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A partir de septiembre el país entró, después de cinco meses largos, a una normalidad que dábamos por hecha pero que perdimos como lo que nunca se llega a poseer. No vuelve la normalidad sino que llega una nueva normalidad donde adoptaremos nuestra frágil costumbre de vivir. Antes de la cuarentena veníamos en una normalidad que vivíamos sin asombro, en un caudal de actividades que nos llevaba a olvidar la conciencia de lo que hacíamos. Nos acercabamos al proceso capitalista de Marx donde el trabajador, dueño de cierto ímpetu, perdía la inteligencia del proceso, en otras palabras, sabíamos hacer algo, pero desconocíamos lo que estábamos haciendo. Luego, de golpe, después de marzo se instaló otra normalidad en casa.
El tiempo salió de quicio y rara vez correspondía con el tiempo que señalaban los calendarios. El mundo de afuera con toda su resonancia, si es que no se había perdido, lo instalamos en nuestros espacios íntimos: se movieron las cosas y allí se instaló. Esta normalidad actualizó la noción de Heidegger: el ser a la mano o el zuhandeheit en alemán, donde las calles, las ciudades y sus cosas de tantos verlas, de tanto tenerlas cerca se tornaron invisibles porque ya estábamos acostumbrados a ellas.
En aquellos días, mientras todo se deshabitaba afuera, adentro la extrañeza del mundo y de cualquier gesto nos asaltaba porque lo dábamos por hecho. Adquirimos costumbres para llenar las horas de encierro: salir a caminar por las mañanas sin un rumbo específico, solo por el gusto de sentir el afuera; salir a la caída de la tarde y saludar a los vecinos en un gesto de extrañeza por el carácter distinto de sus rasgos: nos unían las calles amplias y el silencio de los andenes. Cuando llovía sacábamos en coro las materas a los desagües y esperábamos en un estado de sosiego y lentitud, como acciones que se aprenden, mientras lo natural revelaba nuestra fragilidad.
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Pero el mundo, siempre fugaz e idéntico en sus formas, se desplegaba día y noche en una pantalla de un celular o un computador. Recuerdo por esos días que el azar, que no se equivoca nunca, me reveló el cuento La máquina se detiene de E. M. Forster. Nada se puede dar por supuesto, pero sí afirmar que los mejores hallazgos los trae el azar. Publicado en 1919 —más de cien años— predijo toda la era de internet. Allí la vida está regida por pantallas y el contacto físico desapareció. Todo lo rige la Máquina. La vida depende de un aparato electrónico singularmente remoto. Existe el tiempo, pero es un tiempo productivo, sin espacio a momentos de ocio, porque se habita en la acumulación de actividades y en la simplificación del mundo de afuera. Las fronteras son sus propios espacios: celdas de abejas, diminutas, donde las pantallas son el único medio para comunicar y ser en el mundo. Se ve al otro, pero su pulsión vital es negada. Hay que hablar con prudencia, porque la Máquina los vigila, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte. La figura de la Máquina hace que instantáneamente se pierda algo de uno en la medida que se vive y se proyecta. Una lectura, tal vez, donde el pasado imaginó nuestro presente. Acaso, también, en palabras de Nussbaum, una lectura que nos permite crear estados de reflexión sensibles.
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Ahora que se instala la nueva normalidad no deseamos otra cosa que el privilegio estático de la contemplación del otro: ver sus rasgos y la complicidad de sus gestos, de los lugares y las cosas que habitualmente nos circundan; ver el rostro con cierta incredulidad, como si el espacio que antes nos separaba ligeramente se desvaneciera. El mundo de ahora, tal vez, será el mismo de antes, pero nos acompañará la sorpresa de los reencuentros y el asombro de vernos. Uno procura olvidar los rostros para recrearlos de nuevo distraídamente en la proximidad del encuentro y percibe que todo cambia, hasta lo inamovible. Siempre nos estamos encontrando, siempre cabe la sospecha de que pronto nos encontremos deambulando por una tarde interminable.