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Que en la escena de su muerte, la Policía había encontrado varias cajas de barbitúricos y que luego los médicos que realizaron la autopsia de su cadáver revelaron que Hendrix había ingerido varias pastillas de Vesparax. Su amiga, Mónica Dannemann, relató que en la mañana del 18 había salido a comprar unos cigarrillos y que cuando regresó lo halló aún con vida, aunque inconsciente. Luego, con los años, afirmó que ella sospechaba de Michael Jeffery, el mánager de Hendrix, pero que no había dicho nada en sus primeras declaraciones por simple pánico. Jeffery estaba relacionado con la Cosa Nostra, y con la Cosa Nostra no se jugaba.
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Entonces pasaron los años, y algunos de los protagonistas de aquella historia comenzaron a hablar. Las versiones se sucedieron, una tras otra. Según algunos, la mafia estaba detrás de la muerte de Hendrix, pues Hendrix le debía un dinero. Mucho dinero. Según otros, y por razones similares, es decir, dinero, deudas, un seguro de vida, derechos de autor y demás, al guitarrista lo había asesinado su manager, Jeffery, como lo había dejado entrever su amiga Dannemann. Unos más aseguraron que detrás de su muerte estaba la CIA, Central de Inteligencia de los Estados Unidos, pues de acuerdo con informes “confidenciales”, Jimi Hendrix era subversivo, y una de las premisas de los departamentos de seguridad era eliminar a cuanto subversivo hubiera en los Estados Unidos, dentro de una campaña de exterminio que pretendía extirpar cualquier amenaza de comunismo.
Luego, como ha ocurrido a lo largo de la historia, surgieron más teorías y libros y biografías y testimonios, y conspiraciones jamás comprobadas. Y cada quien quiso aprovechar la muerte de un hombre que en menos de cinco años había revolucionado la escena del rock mundial en los psicodélicos, violentos, frenéticos y contradictorios años 60. La quisieron aprovechar los mercaderes del arte, los empresarios de cuenta pudiera dar dinero, los vendedores de mentiras a través de los diarios, los vendidos a la gran industria de la música, los invisibles, que a cambio de trabajo pretendieron llenarse de fama con una teoría, por más absurda que pareciera, los enemigos de la derecha y los enemigos de la izquierda, los títeres de los poderosos y los incautos, los creyentes en el más allá, los apocalípticos, los religiosos, e incluso, uno que otro rockero.
Hendrix era un poco de algo para todos. O dios, o demonio, o genio, o farsante, o ejemplo, o condena. Quienes lo amaban, lo amaban porque era uno de los suyos, uno de los que había roto con aquel mundo en blanco y negro que habían vivido todas sus vidas. Y lo había roto con su música, con su manera de tocar una simple pero compleja e infinita guitarra eléctrica, con sus provocaciones en los escenarios, como en Woodstock, cuando reventó una contra el piso y luego la quemó, llevado por la euforia, o por la desesperación, o por las drogas o por todo aquello junto. Lo había roto, sencillamente, porque había construido sobre lo construido y había ido más allá de los dictámenes. Hendrix, que había sido bautizado como James Marshall, hacía música, no repetía música. Inventó sus tonos, sus armonías, sus distorsiones, su manera de tocar la guitarra. Y buscó.
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Buscó y encontró y volvió a buscar. Algunos estudiosos dijeron con los años que después de Hendrix la forma de tocar la guitarra, y el rock, en general, habían cambiado. Que su legado había marcado a quienes llegaron después. Como escribió Fernando Galicia en una profunda nota del portal mundoclásico, “Es, sin duda alguna, el padre de la guitarra de rock moderna: su influencia en los guitarristas actuales es patente, y seguirá siéndolo durante muchas décadas. No creo que pudiera imaginarse jamás que se convertiría en el creador de una gran escuela; en el creador de la escuela más importante como fenómeno musical del siglo XX, que no es otra que la escuela de la guitarra de rock, que a su vez será la creadora de todo un movimiento musical, social y estético. Nombres ilustres del panorama guitarrístico mundial han bebido directamente de sus directrices, y a partir de ellas han transmitido a otros muchos las enseñanzas de todo un genio de las seis cuerdas. Entre ellos podemos citar a muchos, como Eric Clapton (a quien el propio Hendrix pidió conocer), Steve Vai, Joe Satriani, Yngwie Malmsteen, Paul Gilbert, Vinnie Moore... que a su vez son los maestros de otros muchos, y así sucesivamente, formando una cadena que no tiene límites”.
Cargaba con su pasado a cuestas, y su pasado jamás se quedó donde estaba. Fue cambiando, creciendo, marcando puntos, añadiéndole vida a lo vivido, porque Hendrix creció en un barrio en el que cada quien tenía que ganarse la vida como fuera, como pudiera, en Seattle, Washington. Y aquella premisa lo hizo ser quien sería. Por un lado, se tenía que ganar la vida como fuera, como todos allí, pero por otro, o por otros, haberse convencido de que sería así lo hizo despreciar el “deber ser”, aquel “deber ser” que, luego lo intuiría, lo hicieron y lo escribieron personas que no habían vivido en un barrio como aquel, con gente como él, de sangre africana y cheroqui. Personas que no habían tenido que vivir el día a día de los días sintiendo que en cualquier instante iban a morir simplemente por ser negros o indios, o que debían tomar cientos de precauciones para no ser atacados.
Cuando Hendrix tocó con sus primeras bandas, The Isley Brothers y The Squires, y para Little Richard, e iba de pueblo en pueblo por el sur de los Estados Unidos, debía ser minucioso con cada detalle de su itinerario. Decidir por qué vía llegar a su destino, en qué lugar detenerse a almorzar, en cuál podía ir al baño y en cuál podría tomarse un café. Estados Unidos era un polvorín de racismo y de segregación. De odio. Pero él y su gente ya lo sabían. Habían nacido en medio de aquella realidad y la afrontaban, o la evadían, a su manera. Los racistas simplemente seguían una vieja tradición de odio. Ni siquiera eran conscientes de sus razones. Iban, como robots, odiando y generando odio. De un lado y del otro. Hendrix siempre trató de caminar por su propio camino, y si no estaba delineado y pavimentado, él lo construía.
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En el Ejército, cuando hizo parte de la división 101 Aerotransportada de paracaidistas por unos meses, y se rapó al estilo militar dejando a un lado sus sueños de ser como B.B. King, se inventó que era homosexual para que lo dieran de baja, o eso dijeron con el tiempo, y luego, cuando constató que su estrategia no había funcionado, consiguió un montón de certificados médicos según los cuales padecía del corazón, del hígado y de mil cosas más. Por fin, logró salirse de aquel mundo, que pese a todo, le dio mucha de la disciplina y la rigurosidad que necesitaba. Hendrix llevaba ya seis o siete años tocando guitarra. Su padre le había regalado una acústica, a los 15, luego de que entre las basuras el pequeño e inquieto y rebelde y díscolo Hendrix se encontrara un ukelele con una sola cuerda. Desde entonces, la música, y B.B. King, y el blues, y Louis Amstrong, y Elvis Presley lo habían salvado de las pandillas y del pandillaje, de la violencia y las armas.
Su arma era y sería siempre una guitarra. La música podía salvar a muchos, eso era imposible de predecir, pero sin duda, lo había salvado a él. Lo salvó de la amargura, de la ira. Lo salvó de la violencia y el tráfico de drogas. Lo salvó de los enfrentamientos por su raza, por su pelo, por su origen. Y con la música, se hizo a la música y fue sumando músicos a su vida, que un día, en 1965, lo convencieron de que se fuera a Inglaterra, porque allá el rock era más rock, más libre. Una de aquellas noches fue a oír a uno de sus referentes, Erick Clapton, que se presentaba en La Universidad Politécnica de Londres. Entonces se escribió parte de la leyenda, pues como reseñó Reporte Índigo, Jimi Hendrix subió a la tarima y agarró una guitarra y aquello fue el comienzo del frenesí.
“Llegó el 1 de octubre, la fecha que cambió la historia del rock. Chandler y Hendrix acudieron a la Universidad Politécnica de Londres, donde Cream daría uno de sus grandes conciertos; durante el intermedio, el manager llevó a Jimi tras bastidores para cumplir su promesa. Hendrix, quien sólo soltaba su guitarra para ir a dormir, saludó uno por uno a los músicos que admiraba y de repente ocurrió lo inesperado, una osadía a la que nadie se había atrevido; Jimi pidió tocar con Cream en el escenario. Como un favor a Chandler, Baker Bruce y Clapton aceptaron. Los cuatro músicos subieron al escenario, Hendrix conectó su guitarra al amplificador de Bruce, el único con entrada para dos instrumentos. Cuando le preguntaron que quería tocar, Jimi respondió Killing Floor, una canción que a Clapton le encantaba, pero aún no dominaba del todo. Jimi comenzó a tocar el clásico de Howlin' Wolf de una manera tan salvaje que sorprendió a la crema y nata del rock. Los dedos de Hendrix recorrían la guitarra de manera rápida, vertiginosa y llena de excesos. Baker y Bruce le siguieron el paso, pero Clapton simplemente no pudo continuar”.
“Tocó todos los estilos que se le ocurrían, pero no de forma ostentosa -diría en el 89 Clapton-. Me refiero a que hizo alguno de sus trucos como tocar con los dientes o con la guitarra en la espalda, pero no para eclipsar, y ya está... Se fue y desde entonces mi vida nunca fue igual”. Aquella fue “La noche”. El comienzo oficial de la leyenda. El suceso que el mundo rock escribiría y recrearía por los años de los años. Hendrix logró, con una guitarra y unos pocos minutos, condensar su vida. Cada nota, algo de él. Cada nota, una influencia, un invento, una calle, una corrida, alguna mujer, un amigo, una persecución. Cada nota, un poco de sí y de los otros. Un año más tarde, en el Festival de Monterey, donde tocó con su banda, The Jimi Hendrix Experience, gracias a la insistencia de Paul McCartney, y en el 69, en Woodstock, Hendrix fue una extensión de aquellos pocos minutos con Cream en Londres.