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Durante muchos años, hasta los últimos del siglo XX, se corrió la voz de que Víctor Hugo había dicho que la Constitución de Rionegro fue escrita para ángeles. En salones de clases, bares, cafés, en la calle y en las distintas tertulias que los colombianos sostenían sobre política y literatura, la sentencia de Víctor Hugo se multiplicaba, y en medio de sus multiplicaciones los contertulios contaban parte de la historia de aquella Carta Magna que el 8 de mayo de 1863 firmaron 73 delegatarios del Partido Liberal en una vieja casona del pueblo de Rionegro, Antioquia. De boca en boca pasaban algunos de los nombres de los autores de aquel texto: Tomás Cipriano de Mosquera, José Hilario López, Santos Gutiérrez, Santos Acosta, Ezequiel Hurtado, José Eusebio Otálora, Eustorgio Salgar, Julián Trujillo, Francisco Javier Zaldúa, José María Rojas Garrido, Lorenzo María Lleras, Salvador Camacho Roldán, Agustín Uricoechea, Camilo Antonio Echeverri y Manuel Ancízar. De boca en boca, también, se mezclaban distintos conceptos sobre el contenido de aquella Constitución que, aseguraban, habría podido transformar la historia republicana del país, que desde aquel día pasó a llamarse Estados Unidos de Colombia.
Entonces salía a relucir la frase de Víctor Hugo, y con él y con ella, los filósofos y escritores que influyeron en aquellos hombres que el tiempo pasó a llamar liberales radicales, y que alguno bautizó como El Olimpo Radical. Su obra, que constaba de 93 artículos, le apostaba al modelo federal y dividía al país en nueve estados: Antioquia, Bolívar, Boyacá, Cauca, Cundinamarca, Magdalena, Panamá, Santander y Tolima, que serían prácticamente autónomos, regidos por una Constitución propia, con la única salvedad de que debían “organizarse conforme a los principios del gobierno popular, electivo, representativo, alternativo y responsable”. Se iniciaba con una frase sencilla y contundente que eliminaba a Dios de plano: “La Convención Nacional, en nombre y por autorización del pueblo y de los Estados Unidos Colombianos que representa, ha venido en decretar la siguiente Constitución Política”, y según iban pasando los artículos, quedaba claro que la libertad, en todas sus manifestaciones, atravesaría las relaciones de los colombianos entre sí y de ellos con el Estado, y que habría un absoluto derecho a la vida, hasta el punto de que eliminó definitivamente la pena de muerte.
La palabra y el concepto que signaban los diferentes artículos de aquella Carta del 63 era la libertad. Libertad de prensa, libertad de comercio, libertad de portar armas, libertad de educación, libertad de credo, de oficios, de pensamiento, libertad de expresión y de circulación. “A la vista de este generoso catálogo de garantías individuales -escribió Ricardo Zuluaga Gil, calificando a la Constitución del 63 como ‘La Constitución de la utopía’- se entiende bien que el gran Víctor Hugo hubiese dicho que esa era “una Constitución para ángeles”. Pero como vivíamos en medio de una sociedad de hombres con un desarrollo muy imperfecto todavía, ese proyecto político social tan humanista no iba a perdurar en el tiempo. Las fuerzas más retardatarias de nuestra sociedad combatieron incesantemente en el campo de batalla y en la prensa ese modelo constitucional, y finalmente lo llevaron al fracaso solo 23 años después de haber sido puesto en vigencia, cuando fue reemplazado por la Constitución conservadora de 1886, cuya impronta, al haberse extendido por más de un siglo, borró de la memoria colectiva los rastros de esa utopía que se creyó posible en Rionegro en 1863”.
En París, pocos años después de que los liberales radicales debatieran en Rionegro y trataran de implantar su Declaración de Principios, Víctor Hugo, bañado en gloria por sus obras de teatro, sus poemas y su novela Nuestra Señora de París, perseguido por sus amoríos, encarcelado por sus infidelidades y por haberse enfrentado a la aristocracia de su país, hablaba ante la Asamblea Nacional Francesa y decía: “¡Llegará un día en el que las armas se os caigan de los brazos, a vosotros también! Un día vendrá en el que la guerra parecerá también absurda y será también imposible entre París y Londres, entre San Petersburgo y Berlín, entre Viena y Turín, como es imposible y parece absurda hoy entre Ruan y Amiens, entre Boston y Filadelfia. Un día vendrá en el que vosotras, Francia, Rusia, Italia, Inglaterra, Alemania, todas vosotras, naciones del continente, sin perder vuestras cualidades distintivas y vuestra gloria individual, os fundiréis estrechamente en una unidad superior y constituiréis la fraternidad europea, exactamente como Normandía, Bretaña, Borgoña, Lorena, Alsacia, todas nuestras provincias, se funden en Francia”. La guerra era absurda. Las armas eran absurdas.
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Era absurdo que hubiera miserables, que el comercio fuera privilegio de unos, que el agua y la tierra les faltara a otros, que las balas reemplazaran los votos. Por eso Víctor Hugo seguía diciendo, seguía implorando: “Un día vendrá en el que no habrá más campos de batalla que los mercados que se abran al comercio y los espíritus que se abran a las ideas. Un día vendrá en el que las balas y las bombas serán reemplazadas por los votos, por el sufragio universal de los pueblos, por el venerable arbitraje de un gran Senado soberano que será en Europa lo que el Parlamento en Inglaterra, lo que la Dieta en Alemania, ¡lo que la Asamblea Legislativa en Francia! Un día vendrá en el que se mostrará un cañón en los museos como ahora se muestra un instrumento de tortura, ¡asombrándonos de que eso haya existido! Un día vendrá en el que veremos estos dos grupos inmensos, los Estados Unidos de América y los Estados Unidos de Europa, situados en frente uno de otro, tendiéndose la mano sobre los mares, intercambiando sus productos, su comercio, su industria, sus artes, sus genios, limpiando el planeta, colonizando los desiertos, mejorando la creación bajo la mirada del Creador, y combinando juntos, para lograr el bienestar de todos, estas dos fuerzas infinitas, la fraternidad de los hombres y el poder de Dios”.
Los textos y las palabras y los libros de Víctor Hugo pasaban de mano en mano entre los liberales radicales, quienes desde sus citas conocieron a Lamartine y volvieron a Voltaire una y cientos de veces, y repitieron sus frases, como si fueran Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”, “No siempre depende de nosotros ser pobres, pero siempre depende de nosotros hacer respetar nuestra pobreza”, “Es peligroso tener razón cuando el gobierno está equivocado”. Respetaron a quienes pensaban distinto, hasta el punto de que avalaban la creación de nuevos periódicos, aunque en ellos los difamaran; priorizaron las necesidades de los pobres y se opusieron hasta la muerte al totalitarismo de los gobiernos que les sucedieron. Escribieron, fundaron periódicos y revistas, promovieron la lectura, y llevaron por sus vidas la máxima de que el ejemplo era más importante que la fuerza y la violencia. Se desvivieron por ser honestos y por promulgar sus ideas y la Constitución de los ángeles por toda Colombia, hasta que su radicalismo tocó los intereses de los liberales no tan radicales, de los conservadores y de la Iglesia, y tuvieron que defender con las armas lo que habían creado con las letras. Primero en la Guerra Santa de 1876 y, luego, en las batallas por el poder de 1885.
Perdieron en La Humareda, Santander. Rafael Núñez, pletórico, sentenció que la Constitución del 63 ya no existía. Se replegaron. Retornaron con la dignidad de la derrota a los discursos y las palabras, a los textos, a Voltaire y a Víctor Hugo. Entonces supieron que Hugo jamás había dicho lo de los ángeles. Como escribió Óscar Alarcón, “La única verdad es que Víctor Hugo sí conoció la Constitución de los radicales de Rionegro, porque se la envió nuestro embajador en Londres, Antonio María Pradilla, en carta fechada el 17 de agosto de 1863 (había sido sancionada el 8 de mayo), y el 12 de octubre del mismo año el destacado intelectual se la comenta, pero se refiere específicamente a la abolición de la pena de muerte. No habla ni de Dios ni de ángeles”. Ellos tampoco habían hablado de dioses ni de ángeles, sino de hombres. Y fueron los hombres que creían en dioses y en ángeles quienes los vencieron y postergaron para siempre sus ideas de libertad.