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La aterradora banalidad del mal

Un reciente editorial de este periódico, titulado “Dejemos de hablar de monstruos y vamos al fondo”, me recordó el concepto central del texto Eichmann en Jerusalén, de la teórica política Hannah Arendt, con respecto al juicio del teniente coronel Adolf Eichmann en 1961 por genocidio contra el pueblo judío y crímenes contra la humanidad: la banalidad del mal. En él, Arendt señalaba algo que fue sumamente polémico en un contexto en el que el oficial nazi era concebido por la opinión pública como “un monstruo”.

Beatriz Dávila Reyes
01 de julio de 2020 - 06:03 p. m.
La postura de Hannah Arendt invita a hacer una reflexión crítica frente a la sociedad en la que priman la exclusión, discriminación y violencia.
La postura de Hannah Arendt invita a hacer una reflexión crítica frente a la sociedad en la que priman la exclusión, discriminación y violencia.

Arendt aseguraba que Eichmann no era un hombre malvado –un fanático antisemita, un genio del mal, ni un loco especialmente sádico (aunque por su puesto, sus actos sí lo son). Era “un hombre terroríficamente normal”, que actuaba como funcionario en una maquinaria (en este caso, dirigida por la ideología nazi y bajo órdenes de sus superiores, sin importar las atroces consecuencias de sus actos).

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Por supuesto, Arendt no sugería que los crímenes fueran algo banal ni que Eichmann fuera inocente o debiera ser eximido. A lo que apuntaba su argumento es al enorme peligro de que horrores como estos fueran cometidos de manera irreflexiva (que define como falta de juicio ante las propias acciones) por personas corrientes, y de la falta de conciencia y discernimiento del individuo bajo las normas de una estructura que lo puede llevar a cometer actos atroces y deshumanizantes y, en el caso del nazismo, propiciar el totalitarismo.

¿Cómo una persona en apariencia normal puede terminar involucrada en hechos tan monstruosos, permitiendo o contribuyendo a ellos? La pensadora sugiere que son tres las tipologías de individuos que actúan sin que medie el pensamiento autocrítico: “los nihilistas”, quienes asumen que no hay valores absolutos; los dogmáticos, que asumen posturas heredadas; y los “ciudadanos normales”, que aceptan como buenas las costumbres y creencias de su sociedad.

Teniendo en cuenta esta teoría de Arendt, decir que alguien que comete un crimen de gran magnitud es “un monstruo”, alguien extremadamente malvado o un enfermo mental (aunque en algunos casos pueda haber elementos multifactoriales en un comportamiento, entre estos, psicológicos), es una conclusión superficial que deja de lado factores sociales determinantes y, en muchos casos, equivocada. Indefendible en casos de violencia en grupo, violencia estatal, y de fenómenos difundidos de violencia.

Reflexiones como la de Arendt nos obligan a asumir una responsabilidad individual de juzgar nuestras propias acciones y nuestra cultura de forma crítica, y nos lleva a mirarnos como sociedad y a asumir una responsabilidad como colectivo ante hechos atroces.

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En contextos como el colombiano, necesitamos un sentido crítico y ético individual ante las consecuencias de acciones personales que provendrían de órdenes de superiores en marcos de adoctrinamiento para la guerra– sin duda, en todos los actores del conflicto armado, comenzando por el Ejército.

Pero, además de las presiones institucionales directas, alguien puede cometer los actos más perversos, más crueles, más degradantes contra ciertas víctimas específicas, como reflejo de cosmovisiones, imaginarios y valores de un medio, ya no sólo institucional, sino de una estructura mucho más amplia: una estructura social.

En otras palabras: en un país machista y racista, donde los derechos humanos no existen como valor en algunos sectores de la sociedad, la violencia contra algunos grupos es aterradoramente cotidiana (como lo indica el número de feminicidios, de violencia sexual en los territorios y en general las cifras globales de violencia de género en Colombia, o el asesinato sistemático de miembros de pueblos étnicos en el Cauca).

El secuestro y violación de una niña de doce años del resguardo Embera Chamí en Pueblo Rico, Risaralda, por parte de siete miembros del Ejército, además de generar una conmoción nacional, nos tiene que obligar a cuestionar, no sólo qué está pasando al interior de la institución, sino qué elementos estructurales y culturales de nuestra sociedad se reflejan en este hecho atroz y en el acontecer posterior, social y jurídico. Porque los perpetradores son hombres con poder, que podrían haber sido otros.

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En Colombia hay una dinámica primitiva de dominio (y no sólo esquemas de desigualdad e injusticia evidentes hacia colectivos tradicionalmente invisibilizados y oprimidos), según la cual hay seres y vidas que no tienen dignidad ni derechos, que no valen; cuerpos de los que se puede disponer sin respeto ni compasión alguna –lo cual, en una degradante cultura de machos, ejemplificada en una violación en grupo, refuerza de forma perversa la hombría.

Los colectivos están en la obligación de proteger a las poblaciones y seres más vulnerables –incluidos los animales no humanos, a quienes cotidianamente nuestra especie explota– y, por supuesto, de garantizar los derechos humanos, el respeto, la igualdad y la inclusión, con lo cual como nación nos volvemos más justos, y además nos enriquecemos.

Lejos de este imperativo ético y civilizatorio, a pesar de Colombia ser en papel un Estado Social de Derecho –asentado sobre valores y principios como la vida, la pluralidad, la participación, la solidaridad y la dignidad humana–, es un país donde impera, en algunos sectores, la ley del más fuerte. Somos una sociedad que aún hoy funciona sobre códigos binarios: hombre heterosexual/mujer, blanco/no blanco (aunque seamos una nación mestiza), poderoso/no poderoso; y que autoriza implícitamente, a quien en teoría representa la norma, a someter, explotar, maltratar, abusar y asesinar al Otro.

La víctima de este hecho atroz es esa Otra, la alteridad, la persona más vulnerable dentro de la estructura social patriarcal y colonial. Es una mujer. Es una niña. Es indígena. Y los indígenas han sido algunos de los grupos más invisibilizados, violentados, despojados de sus tierras y excluidos, a lo cual además se suman el abandono estatal y la pobreza. Autoridades emberas declararon que no es la primera vez que las mujeres de su comunidad sufren este tipo de violencia por parte de la fuerza pública.

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El horror de este hecho fue exacerbado por algunos acontecimientos posteriores. Las víctimas de acoso y abuso sexual merecen siempre solidaridad incondicional, reparación y una justicia operante. Sin embargo, el sistema legal y la sociedad, por sesgos machistas y por ineficacia, favorecen al victimario: al que tiene poder en la estructura. De la mujer se duda. De los indígenas también. Pues otra característica de sociedades prejuiciosas y excluyentes es la creencia de la inmoralidad del Otro. Se asume que quienes representan la alteridad (en este caso los miembros de un resguardo indígena), mienten.

¿No advirtió María Fernanda Cabal que podía ser “un falso positivo”? Conozco quien, privadamente, ha puesto en duda varios aspectos de la denuncia. Y para quienes, increíblemente, se trata de un delito menor, dando muestras de prejuicios de género, raciales e inhumanidad (¿a cuántos en esta sociedad nos importan realmente la vida y la dignidad una mujer y menos si es indígena?), han defendido a los soldados agresores y ciegamente, a la institución.

Y la cadena de hechos inverosímiles continúa, cuando, después de que los criminales aceptaran los cargos, el Fiscal los judicializa por abuso carnal abusivo y no violento, argumentando que la niña no puso resistencia, lo cual sugiere que hubo consentimiento de su parte. Es decir, los soldados fueron judicializados por tener relaciones sexuales con una menor, no por violación.

Parece que a la Fiscalía no le parece lo suficientemente violento el sometimiento por la fuerza, el secuestro por más de quince horas, y las aberraciones en grupo por parte de figuras de autoridad armadas, sobre una niña de doce años (circunstancias todas de agravación punitiva según la ley); una niña de un pueblo disciplinado, que además no permite uniones interétnicas. Además de que los cargos faltan a la verdad, sólo uno de estos terribles agravantes fue tomado en cuenta.

La ausencia de empatía con la víctima y de conciencia de que nadie consentiría a un acto tan atroz, la poca validez de su voz, la crueldad y misoginia que subyacen a esta absurda correlación que establece algunas interpretaciones de la ley (interpretación que asevera que, a falta de pruebas de violencia en el cuerpo del agresor, se asume que no hubo resistencia por parte de la víctima y que entonces hay consenso), no nos puede dejar indiferentes.

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Aunque las penas por acceso carnal violento y acceso carnal abusivo fueran iguales, como argumentó el Fiscal, el mensaje a la sociedad es preocupante y la connotación es completamente diferente, y así lo han señalado varios juristas. Las mujeres aún estamos en peligro y falta mucho para que seamos verdaderamente escuchadas y dignificadas. Estos episodios son simbólicos.

Debido a la estigmatización, la revictimización, el sesgo social y judicial y la impunidad, además de las amenazas a su vida de las que ellas y sus familiares muchas veces son víctimas, las mujeres que sufren acoso y violencia sexual casi nunca denuncian. Temen denunciar porque no les creen (se duda de la veracidad del hecho o de que hubiera sido contra su voluntad), o les adjudican de una forma u otra la responsabilidad de su violación –por vestirse de una forma determinada, por estar en tal lugar.

O, como en este caso, de cierta manera se acusa a la víctima por no haber actuado de la forma esperada para ser merecedora de solidaridad y justicia, y se decide, con base en la ausencia de unos elementos probatorios absurdos –obviando la esencia de la denuncia, un mínimo de investigación en psicología y sin ninguna compasión y sentido común–, que la víctima consintió. Y todo esto tiene que cambiar. Porque la culpa siempre es del agresor.

Y aquí no puedo dejar de pensar en el performance de Lastesis, creado a raíz de los abusos policiales en el marco de las protestas en Chile, y que se extendió por todo el mundo como un himno contra la violencia machista. El acto de intervención colectiva denunciaba la mentalidad patriarcal que sostiene la violencia de género, imaginario que determina la configuración del sistema social y judicial: “Y la culpa no era mía ni dónde estaba ni cómo vestía/ El Estado opresor es un macho violador/ El violador eres tú”.

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La cadena perpetua no remedia el trasfondo de violencia a la que están expuestos culturalmente las niñas y los niños. Tiene que haber sanciones severas, por supuesto. Pero el aumento de penas no previene los delitos: los previene la formación en valores humanos y democráticos, el promover un pensamiento y un actuar ético, y la certeza de que habrá castigo.

Esta posición se asienta sobre el concepto del perpetrador como “monstruo” –como un ser que nada tiene que ver con nosotros como colectivo, irredimible–, en lugar de asumir cada acto de crueldad y de barbarie como un fracaso de toda la sociedad. Cada crimen nos tendría que volver autocríticos y preguntarnos qué estamos haciendo mal, qué hay de falto de moral y a veces incluso de perverso en nuestra cosmovisión, en nuestros imaginarios, en nuestras prácticas culturales y estructuras sociales que puede llevar a esto.

Existe una herencia estructural y simbólica de una visión colonialista, eurocéntrica, antropocéntrica y patriarcal –la misma que llevó a los imperios de Europa a conquistar otros lugares, a someter por la fuerza a otras gentes, a borrar otras culturas, y al dominio y explotación de la tierra misma–, que se manifiesta hoy en prejuicios cotidianos aparentemente sutiles, pero que se materializa en discriminación, injusticia, violencia, misoginia, odio.

Una sociedad excluyente, a veces brutal, que ha olvidado el respeto hacia todos los seres y la responsabilidad de la vida en común. Una sociedad que no ha terminado de incorporar en su fibra más esencial los derechos humanos, la igualdad y la multiculturalidad– y que nos abrirían, además, a otras cosmovisiones y sabidurías ancestrales del territorio que habitamos, de los pueblos que llevamos en la sangre, y de los cuales tenemos mucho qué aprender.

Por Beatriz Dávila Reyes

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