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Del mejor oficio del mundo
Carlos Cortés
Creyó que podía contarlo. Buscó explicaciones posibles, claves en otros trabajos. Leyó. Volvió al terreno para afinar su mirada: Observó, escuchó y preguntó mejor. Después de transcribir y de repensar, creyó entender algo. Formuló hipótesis y estructuró—¿sus?—ideas. Intentó escribir. Borró. Quitó adjetivos, incluyó verbos, cambió oraciones, reemplazó palabras y borró más. El ruido de su prosa le mostró que el manejo de la gramática, de la sintaxis y de la ortografía no era suficiente para narrar. Fracasó. Al no encontrar la mejor forma de expresarse, ni siquiera una buena, se conformó con una aceptable que la convenció del valor de su versión. Publicó. La pobreza de sus formas y el cuestionamiento de sus certezas la avergonzaron. Pensó que podía hacerlo mejor y aún sigue intentando.
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La falda roja
Angélica Villalba Cárdenas
Hace 15 años lo conocí. Él estaba en la prensa, en televisión, también en los libros. Me enamoré de sus letras y le seguí los pasos como una fanática en las sombras, hasta que un día, por los azares de la tecnología y de las redes sociales, me escribió. Me sonrojé ¡cómo podía ser! ¿Le contesto? o mejor sigo en el anonimato. Hola. Solo quería decirte que me encanta tu falda roja. Me quedé en silencio, pensé durante unos minutos frente al computador y lo eliminé. Así es, volví a la penumbra de la red y entendí que quería seguir amando al hombre que había creado en mi imaginación, a ese que cuando leía sus textos me llevaba a un estado de éxtasis y no al real, que solo quería ver debajo de mi falda roja.
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Enrique Patiño
El psiquiatra le dijo al atormentado camionero que tenía demasiados bloqueos y que debía liberarse de ellos para fluir. “Sí”, dijo, por toda respuesta. Se subió a la tractomula y arrolló en su camino cada peaje que encontró. La sensación de libertad fue inigualable.
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La rubia encendió la habitación con el color de su cabello. Él, encandilado por su fulgor, quedó ciego. “Ver el sol tiene su precio”, le dijo ella. “Lo pagué. Pero he ganado: ahora, sol, te rodeará mi noche eterna”, contestó él.
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Felicidad
Jerónimo García Riaño
Luis lloraba mucho, porque en el lugar donde aprendió a montar en bicicleta, se levantó un edificio. Luego vino un terremoto, y Luis, feliz y sobreviviente, volvió a sacar su bicicleta.
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Alegría escondida
Jerónimo García Riaño
El sexo había terminado. Ella bajó su vestido negro y él abrochaba el botón de su pantalón azul oscuro. Organizados, salieron del pequeño baño de mujeres y regresaron, con una alegría escondida, a la sala de velación.