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“Aquel año, al final del verano, vivíamos en una casa de un pueblo que, más allá del río y de la llanura, miraba a las montañas. En el lecho del río había piedrezuelas y guijarros, blancos bajo el sol, y el agua era clara y fluía, rápida y azul, por la corriente. Las tropas pasaban por delante de la casa y se alejaban por el camino, y el polvo que levantaban cubría las hojas de los árboles. Los troncos también estaban polvorientos y, aquel año en que las hojas habían caído tempranamente, veíamos cómo las tropas pasaban por el camino, el polvo que levantaban; la caída de las hojas, arrancadas por el viento; los soldados que pasaban, y de nuevo, bajo las hojas, el camino solitario y blanco”.
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Adiós a las armas, de Ernest Hemingway, apareció en el Scribner’s Magazine en septiembre de 1929; de esa primera edición se imprimieron alrededor de 29.000 ejemplares. El mismo Hemingway contó que reescribió el final más de cuarenta veces hasta que pudo dar con el definitivo: “Pero después que las hice salir, después de cerrar la puerta y apagar la luz, comprendí que todo era inútil. Era como si me despidiera de una estatua. Transcurrió un momento, salí y abandoné el hospital. Y volví al hotel bajo la lluvia”.
La novela se centra en la historia de amor de un soldado y una enfermera en medio de la Primera Guerra Mundial. Frederic Henry, el joven soldado estadounidense, es conductor de ambulancias. En 1918 decide viajar a Europa para combatir en el ejército italiano en la guerra. Catherine Barkley, la enfermera, es británica. Cuando Henry tiene que someterse a una operación médica en las piernas en Milán, porque un bombardeo lo afectó profundamente (ambas piernas fueron impactadas por una metralla), ella pide traslado y lo acompaña en su recuperación. Su relación se mantiene a escondidas. Barkley está pendiente del progreso médico de Henry; en sus tiempos libres está con él, o, dicho sea, busca tener tiempos libres para estar con él.
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“—Eres maravillosa —dije—. Tienes que quedarte. No pueden obligarte a marchar. Te quiero hasta perder la razón.
—Es necesario que seamos prudentes. Es una locura lo que hemos hecho”.
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Tras la recuperación, Henry vuelve al frente. Días, noches, en medio de una guerra que parecía interminable, como lo semejan todas, pasa horas desvelado, añorando dormir con la mujer que ama y con quien tendrá un hijo.
En un combate, unos italianos acusan a Henry de traidor y culpable de la derrota italiana, por lo que se escapa por la corriente de un río. Logra llegar a una estación de tren e irse a Milán por Barkley. Se terminan encontrando en la ciudad de Stresa y escapan a Montreux (Suiza), a esperar que nazca su hijo. Cuando la siguiente primavera llega, se van a Lausana. Es en el hospital de esa ciudad en donde Barkley da a luz. El bebé nace muerto y con él, Barkley se va muriendo. Henry intenta despedirse de ella, que ya está más en otro lado que en el mundo de los hombres, y se da cuenta de que era inútil intentar decirle adiós, “era como si me despidiera de una estatua”.
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Adiós a las armas, esta novela de guerra de Hemingway, fue censurada en la época franquista, en España, porque “había un lío entre el protagonista y una enfermera, que quedaba embarazada”, y en un pasaje de la novela le decía “ven a la cama. El vicio es una cosa maravillosa”. Esto no pasó desapercibido al censor, que escribió en su informe que “los protagonistas de la novela, como los extranjeros en general, no tienen un espíritu religioso”, según lo publicó el diario La Provincia. La industria cinematográfica estadounidense, en una suerte de complicidad con la moral de Franco, también censuró a Hemingway.