La cortesana que inspiró "La dama de las camelias"

Mariette Duplessis, una cortesana que llegó a París vendida por su padre a unos gitanos, revolucionó la sociedad parisina de la primera mitad del Siglo XIX, y tuvo entre sus adoradores a Franz Liszt, Alejandro Dumas, Charles Dickens y Giuseppe Verdi.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
08 de marzo de 2017 - 04:22 p. m.
Mariette Duplessis inspiró a Alejandro Dumas al momento de escribir "La dama de las camelias".
Mariette Duplessis inspiró a Alejandro Dumas al momento de escribir "La dama de las camelias".

Su mano delicada, casi transparente, de dedos largos y piel casi silenciosa, debió haber dejado la carta por debajo de la puerta de la habitación del hotel en el que se hospedaba Franz Liszt, y Liszt la habrá tomado con sus dedos de pianista y su delicadeza de pianista, y la mirada se le habrá nublado y el pulso se le habrá acelerado. Se habrá sentado, llevado, bombardeado por el dolor. Ella habrá bajado las escaleras del hotel, temblorosa también, recogiéndose las amplias faldas de su vestido, apresurada, y en la calle habrá soltado un grito inaudible y habrá tosido sobre un pañuelo para seguir, posiblemente, su camino hacia ninguna parte. Liszt leerá su carta una y dos y cinco veces, y se detendrá quizás en la casi ilegible firma del final. Adivinará que ahí dice Mariette Duplessis.

Leerá: “No viviré; soy una chica singular y no podré insistir en esta vida con la que no me sé manejar y que además no podría soportar. Tómame, llévame donde quieras; no te molestaré, duermo todo el día, por la tarde me permitirás ir al espectáculo y por la noche harás de mí lo que te plazca”. Él, Liszt, más tarde, 15 meses más tarde, escribirá que “Yo le dije que la llevaría a Constantinopla, porque ese era el único viaje sensatamente posible que podía ofrecerle. Ahora está muerta…”. Llorará. Dirá: “Si por casualidad me hubiera hallado en París cuando la enfermedad de la Duplessis, hubiese tratado de salvarla costara lo que costase, porque era verdaderamente un prodigio de la naturaleza, y la costumbre de cuanto llamamos corruptor (y de cuanto tal vez lo sea) nunca afectó a su corazón”.

Liszt era por aquellos años, mediados del siglo XIX, el hombre amado, deseado, buscado, aclamado por toda Europa. Como escribió Mathias Enard en su novela ‘Brújula’, “Es una estrella, un monstruo, un genio; hace llorar a los hombres y desvanecerse a las mujeres; hoy cuesta creer lo que se cuenta de su éxito: cuando se va de Berlín quinientos estudiantes lo acompañan a caballo hasta la primera parada de posta, una muchedumbre de mujeres jóvenes lo celebra con pétalos de flores a su salida de Ucrania. No hay artista que conozca mejor Europa hasta en sus más lejanas fronteras, de oeste a este, de Brest a Kiev. En todas partes genera rumores, ruido que lo precede en la siguiente ciudad: ha sido detenido, se ha casado, ha caído enfermo”.

A donde iba, lo precedía su piano, fabricado por Sebastian Pierre Énard. Cuando llegaba el piano, el Énard, había fiestas. Cuando días después aparecía Liszt, las fiestas se extendían hasta el delirio. Liszt amó a Mariette Duplessis. “Créase que sentí por ella un afecto sombrío y elegíaco, el cual, aún sin yo saberlo, volvió a ponerme en el camino de la poesía y la música. Es la última y única conmoción que me ha asaltado desde hace años. Renunciemos a explicar estas contradicciones, ¡el corazón humano es una cosa extraña!” Liszt fue él, en esencia, con ella y por ella, y la inmortalizó por sus cartas y por algún pasaje de sus obras. Luego Giusepe Verdi la haría protagonista de su Traviata, y Alejandro Dumas hijo la transformaría en Margarita Gautier, La dama de las camelias, y eternizaría su imagen y su historia. 

Margarita Gautier era Violetta Valéry en La Traviata, y las dos eran Mariette Duplessis, y Duplessis en realidad se llamaba Rose-Alphonsine Plessi, una mujer que de niña había perdido a su madre y había sido vendida a los 15 años por su padre a unos gitanos que la llevaron a París, donde trabajó como verdulera y vendedora de lencería, hasta que empezó a conocer a algunos hombres que se prendaron de su dulzura y su profunda mirada. Alphonsine Plessi pasó a ser condesa de Perregaux, esposa del embajador ruso en Francia, mujer de mil amantes, y de alguna forma, reivindicó a su madre, de noble familia, y se vengó de su padre, hijo de una meretriz y de un sacerdote. Entre condes, duques, ministros y demás, conoció a Liszt y a Dumas, y a Charles Dickens y a Verdi, y todos, a su manera, acabaron tocándola en sus obras pues no tenían el dinero para acceder a ella. 

“Querida Marie,
No soy lo bastante rico para amarte como quisiera ni lo suficiente pobre para ser amado como quisieras tú. Olvidemos todo entonces, tu un nombre que debe serte casi indiferente, yo una felicidad que se me hace imposible. Es inútil decirte cuánto lo siento porque tú sabes bien cuánto te amo. Entonces, adiós. Tienes demasiado corazón como para no entender el motivo de mi carta y demasiada inteligencia como para no perdonarme.
Mil recuerdos.
30 de agosto, a medianoche.
Alejandro Dumas”

Dumas le dejó su carta por debajo de una puerta, como ella le dejaría la suya a Liszt, y se marchó con su padre a España. No volvió a verla, y supo de su muerte pasados unos meses, en Marsella. Entonces escribió un poema que decía:

“Pobre niña! Me dijeron que en vuestra última hora,
Un solo hombre estaba allí para cerraros los ojos,
Y que en el camino que lleva al cementerio,
Vuestros amigos de otrora ¡se habían reducido a dos!”

Luego se encerró en un hotel a forjar La dama de las camelias, y se plasmó a sí mismo como Armando Duval, y plasmó a Duplessis y la llamó Margarita Gautier. Era la historia de una cortesana con un turbio pasado, enferma de tuberculosis, y quien logró tener a los hombres de su tiempo a sus pies, pese a que sólo amaba a uno, tal vez porque ese uno no la compraba. Duplessis-Gautier falleció el 5 de febrero de 1847. Fue envidiada, amada, idolatrada, escrita y cantada. Dumas la vio pocas veces, y hubo quienes dijeron que en realidad no la amaba tanto como se creía. En su novela, Margarita Gautier decía: “Es cierto que hay incidentes de un minuto que producen más efecto que un cortejo de un año”. Su minuto fueron 23 años de vida, y ya casi dos siglos de memoria.     

 

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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