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Cuando el esposo de Mary Shelley, Percy Shelley, murió, su cuerpo fue incinerado, a excepción de su corazón, que fue extraído y envuelto por ella en un poema escrito por él.
La película “Mary Shelley” narra esa intensidad. La de una mujer que aprendió a leer en un cementerio, siguiendo las letras del nombre de su madre, que pocos días después de que ella naciera, falleció. La de una adolescente que se ahogaba entre las paredes de su casa, y, para respirar, se escondía entre las tumbas de los otros muertos que acompañaban el cuerpo de Mary Wollstonecraft, su mamá, quien le legó su convicción por luchar a favor de los derechos de las mujeres, el amor por las letras y “un alma en llamas”. Shelley se oxigenaba con la muerte. La aspiraba y tomaba vida de la ausencia, el abandono, y el silencio.
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William Godwin, su padre, quedó a cargo de ese bebé que más tarde se obsesionaría por escribir. Él era librero, filósofo y precursor del pensamiento liberal y el anarquismo. No llevó a su hija a la escuela, pero sí la dejó oír las conversaciones que tenía con otros grandes pensadores de la época, encuentros que, además de la lectura, la dotaron de dientes y garras para defenderse. Se ocupó pensando en el nudo en la garganta que la atormentaba. Se preguntó por la amargura que le causaba la ausencia de su madre. Se dijo a sí misma que su primera y más importante lección es que había llegado al mundo a ser abandonada.
Godwin nunca quiso que su hija leyera historias ficticias, pero sí la condujo hacia la lectura de obras políticas e históricas. Encontraba los apuntes de Shelley contando historias de terror, y, del planeta lejano en el que vivía, la bajaba de un jalón a la tierra, a la realidad, al escenario gris: “Lo que escribes es imitación. Libérate de los pensamientos y palabras de otros, Mary”.
La película, dirigida por Haifaa Al-Mansour, se acercó al porrazo recibido por Shelley y se detuvo en su reacción. La directora, primera mujer saudí en grabar una película en su país (su opera prima: “La bicicleta verde”), se regresó a los mandatos con los que tuvo que pelear Shelley, y al momento en el que conoció a Percy Byssshe Shelley, el poeta con el que se fugó de su casa y la inició en lo que sería su vida como adulta. Probó el sexo, se emborrachó y se sumó a los desórdenes de Lord Byron, quien se acostaba con la hermana de la escritora, y de cada excentricidad sacaba una idea que escribía en un papel y pegaba en la pared.
Después de aquella euforia, Shelley tuvo que enfrentarse con la que sería su cotidianidad de ahí en adelante. Su padre se distanció y Percey defendía la libertad, incluido el amor y las mujeres que escogía para compartir su cama. Shelley quedó embarazada una y otra vez, pero sus hijos se morían, con excepción de un niño que logró sobrevivir a la que parecía una maldición. Además de esas muertes, tuvo que enfrentarse al suicidio de la exesposa de Percey, Harriet Wetsbrook, quien antes de ella había tenido una relación con el poeta. Wetsbrook se ahogó.
Comenzó a convivir con el ceño fruncido y endureció los gestos. Pasó una temporada con su esposo y su hermana, Claire Clairmont, en la casa de Byron, días en los que la lluvia no dio tregua y el aburrimiento los acorraló. Para combatir el tedio, Byron propuso una competencia en la que cada uno escribiera una historia de horror. Shelley, a quien el hastío la mantenía echada en un sofá, se enderezó y aceptó.
La historia que inauguró la ciencia ficción no se escribiría hasta que la escritora tocara fondo. Después de no soportar más los excesos a los que Byron estaba acostumbrado, se fue con su esposo y su hermana a un apartamento gris y destartalado en el que tuvieron que vivir a causa de los desfalcos de Percey. A sus 18 años y después de una pesadilla que la levantó del letargo en el que se estaba acostumbrando a vivir, escribió “Frankestein o el moderno Prometeo”, una historia que construyó a partir de la sensación de abandono con la que cargó desde que nació. A esa criatura construida con partes de cadáveres humanos, la creó con lo que quedó en ella de sus muertos y sus penas. Los retazos con los que juntó esas piezas se tejieron con la amargura que logró sacar por medio de un monstruo que nació con propósitos nobles e intenciones de conectarse, pero que, con cada ofensa recibida, se transformó en un ser oscuro que quiso vengarse.
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Shelley escribió una historia exitosa que al principio rechazaron por haber sido escrita con las manos de una mujer a la que no se le veía bien el género de la novela, ni mucho menos la edad para firmarlo. Lo publicó anónimo con un prólogo escrito por su esposo, a quien atribuyeron la historia.
La película, que además de dar las pistas necesarias para entender el origen de “Frankestein”, narra la transición de la ingenuidad y la bondad a la penumbra y la aflicción, y además de contar la historia de una mujer que luchó por la justicia y el reconocimiento de su capacidad, demuestra que, Al-Mansour, directora de la obra, se compromete con una imagen que la refleja. Con esta película, tanto ella como Shelley parecen repetir al unísono: “Lo que pretendo es que juzguen mi obra, no a mí”.