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Lo más interesante de Matar a Jesús, la película con que su autora, la cineasta Laura Mora, rinde honor a su padre asesinado, es la mediación entre el sentimiento y una expresión popular. En un momento dado, a la salida del teatro, consideré lo que se suele llamar el feelin’ de la película como lo más sobresaliente, pero pronto me di cuenta de que justamente para sentir la real naturaleza de la experiencia de Lita, lo que ha habido es una enorme contención a lo largo de toda la película.
Matar a Jesús es un taco en la garganta que se libera en la mejor tradición del llamado cine comercial o, como se le conoce entre los espectadores más cinéfilos, del cine clásico. Lo artístico en esta película, lo poético, y también su postura crítica, vienen del relato en su forma más tradicional, porque en verdad ese relato tradicional no es sino poesía, rito, y lleva a la catarsis, a la sublimación colectiva de los traumas.
Por eso, Matar a Jesús es una obra clave de nuestro cine y de nuestra historia como nación, que puede y debería dar un giro al prurito festivalero y elitista que afecta a una enorme cantidad de películas nuestras desde hace varios años, a veces para bien, pero siempre dentro de límites muy estrechos y contradictorios.
Una lección para todos
Desde mi punto de vista, este filme es una de las más inteligentes proyecciones que se hayan hecho de lo que la obra de Víctor Gaviria comenzó a trazar en los ochenta como una especie de género y que algunos suelen llamar “sicaresca”.
Todo lo que parece parte de una simple historia más es en verdad una intensificación máxima, aunque astutamente dosificada, de los dolores más pavorosos de nuestra nación. Si hace unos quince años el periódico El Colombiano, órgano de prensa de la institucionalidad de Medellín, saludaba los beneficios de la nueva ley del cine colombiano afirmando en un editorial que era el momento de dejar atrás los problemas del país en el cine y hablar de cosas mejores, Matar a Jesús viene a ser la mejor respuesta a ese afán del poder por el olvido o la negación de las penas y desgracias que también nos hacen e identifican.
Y justamente porque tal respuesta se hace con los códigos de un cine masivo y de entretenimiento, que no considera como un mandato el trabajar con grandes estrellas o eludir el carácter personal o más local de los temas para llegar a un público extenso. Por el contrario, Matar a Jesús demuestra que los asuntos aparentemente conocidos siempre dan pie a incesantes miradas. Por ejemplo, establecer una comparación entre Rosario Tijeras y esta película demostraría que lo más impropio para objetar una obra o un estilo, incluso por lo repetitivos, es condenarlos o negarlos.
Consciente o inconscientemente, Matar a Jesús es un comentario a Rosario Tijeras, una variación admirable que sensibiliza hechos trivializados hasta el colmo, como la relación entre venganza y justicia, o el simple y escandaloso (¿rebelde?) acto de que una mujer dispare contra un hombre.
Al mismo tiempo, esa comparación entre el éxito de taquilla que fue Rosario Tijeras y Matar a Jesús, también demostraría que lo peor para cualquier arte es repetir los esquemas sin criterio. La película de Laura Mora no es una bofetada a la “sicaresca” o en general a la industria audiovisual basada en nuestras guerras sociales: es un sacudón saludable para que tanta película y tanta serie de televisión superficial y afanosa trate de mirar con más detallismo y riqueza expresiva la realidad en la que opera.
Porque aquí toda estilización, todo convencionalismo, como lo es el uso de música incidental en momentos dramáticos, o lo que se conoce como “cámara lenta” para hacer énfasis, o de grupos abstractos de imágenes para hacer transiciones, por hablar solo de los efectos más reconocibles, está insuflado de espíritu. Cuando Lita pronuncia al unísono con su padre las últimas palabras de su última clase, cuando revela las fotografías del asesino y de su padre asesinado, una al lado de otra, o en el mero hecho de comenzar la película con una imagen que genera expectativas morbosas, la directora no está acudiendo al realismo más o menos idealizado de corte gaviriano.
Hay unos gestos, más bien, que se apropian de los recursos formales más artificiales del cine como espectáculo para hundirnos en una ilusión formativa, que de un modo u otro nos educa, y que construye y reconstruye a la historia de Colombia. Esa mujer fuerte, inteligente, que ha hecho esta película, ha atravesado una industria hecha por hombres y para los hombres con una sapiencia superior, para abrir camino en el lento esfuerzo por amansar a un sistema despiadado, pero humano, con sus mismas armas: las de la hipnosis, las del señuelo, las que la alienación durante tanto tiempo ha hecho suyas.
La obra de Laura Mora es consciencia en cada imagen, como un sueño lúcido en que uno sabe que está soñando, pero no puede despertar. No más la secuencia en que Lita rehace la habitación de Jesús, borda con finura esa pesadilla de la que nunca despertaremos, sino quizás hasta cuando la película acabe, si sabemos esperar. Desde luego no la cuento, pero sí advierto que los gritos de ella al final, y su decisión última, deberían ser solo uno de los clímax a los que un nuevo cine nos puede llevar, espero, un cine restaurador, igual de visceral que sobrio, como lo hizo en su momento Retrato en un mar de mentiras, de Carlos Gaviria, por ejemplo, pero ahora también más hecho por mujeres y ojalá por víctimas, como lo es Laura Mora, que se den el valor de sentir y cumplan con el arduo deber de hablar, como lo ha hecho esta talentosa y muy prometedora cineasta paisa.