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“Quien quiera mejorar este trabajo, que empiece ya y termine en 2041. No viviremos para verlo”. Estas palabras escritas por el exatleta, periodista e ingeniero civil José Briceño en London (Canadá), en el anochecer del año 2017, resumen la importancia del libro La fabulosa historia del atletismo colombiano, de Ricardo Ávila Palacios. Desde las primeras carreras callejeras o a campo abierto hace cien años en la prueba del Castillo de Koop en Bogotá, hasta los triunfos internacionales de Caterine Ibargüen en salto triple o de Éider Arévalo en marcha. Todo documentado: las marcas, las medallas, los momentos, las victorias.
Los atletas de ayer y de hoy que cuentan la historia del país desde el coraje. El boyacense precursor Jorge Perry Villate, que representó por primera vez a Colombia en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, en 1932, aunque no concluyó la maratón por un ligero desmayo. O la vida en contravía del bogotano Jorge Nova, rey de los 5.000 y 10.000 metros planos en los Juegos Nacionales de los años 30, que murió en un absurdo accidente de tránsito en el kilómetro 47 de la vía a Ipiales (Nariño), rumbo a Lima (Perú), a donde viajaba en busca de repetir medalla de oro en los segundos Juegos Bolivarianos.
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La aparición del primer atleta de talla internacional, el vallecaucano Jaime Aparicio, que nunca se quitaba las gafas para correr y fue figura en los años 40 y 50 en modalidad de 400 metros vallas. Primer velocista colombiano en ganar oro en Bolivarianos, Panamericanos y Centroamericanos antes de los 21 años. O la tremenda saga del “Garrincha de las pistas”, como denomina Ávila a Zadoc Guardiola, de Santa Marta: 1,92 de estatura, pescador, superdotado para el atletismo, incluso cuando se presentaba a la línea de partida con el tufo inconfundible de su noctámbulo genio bohemio.
El abuelo de Ricardo Ávila fue relojero de oficio. Su padre, Juan, también lo ejerció. Es arte de familia. Su madre fue campeona intercolegiada de ajedrez, estudiante de cuanto curso salía y emprendedora de negocios. Junto a tres hermanos, el hogar creció en el centro de Bogotá, de donde Ávila nunca ha salido. Entre sus calles transcurrieron sus días de adolescencia, cuando se iba a recorrer los pueblos vecinos en bicicleta o a esperar el paso de la Vuelta a Colombia, o tiempo después, para emprender la ruta de ida y vuelta diaria hasta la Universidad Central y en cinco años hacerse periodista.
Tuvo buenos profesores, pero todo cobró sentido en su elección cuando escuchó disertar y leyó a dos periodistas: José Briceño y Alberto Galvis. Entonces entendió que lo suyo debía ser el periodismo deportivo con sentido histórico, asumido también como un asunto de orfebre. De guardar páginas de periódicos, organizar carpetas con información o clasificar datos. Sobre todo, desde la mitad de su carrera, cuando tuvo claro cuál iba a ser su tesis de grado: la historia del atletismo colombiano. Con Briceño y Galvis como asesores, proveedores de contextos o guías autorizados para entender el valor de cada gesta deportiva.
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De su niñez conservaba los ecos de los triunfos de los fondistas Álvaro Mejía, Víctor Mora y Domingo Tibaduiza. En su trabajo de grado pudo detallar sus triunfos en Nacionales, Centroamericanos, Bolivarianos o maratones, y fueron los ejes de su escrito, que en 1992 fue galardonado con el Premio de Periodismo Acord Postobón. La atleta antioqueña Ximena Restrepo acababa de ganar la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Barcelona en 400 metros planos, y la sugerencia de sus amigos y colegas fue que aprovechara esa hazaña, “difícilmente repetible”, y convirtiera su tesis en un libro.
Pero faltaba la vida profesional por recorrer. Dos años en Deporte Gráfico, con su profesor Alberto Galvis, escribiendo a $22.500 por artículo, y después en el Nuevo Día de Ibagué, donde asumió otra particularidad de su destino: la edición nocturna. El periodista que los reporteros de los años 50 llamaban “el del turno de la puñalada al papa”, oficio de relojero en los cierres que cuenta los minutos para incluir una primicia. Una especialidad que trasladó seis meses después a la agencia Colprensa, donde estuvo nueve años trasnochando y viendo pasar periodistas que tuvieron en él a su último filtro.
Ricardo Ávila aprovechó su horario en contravía para estudiar derecho en la Universidad Gran Colombia y persistir a solas en su obsesión periodística: la cronometría del atletismo. Solo que después de los Olímpicos de Atlanta en 1996, pasó Ximena Restrepo, empezaron a escasear los triunfos, y salvo el bronce de la caucana Norma González en el primer Mundial de Atletismo para menores en Polonia, en 1999, el siglo XXI llegó apostando por las nuevas promesas. En 2005, cuando una de ellas, la saltadora Caterine Ibargüen empezaba a demostrar sus condiciones, Ávila decidió cambiar de rumbo.
Después de adelantar una especialización en derecho de familia en la Javeriana, abrió oficina de abogado con su hermano Alejandro y se lanzó al mundo del litigio. Pero sobrevino la desgracia. En enero de 2007, en un aparatoso accidente de tránsito cerca a Cartagena, perecieron su madre, Julia, y su hermano Alejandro. La familia giraba alrededor de ella, su contagioso entusiasmo y su Café Dos Mundos, cerca al Congreso, donde oficiaba como excelente anfitriona. Ricardo Ávila quedó en corto circuito. Su único aliciente fue su hijo, Juan Sebastián, nacido dos meses antes de la tragedia.
En parte porque no le encontraron reemplazo, y también por ayudarlo a salir del cerco del dolor, volvieron a llamarlo de Colprensa. Trabajó un año y en abril de 2008 migró a El Espectador, donde desde entonces ejerce como editor de cierre. El derecho quedó por los lados y renació su interés por la historia del atletismo. Cotejando siempre con José Briceño, rastreó en los archivos hasta el último dato. Le tomó una década concluir su obra de nueve capítulos, con todas las fotos, los gráficos y los perfiles necesarios. Lo entrega esta semana en la feria del deporte y la salud, Expomedia, evento de antesala a la Media Maratón de Bogotá.
Una investigación en la que desentraña los primeros pasos y después recorre, una a una, desde los años 40, ocho décadas de figuras, marcas y medallas. La morochita Cecilia Navarrete y sus preseas doradas en los primeros Bolivarianos; el velocista Libardo Mora, que terminó su vida como guerrillero; el bailarín de salsa Pedro Grajales, a quien solo le faltó la medalla olímpica, y, por supuesto, los de su podio personal: los fondistas Álvaro Mejía y Domingo Tibaduiza, el marchista Luis Fernando López, la velocista Ximena Restrepo y la saltadora Caterine Ibargüen. Ninguno antes que otro, todos primeros por su disciplina.
Hace 27 años, cuando sus amigos le insistían que volviera su tesis libro, el pretexto era Ximena Restrepo; ahora es Caterine Ibargüen, y la tarea está hecha. Dedicada a su gente, y a los colombianos que a diario o los fines de semana salen a correr o acuden a las pruebas que lo pusieron de moda. La certeza final fue de José Briceño, seis meses antes de fallecer en 2018, cuando escribió que la marca que impone Ricardo Ávila con su obra sobre el atletismo “será difícil de superar”, y que todo trabajo futuro en el tema “será basado en lo que hoy les entrega a los lectores”.
Si desea conseguir una copia de este libro, escriba al correo: historiadelatletismo@gmail.com