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¿Novela policíaca o novela de crímenes? Esa es la cuestión

A pesar de contar con todas las piezas de una realidad atribulada, el género policíaco ha sido marginal en Colombia. Las crónicas de sucesos y los libros sobre crímenes del narco han suplido de manera parcial la falta de una tradición detectivesca bien definida.

Camilo Sánchez
18 de marzo de 2021 - 10:00 p. m.
En los años 90 floreció una preocupación por “recuperar la historia a través de la novela”, explica Hubert Pöppel, “pero, a diferencia de los años 50 o 60, con una voluntad de indagar en las causas de lo que había sucedido, con investigaciones más estructuradas como herramienta de lo policíaco”. Un ejemplo de ello es "Deborah Kruel", del recién fallecido Ramón Illán Bacca.
En los años 90 floreció una preocupación por “recuperar la historia a través de la novela”, explica Hubert Pöppel, “pero, a diferencia de los años 50 o 60, con una voluntad de indagar en las causas de lo que había sucedido, con investigaciones más estructuradas como herramienta de lo policíaco”. Un ejemplo de ello es "Deborah Kruel", del recién fallecido Ramón Illán Bacca.
Foto: Alcaldía de Barranquilla
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La novela negra no ha sido la vía más transitada por los autores colombianos para retratar los claroscuros de su realidad. Investigadores y detectives con vidas fragmentadas por la violencia abundan. Malhechores arrastrados por el crimen y el tráfico de drogas hasta los márgenes, también. Pero los ejemplos escasean en librerías y bibliotecas. ¿Qué ha condicionado la aparición de un personaje simbólico como, por ejemplo, el comisario Croce de Ricardo Piglia?

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Son respuestas que se encuentran, quizás, entre las ranuras de la historia, en el juego de espejo entre la realidad y la ficción. El doctor en literatura Hubert Pöppel sugiere que a lo largo del siglo pasado las ciencias forenses y la labor de los servicios de inteligencia tuvieron un desarrollo muy modesto en Colombia. La evolución de la figura del detective en la ficción va ligada a su entorno. El escritor de novela negra Gonzalo España explica que en Colombia el prototipo del sabueso policial fue durante la mayor parte del siglo pasado “aborrecido”. Eran individuos asociados a la ineficacia investigativa o directamente “cómplices de la atrocidad”, asegura.

Pöppel profundiza en la dificultad de desarrollar una tradición en un “país donde nunca se sabe quién es el responsable” detrás de las múltiples tragedias. Además, a mediados del siglo pasado, cuando el país atravesaba esa primera etapa de Violencia, con mayúscula, se leía poca literatura policial, a juzgar por las escasas colecciones que llegaban desde Buenos Aires o Barcelona. Las atrocidades y sevicia de los crímenes en el campo y las ciudades tenían su espacio asegurado en las páginas de sucesos, o de crónica roja. De hecho, las primeras novelas policíacas, como es usual, son obra de reporteros: el primer ejemplo firmaba bajo el pseudónimo de Ximénez y se estrenó con El misterioso caso de Hermann Winter (1941). El segundo fue José Antonio Osorio Lizarazo y su novela se tituló El día del odio (1952).

La producción literaria se encargaba de trasvasar con modesto éxito de ventas aquel panorama sombrío. El joven reportero Gabriel García Márquez, por ejemplo, apenas tanteó en la intriga policíaca. Del creador de Macondo, los estudiosos citan, más que Crónica de una muerte anunciada (1981), el cuento El escándalo del siglo (1955) y su novela La Mala hora (1962), ejemplos publicados cuando era un autor desconocido (la fama vendría después de Cien años de soledad (1967)).

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Tampoco había una intención clara de acercarse al género negro. Por eso, el escritor colombiano Gustavo Forero propone una tipología aparte: la de novela de crímenes. Se trata de un género que puede utilizar herramientas narrativas de la etiqueta negra, pero se diferencia en un aspecto central: “la novela de crímenes da cuenta de un mundo de anomia social donde se ha roto la relación causal entre el crimen y la sanción”, explica. No hay, prosigue Forero, una búsqueda de un responsable o de una explicación ética alrededor de un suceso para reflexionar y sancionarlo, o tratar de restaurar el orden perdido.

En su opinión, se trata de aproximaciones diferentes. Forero desgrana su tesis en uno de los dos estudios importantes que se han publicado. El más reciente, La anomia en la novela de crímenes en Colombia (2012), es de su autoría y analiza cinco títulos en profundidad, publicados entre 1990 y 2010. El otro, La novela policíaca en Colombia (2001), de Hubert Pöppel, abarca la producción del siglo XX. Entre los dos reseñan algo más de un centenar de libros que, en un 80%, encajan dentro de la calificación de “novelas de crímenes” que propone Forero: “No así dentro del marco genérico de la novela negra”, explica el autor.

Ambos coinciden en que se trata de una tradición muy frágil. Pöppel recuerda, por ejemplo, una sola saga donde, a través de varias entregas, el lector puede encontrar a un detective o un reportero identificable, como bien podría ser el caso de Mario Conde, de Leonardo Padura en Cuba, o de don Isidro Parodi, de Borges y Bioy Casares en Argentina, o el Mandrake, de Rubem Fonseca en Brasil. Ese único ejemplo de saga apenas se vendió en las librerías. Su autor, Gonzalo España, creó a mediados de los noventa a dos tipos marginales, enérgicos e incorruptibles, como el investigador Cristofor y el juez Salomón Ventura, y los puso a desenmarañar entuertos a través de títulos como Implicaciones de una fuga psíquica (1995) o Un crimen al dente (1998), entre otros. Pero son, como señala el novelista Hugo Chaparro Valderrama, “pequeñas islas que tiene el género. Atisbos muy aislados desde sus inicios. Creo que en Colombia aún no hemos trasladado de forma clara las agresiones de una realidad terrible al relato policíaco. Al menos no de forma consciente”. Y Gustavo Forero añade: “Hablar de novela policíaca, de novela negra en Colombia, es un artificio”.

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Historias del narco y la Fiscalía

Corría el año 2000 cuando Jorge Franco recibió una llamada para informarle que había ganado el Premio Dashiell Hammett de la Semana Negra de Gijón, por su novela Rosario tijeras (1999). La sorpresa del autor no surgió tanto por el reconocimiento en sí, como por el hecho de que ni era lector asiduo de novela negra, ni entre sus planes estuvo nunca concebir una historia bajo el paraguas noir.

“Yo creí que era un error”, afirma el novelista, “pero Paco Ignacio Taibo II (escritor y fundador del festival) me dio una lección sobre cómo la novela negra ha ido evolucionando en América Latina y por qué Rosario Tijeras había sido premiada. Pero al principio pensé que era un error”. Su objetivo no había sido otro que saldar “una especie de deuda que tenía con la ciudad (Medellín) y con una época violenta”, explica el autor antioqueño. Desde entonces, es uno de los libros emblema para estudiosos y aficionados, junto con Perder es cuestión de método (1997), de Santiago Gamboa, un ejemplo clásico de misterio policial.

Los años 90 y la firma de una nueva Constitución política, que este año cumple tres décadas, supusieron una inyección de optimismo. Con la creación de la Fiscalía General de la Nación, y a pesar de la sevicia del narco, de las guerrillas y los paras, se abría la posibilidad de contar por fin con un aparato de investigación eficaz dentro de un Estado de Derecho Moderno. Tres décadas más tarde, el balance es agridulce. A pesar de los adelantos técnicos y de la mejora en la formación de los investigadores, la crisis de legitimidad de la justicia es evidente: un 65% de la ciudadanía tiene una percepción desfavorable de la Fiscalía, según datos de marzo de la ONG Excelencia en la Justicia; y en 2019 el país ocupaba el quinto lugar en el mundo en niveles de impunidad, según el Índice Global.

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De cualquier forma, en esos primeros 90s, floreció una preocupación por “recuperar la historia a través de la novela”, explica Pöppel, “pero, a diferencia de los años 50 o 60, con una voluntad de indagar en las causas de lo que había sucedido, con investigaciones más estructuradas como herramienta de lo policíaco”. Tres ejemplos claros: Deborah Kruel (1990), del recién fallecido Ramón Illán Bacca; La tragedia de Belinda Elsner (1991), de Germán Espinosa; y, a pesar de no haber sido concebido como ficción criminal, La virgen de los Sicarios (1994), de Fernando Vallejo, que es una suerte de referencia para los estudiosos.

En tiempos recientes, el género negro se ha hecho con nuevos espacios. Florecieron iniciativas universitarias, como la colección Policías y Bandidos, o el concurso Medellín Negro, que va por su undécima edición. También han surgido nuevos autores, como podría ser la antioqueña Verónica Villa, que a sus 43 años ha sumado a la detective Marina Grisales al mundo del thriller local. Un personaje que ya aparece en tres novelas y a la que su creadora describe como una “mujer cabeza de familia, guardia de seguridad privada, a la que no le da vergüenza aprovechar su intuición”.

Pero la mayoría de las fuentes consultadas coinciden en que la aparición simultánea de una avalancha de crónicas de largo aliento sobre el narcotráfico, o memorias y testimonios de pistoleros redimidos, que suelen saltar con facilidad a las pantallas, le han robado espacio y atención a los jóvenes escritores. Una realidad con consecuencias tangibles. Roberto Rubiano, escritor y profesor de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, cuenta que aún son contados los estudiantes que llegan con propuestas de ficciones policíacas para desarrollar en el programa. Y que los pocos ejemplos que han pasado por sus manos suelen caer de forma repetitiva en el mundillo del narco.

En todo caso, no es un tema que lo trasnoche. Rubiano sostiene que en ese terreno el estadounidense Don Wilson ya tocó el techo de cristal con su Trilogía americana sobre las drogas. Tras una pausa, suelta una última reflexión: “Sí, de hecho eso nos quita un peso de encima. Ese es un mundo que ya está contado, ya está liquidado”.

Por Camilo Sánchez

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