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Arrasaron con toda la vereda aunque en cada casa decían que solo la buscaban a ella. Fue un rumor, un rumor infundado y mal intencionado como todos los rumores. Nunca se sabrá qué lo desató. La envidia que despiertan las mujeres bellas y enamoradas, una mirada incómoda, un no, o un sí, cualquier cosa pudo ser motivo suficiente para que alguien dispusiera de su vida. Se llamaba Paloma y, entonces, se inventaron que llevaba y traía razones, que era mensajera y colaboradora de los otros. ¡Colaboradora!, qué ironía, como si alguien allí hubiera vuelto a escoger algo desde que ellos llegaron. Dijeron esa y muchas cosas. Quienes lo hicieron sabían bien que en estos pueblos las palabras matan. Y la mataron. Dicen que no dormía, no mas se le iba en puro tomar.
Fueron de casa en casa preguntando por ella, recorrieron la calle principal y dispararon contra todo. Llenaron el viento de improperios, insultos y vulgaridades e hicieron gala obscena de la infinita cobardía de quien se escuda en un arma para sentirse poderoso. Al fin llegaron hasta su casa de piedra en lo alto de la montaña y ellos, cuando oyeron el revuelo, no pudieron hacer más que mirarse a los ojos y fundirse en un abrazo dispuestos a morir así como habían vivido siempre, juntos. Cuánta vida compartida, cuánta alegría, cuánto amor incondicional. Juran que el mismo cielo se estremecía al oír su llanto.
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La mataron. La mataron vilmente y relatar con palabras semejante infamia sería volver a matarla una y otra vez, y cada vez que alguien lo lea. Y a él, a él lo condenaron al peor de los martirios, lo dejaron muerto en vida, sin pasado y sin futuro. Ahí mismo vio pasar todos los años junto a ella. Cuando se enamoraron a primera vista, cuando decidieron dejar todo en la ciudad y diseñar una vida a su medida en el corazón de la montaña, cuando construyeron la casa y la llenaron de flores y de libros; y al asentar la ultima piedra, prometieron delante de sus amigos quererse para siempre, más allá del tiempo. Cómo sufrió por ella, que hasta en su muerte la fue llamando.
Después de enterrarla en el patio sacó las provisiones de alcohol que le quedaban y se encerró con el firme propósito de no salir nunca más en la vida, en vida. No terminaba de entender qué había pasado, ¿por qué se empecinaron contra ella? Tal vez si había sido un error oponerse a aquellos hombres que llegaron a comprar las tierras, a talar y a asustar a todo el mundo. ¿Pero cómo no hacerlo? Entonces de qué se trataba, si no de eso, la dignidad. No quería pensar, no podía hacer nada, solo le quedaba el anhelo de morir de tristeza porque no sabía si realmente sería capaz de matarse a si mismo. Ayayayayay cantaba, ayayayayay gemía.
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A los pocos días ya no quedaba un alma en el caserío. Todos se habían ido y no se sabe bien si huían de lo que había ocurrido o de lo que estaría por venir, pero se fueron. Ya llevaban unos años malos de sequía y el río había disminuido su cauce a la mitad, pero lo que se avecinaba era peor que cualquier cosa. Después de lo ocurrido, sin tierra, sin agua y sin vecinos no tenía sentido alguno permanecer allí. Por su casa pasaron los amigos uno a uno e intentaron convencerlo de marcharse pero todo fue en vano. Él no estaba interesado en nada, solo podía llorar por ella y suplicar su propia muerte. Ayayayayay cantaba, de pasión mortal moría.
Cuando lo encontraron parecía como si acabara de partir pues su cuerpo estaba intacto y no había señal alguna de descomposición. Había dejado de cantar y de llorar, y los vecinos de la vereda más cercana se alarmaron y fueron hasta la casa. Ahí mismo lo enterraron junto a ella y escribieron también su nombre en una tabla por si algún día a alguien se le ocurriera recordarlo. Con el tiempo la maleza comenzó a crecer y a colarse empecinadamente entre las rendijas de la casa, entonces, cada resquicio se fue llenando de hiedras y arbustos que se fueron imbricando y entrelazando haciendo suyas las paredes de piedra. Que una paloma triste, muy de mañana le va a cantar, a la casita sola, con sus puertitas de par en par.
Poco a poco el camino volvía a ser transitado, así que fueron los pastores los que notaron su presencia por primera vez mientras iban hacia el río. Ahí estaba, posada en el borde de la puerta arrullando el silencio y la soledad de la casa abandonada. Al día siguiente volvieron a pasar por ahí y la vieron de nuevo y así todos los días hasta que oírla se volvió costumbre. Cada vez que pasaban frente a la casa alguien improvisaba alguna versión sobre lo que allí había ocurrido. Como si también la estuviera cubriendo la hiedra, la historia comenzaba a hacerse confusa y borrosa. Lo único que permanecía diáfano en el relato era el amor infinito que aquellos dos se habían profesado en vida y, quien sabe, tal vez, también después de la muerte. Juran que esa paloma no es otra cosa más que su alma, que todavía la espera a que regrese la desdichada.
Con el tiempo había vuelto a poblarse el caserío y, a punta de sembrar árboles, el río había recuperado su caudal. Al final pudo más el empeño de los labriegos que aquella guerra atroz que había plagado la serranía de desolación y de tristeza. La hiedra había cubierto por entero la casa de piedra y, donde alguna vez hubo ventanas, crecían flores silvestres coloridas. El día en que exhumaron los cuerpos, pues habían llegado los funcionarios a desenterrar las verdades, los vecinos reemplazaron las tablas carcomidas con sus nombres por una pequeña placa de barro cocido que rezaba: aquí habita el amor, más allá del tiempo. Nadie nunca reclamó la casa y a nadie en el pueblo jamás se le ocurrió ocuparla. Sus robustas paredes permanecieron intactas durante décadas y, como testimonio vivo del amor inmortal, cada mañana una paloma se acercó a llorar la muerte infame de su amada asesinada. Cucurrucucu paloma, cucurrucucu no llores. Las piedras jamás paloma, qué van a saber de amores.