comió papaya, café y huevo. Me dijo que también se tomó dos litros de agua, que por salud. Que siempre lo hace y ese día no fue la excepción. Tiene carro, así que llegar a Fontanar (vía Chía km 2,5 Cajicá) no es difícil. Se demora cuarenta minutos. A la una de la tarde descansa y almuerza. La comida la lleva en una “coquita” y tiene una hora para almorzar. Yo la conocí a las cuatro de la tarde, así que a esa hora ya se había comido las verduras, el arroz y el jugo de manzana y apio que llevó.
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Espitia ha trabajado siempre como independiente. Sus contratos más habituales eran para acompañar matrimonios, cumpleaños o cualquier celebración de este tipo. Tiene treinta años y es casada. Con su esposo, Juan Pablo Sánchez Rojas, flautista, pianista y compositor, comenzó un proyecto llamado Impromptus Juan e Íngrid, que consiste en grabar y escribirles arreglos a canciones colombianas. Todo lo hacen en casa. Buscan que los conozcan para sumar más contratos como el del centro comercial o una invitación a algún festival.Espitia y Sánchez llevan tres años casados y no tienen hijos. Se conocieron en Do re millones, un programa de Caracol Televisión en el que los dos tocaban. “¿Qué están haciendo ahora?”, le pregunté. “Ahora nos acompañamos”, me respondió. Espitia dice que hay días duros, pero que son más los que vive con la esperanza de que la vida venza. De que su respiración no se pause ni se apague.
“¿Y cómo estás tú?”, le pregunté de nuevo, pero esta vez fue distinto. La pregunta era genuina y ella lo notó. Esta vez no era un código ni un paso para cumplir con el manual de las formas. Esta vez sí quería saber cómo estaba. Espitia me miró y comenzó a llorar. Se disculpó. Me dijo que la perdonara, que no sabía por qué lloraba. Que ella creía que este momento era necesario y que no estaba tan triste como para llorar, pero que no podía parar. Yo me quedé callada. Después le dije que tranquila, que llorara si eso era lo que el cuerpo le estaba pidiendo. Que yo la esperaba. Me preguntó para qué quería esperarla. Le dije que quería saber qué la había conmovido tanto. Me dijo que bueno y escuché que comenzó a respirar. Cerró los ojos, después los abrió y se echó antibacterial para quitarse las lágrimas de la cara.
Espitia lloró porque se sentía afortunada de tener trabajo. Porque sabía que muchas de las personas que estaban en el centro comercial no querían comprar, sino sacarse la ansiedad que les producía el confinamiento. Lloró porque con su violín contribuía a que esa ansiedad se redujera. Lloró porque hacía mucho tiempo nadie le preguntaba cómo estaba. Lloró porque, al responder, se dio cuenta de que estaba bien. De que estaba sana. De que su vida era un testimonio y de que su violín era puro oxígeno.
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