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Edith Eger: “Si sobrevivo hoy, mañana seré libre”

María José Noriega Ramírez
27 de enero de 2021 - 03:40 p. m.
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Entender que para poder ser libre debía decidirse entre seguir ocultando su pasado o perdonar y perdonarse, llevó a Edith Eger a hacer un trabajo interno de años, una lucha personal, que narra en La bailarina de Auschwitz. En el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, recuperamos este artículo que reseña la obra de una sobreviviente.

"La bailarina de Auschwitz" es el testimonio de Edith Eger sobre su baile hacia la libertad, luego de ser una superviviente de Auschwitz.
"La bailarina de Auschwitz" es el testimonio de Edith Eger sobre su baile hacia la libertad, luego de ser una superviviente de Auschwitz.
Foto: Archivo Particular

Una niña cuyo sueño era ser bailarina profesional. Una estudiante de colegio que desde los cinco años, todas las tardes, cambió su uniforme y maleta por el maillot y las medias, y que subía las escaleras del estudio de dos en dos o de tres en tres. Una niña que en el baile, por cada spagat que hacía, sentía que era alguien. Cada vez que su cuerpo se movía, y sus brazos y piernas cobraban fuerza y flexibilidad, en su interior repetía: “Soy, soy, soy. Soy yo. Soy alguien”. El baile le dio una identidad, le permitió salirse del rol de hermana silenciosa e invisible que le impuso su familia. Le dio la opción de ser ella misma. De su maestra aprendió que “el éxtasis de la vida viene del interior”. Tiempo después, recordando constantemente que su mamá le dijo “nadie puede quitarte lo que pones en tu mente”, mientras los nazis los despojaban de su hogar en Hungría y los llevaban a Auschwitz, Edith Eger entendió que la libertad es una decisión. Así, su libro La bailarina de Auschwitz se convirtió en aquello que tanto anhelaba: un instrumento de sanación.

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En 1943, cuando tenía 15 años, la adolescente que desplegó sus piernas sobre el campo en forma de spagat, y tenía una sonrisa y una mirada dirigidas hacia el pasto, sentía que pertenecía a algo, que tenía un lugar seguro en el mundo. “No soy la renacuaja bizca que tiene miedo a decir su nombre. No soy la hija que tiene miedo a su familia. Soy una artista y una atleta, mi cuerpo es fuerte y flexible (…). Tengo mi ágil y expresivo cuerpo, cuya incipiente existencia es la única cosa que verdaderamente necesito”. Su meta era ser parte del comité olímpico de gimnasia. Su aspiración era que una vez terminara la Segunda Guerra Mundial el certamen se retomara. Para entonces, ella y sus compañeras estarían preparadas. Sin embargo, aquella niña soñadora no pensó que el que le quitaran su lugar en el equipo olímpico, dado su origen judío, iba a ser el principio de una cadena de ataques y violaciones a su humanidad. Su escenario cambió: sus movimientos de baile, como el grand battement, la pirueta, el giro y el spagat, ya no los hacía en un estudio, así como nunca los pudo realizar en la arena olímpica. Auschwitz se convirtió en su plataforma de baile.

-Pequeña bailarina -dice el doctor Mengele-, baila para mí.

“Indica a los músicos que empiecen a tocar. El familiar compás del vals El danubio azul se filtra en la oscura y claustrofóbica habitación. Los ojos de Mengele me miran fijamente. Tengo suerte. Conozco una coreografía de El danubio azul que podría bailar hasta dormida. Pero las extremidades me pesan, como en una pesadilla en la que estás en peligro y no puedes correr”.

-¡Baila! –ordena de nuevo, y noto que mi cuerpo se empieza a mover.

“Bailo. Bailo. Estoy bailando en el infierno. No puedo soportar ver al verdugo mientras decide nuestro destino. Cierro los ojos (…). En la oscuridad privada de mi interior, oigo las palabras de mi madre, como si estuviera aquí, en la inhóspita habitación, susurrando por debajo de la música. ‘Recuerda que nadie puede quitarte lo que pones en tu mente’ (…). Bailo por amor. Bailo por la vida”. Así, en su mente era libre y decidió desarrollar una voz interior que constantemente le decía: “Si sobrevivo hoy, mañana seré libre”.

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Con el baile, ante la tortura, la enfermedad, el hambre, el trabajo forzado, la muerte y la deshumanización de millones de personas, Eger sobrevivió a Auschwitz y a Gunskirchen. El baile la guio hacia su liberación. “Si soy capaz de bailar en mi mente, puedo hacer que vean mi cuerpo. Cierro los ojos y me concentro, levantando los brazos por encima de la cabeza en un arabesco imaginario. Oigo a los soldados gritándose de nuevo unos a otros. Uno está muy cerca de mí. Continúo con los ojos cerrados y sigo bailando. Me imagino que estoy bailando con él (…). Que existe el amor y que brota de la guerra. Que existe la muerte y siempre, siempre, lo contrario. Y ahora puedo sentir su mano. Sé que es mi mano porque un soldado la está tocando (…). Abro los ojos (…). Hemos sobrevivido a la selección final. Estamos vivas. Somos libres”.

Con el tiempo, Eger entendió que la liberación no es sinónimo de libertad. Sí, ya no era prisionera de los nazis, pero seguía atrapada en el antisemitismo, que no empezó ni terminó con el Holocausto, y que siempre le dio una sensación de no pertenecer, de ser inferior; también en la condición de fugitiva, al momento de dejar Europa, y en la de inmigrante, cuando llegó a vivir a Estados Unidos; pero, sobre todo, seguía siendo prisionera de sí misma. Entender que para poder ser libre debía decidir si seguir ocultando su pasado o perdonar y perdonarse, la llevó a hacer un trabajo interno de años, una lucha personal que narra en su libro.

Cuando era una niña, y a la par de su gusto por el baile, a Edith Eger le apasionaba la lectura. Lo que el viento se llevó, el tesoro de su mamá; María Antonieta, retrato de una reina mediocre, libro que discutió en un club de lectura al que asistía después del colegio; Nana, que lo leyó en su baño a escondidas de su madre; y La interpretación de los sueños, cuya lectura quedó inconclusa cuando los nazis llegaron a Hungría, son algunos de los títulos que leyó en su juventud. Fue precisamente un libro el que la impulsó a emprender su camino hacia la libertad.

En una clase de ciencia política un hombre se le acerca.

-¿Estuviste allí, no? –dice.

–¿Allí? –Siento que me empieza e invadir el pánico.

–Auschwitz. Eres una superviviente, ¿no?

–Soy una superviviente –digo temblando.

–¿Has leído esto? –Me muestra un pequeño libro de bolsillo: El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl. Suena a libro de filosofía. El nombre del autor no me dice nada. Niego con la cabeza–. Frankl estuvo en Auschwitz –explica el estudiante–. Escribió este libro sobre ello, justo después de la guerra. Creo que te puede interesar –dice ofreciéndomelo.

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“Cojo el libro en mis manos. Es fino. Me llena de terror. ¿Por qué habría de querer regresar voluntariamente al infierno, aunque fuese a través del filtro de la experiencia de otro? Pero no tengo valor para rechazar el gesto de este joven. Susurro un ‘gracias’ y meto el libro en mi bolso, donde permanece toda la tarde como una bomba de relojería (…). Su mera presencia en mi casa me provoca incomodidad. No lo leeré. No lo necesito. Yo estuve allí. Me ahorraré el dolor. Poco después de la medianoche, la curiosidad vence al miedo.

Empiezo a leer. El libro no pretende ser una descripción de hechos y acontecimientos, sino de experiencias personales, experiencias que millones de prisioneros vivieron una y otra vez. Es la historia de un campo de concentración contada desde dentro, explicada por uno de sus supervivientes. Siento un cosquilleo en la nuca. Me está hablando a mí. Está hablando para mí.

Estoy mirando directamente a lo que he tratado de ocultar. A medida que voy leyendo, no me siento paralizada o atrapada, ni encerrada de nuevo en aquel lugar (…). Por cada página que leo quiero escribir diez. ¿Y si escribir mi historia me libera en lugar de atraparme más?”.

Leer El hombre en busca de sentido fue el primer paso de una cadena de decisiones que llevaron a Eger a ser libre, realmente libre. Entre superviviente y superviviente se comunicaron y crearon una relación basada en la sanación. El ensayo Viktor Frankl y yo, como un primer intento de Eger por escribir sobre el pasado y hablar con ella misma sobre él, fue un escalón más en su búsqueda de la libertad. Así como ella cuando tuvo enfrente la mirada de su verdugo y optó por imaginarse sobre el escenario del teatro de la Ópera de Budapest, Frankl le contó, en respuesta a su ensayo, que él había hecho algo parecido: se imaginó como un hombre libre que daba conferencias en Viena sobre la psicología del cautiverio. Esta amistad se construyó bajo la premisa de tratar de dar respuesta a “¿por qué sobreviví?, ¿cuál es mi objetivo en la vida?, ¿qué sentido puedo encontrar en mi sufrimiento?, ¿cómo puedo ayudarme a mí y a otros a soportar los avatares más duros de la vida y experimentar más pasión y alegría?”. Siguiendo este camino, que tras décadas de trabajo personal lo denomina el camino hacia la libertad, Eger se dio cuenta que su vocación estaba allí: ayudar a los otros a sanar al tiempo que se sana a ella misma. También terminó por convencerse que “tenía el poder y la oportunidad, así como la responsabilidad”, de elegir su propio sentido y su propia vida.

Años después de la liberación, Eger gritaba por dentro y en silencio: “No pude elegir. Hitler y Mengele decidieron por mí”. Cuando se dio cuenta que el pasado no se puede cambiar, que nada ni nadie lo puede hacer, pero que existe la posibilidad de elegir cómo actuar frente a lo que sucedió, cómo trabajar por el hoy y por la construcción de un futuro, porque ahora sí tenía esa posibilidad, encontró la paz que le arrebataron de niña. Encontró su libertad. “Podemos decidir ser nuestros propios carceleros o podemos decidir ser libres (…). Ya no soy la joven madre huérfana que huye de una Europa asolada por la guerra. Ya no soy la inmigrante que se esconde de su pasado. Ahora soy la doctora Edith Eva Eger. He sobrevivido”. Si el baile del Danubio azul la salvó de los campos de concentración, la danza de la libertad fue la que salvó el resto de su vida.

 

Anderson(00436)16 de mayo de 2021 - 02:15 a. m.
Gracias...
H. Callejas(4167)27 de enero de 2021 - 04:19 p. m.
Excelente libro, pero desafortunadamente Edith como la mayoría de las víctimas de los campos de concentración no se han podido tener una libertad total.
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