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El ser humano que entra a la poesía jamás podrá salir de ella. Adentrarse en ese místico limbo de lo divino y de lo mundano significa deambular entre los límites de la propia naturaleza y los terrenos que nos sobrepasan como especie. Los poetas entonces arañan con beneplácito y nostalgia los cielos de su gloria y de sus propios milagros. Añoran la gloria bañada en la tinta de su obra y se aferran a la nostalgia de ser siempre perdedores de su destino, de una vida sempiterna que nunca permitirá alcanzar los versos soñados.
De la nostalgia se vistió uno de los libros de Mircea Cartarescu. Borges, y su voz que deambula entre las líneas de la prosa y la poética del rumano, tocó a la nostalgia en uno de sus poemas diciendo: “Habré de levantar la vasta vida / que aún ahora es tu espejo: / cada mañana habré de reconstruirla”. Y de la nostalgia, una oda al pasado, al corazón que se aferra a lo que ya pasó; y de la nostalgia, una añoranza de lo que sucedió, y de la añoranza, el nacimiento de la ira, de la frustración, de la tristeza, de un corazón inundado y conquistado por sus sentimientos, y de ese corazón, un ser humano que es el reflejo del Prometeo encadenado, que robó el fuego de los dioses y vivió atado a una roca en el Cáucaso, condenado a que un águila le comiera el hígado por toda la eternidad.
Verse conquistado por las pasiones y ver en ellas el combustible de su obra. No caer en la delgada línea de lo efímero y placentero de los sentimientos, sino hacer de ellos la fuente primaria de una visión y un caminar que hace otro camino al que ya se pisó. Ser un romántico empedernido y permitir que lo emocional dicte el tono y el destino. Ello no implica el abandono absoluto de la razón. La razón permanece, pero en ella no recae siempre el sentido último del mundo y quienes lo habitamos. Y de ahí la nostalgia, y de ahí que primero haya sido la poesía en Cartarescu, que haya sido primero ver los pocos libros en casa como un juego y una fantasía, que hayan sido los diarios de siempre los primeros borradores de sus impresiones, de sus dudas, de sus dolores y de sus sueños, esos que son preponderantes en su literatura, que han sido siempre tema de conversación y han jugado como niños traviesos que buscan ser encontrados en los lugares más recónditos, que el rumano halló en el mismo Borges.
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Lo romántico y lo sublime. Lo romántico en la descripción de una Bucarest dividida entre la real y la ficcional, en un lugar triste, opaco, marcado por el comunismo de Nicolae Ceausescu, por una especie de fiesta de la insignificancia, como Kundera tituló uno de sus libros, por unas calles extrañas, que parecen ser de todos, pero a la vez de nadie, pero también descrita como aquello que parece que nunca será, narrada como si dejara de ser lugar y pasara a ser espejo de los anhelos de un ciudadano y caminante llamado Mircea Cartarescu. Lo romántico en su escritura, en la creación y el nacimiento de mundos para vivir en ellos, como lo insinuó una vez. Lo romántico para soñar con la misma fuerza con la que lo hace desde la niñez, para creer que la realidad esquiva a lo utópico y que puede no ser tan cruel como se nos ha sido entregada; lo sublime en la poesía, a la que considera su droga, su principio y su conclusión. Y aunque asegura haberla abandonado a los treinta años, ella siempre se antecede a la prosa, ella surge entonces como una diosa omnipotente, omnipresente y omnisciente. No se abandona la poesía porque abandonarla a ella es abandonar la esperanza y dejar que la nostalgia sea entonces el lado oscuro de la tierra y no el lado más sensible de nosotros.
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Lo sublime en la sensibilidad, en sentir cada ladrillo de la ciudad que lo vio crecer en solitario y entre los libros de Dostoyevski, Nabokov o Hoffmann, en cada estrella en el firmamento, en cada mariposa o araña, en cada pequeño detalle que no es gratuito, que está ahí por algo que los demás no han visto. Lo sublime en reconocer que la libertad artística es la más importante de las libertades, y que hasta la menos relevante debe ser resguardada y valorada. Lo sublime en seguir escribiendo y creer que ningún libro será él, pero que cada nueva creación se acerca a la definición de su existencia, de sus creencias, de sus vivencias. Escribir no por los premios o la aceptación de las mayorías, sino hacerlo porque ahí hay algo de salvación, porque ahí hay un sentido y una forma fidedigna de develar lo más obscuro de quien narra y lo más incógnito de quien lo lee. Lo romántico y lo sublime de Mircea Cartarescu está en esa metamorfosis de lo trágico a lo fantástico, de una literatura hecha que es escudo y Solenoide de lo absurdo y lo asombroso.