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Pequeño glosario de antintelectualismo: “Ad nazismum”

En esta novena entrega del debate propuesto desde la Universidad Nacional de Colombia, los alcances ideológicos de las referencias al nazismo.

William Díaz Villarreal* y Jineth Ardila Ariza** / Especial para El Espectador
09 de septiembre de 2020 - 04:05 p. m.
Los efectos de la ideología nazi son denunciados a diario debido a los regímenes autoritarios impuestos en sociedades como la rusa, bajo los designios de Vladimir Putin, aquí comparado con Hitler, y afectan a naciones vecinas como Ucrania.
Los efectos de la ideología nazi son denunciados a diario debido a los regímenes autoritarios impuestos en sociedades como la rusa, bajo los designios de Vladimir Putin, aquí comparado con Hitler, y afectan a naciones vecinas como Ucrania.
Foto: AFP - SERGEI SUPINSKY
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Desde su muerte en 1945, los fantasmas de Adolf Hitler y el holocausto nazi recorren el mundo como un enemigo invisible…, o más bien como conejos de chistera. Casi todos los presidentes estadounidenses desde la era de la Guerra Fría, republicanos o demócratas, han sido comparados con Hitler por sus opositores; durante el debate sobre el armamento nuclear de Irán en el 2015, los analistas aludieron con frecuencia a los acuerdos de Múnich de 1938; y cuando el entonces presidente Barack Obama propuso un sistema de salud universal, algunos críticos lo compararon con el programa de eugenesia Aktion T-4 que instauró el régimen nazi para eliminar a los indeseables. Más recientemente Donald Trump Jr., el hijo del presidente de los Estados Unidos, decía que la plataforma del Comité Nacional del Partido Demócrata del año 2018 era “muy similar a la del Partido Nazi”. Y dos años después, durante la curiosa campaña presidencial en medio de la pandemia, las imágenes de Hitler y el nazismo han sido recurrentes, y no sólo por los vínculos evidentes de Donald Trump con la extrema derecha racista de su país. En un Walmart en Minessota, una pareja fue filmada llevando máscaras con una esvástica estampada, en señal de protesta por la norma estatal que obligaba a llevar tapabocas en lugares públicos. Para ellos, esta ley era una más de las innumerables formas de coartar la libertad por parte de los dirigentes demócratas. “Si votamos por Biden”, decían, “vamos a vivir en la Alemania Nazi”.

La mina de paralelos con el nazismo y el Holocausto es saqueada permanentemente por representantes de todo el espectro político, y no solo en Estados Unidos. En mayo de 2017, un portal de internet brasileño profetizaba que el destino del expresidente Lula da Silva, recién capturado, iba a ser semejante al de Hitler después de estar preso entre 1923 y 1924: “en una Alemania destruida, sin futuro, con una población desesperada por la inflación, la miseria y la criminalidad”, él salió triunfante de la cárcel y terminó por obtener “la mayor votación de toda la historia”, con lo que pudo “hundir a Alemania en una jornada de destrucción y locura que ha marcado su pueblo hasta hoy”. Mientras tanto, el abogado defensor de Lula acusaba al ministerio público brasileño de usar prácticas de persecución “propias de los regímenes totalitarios”: “En su primer discurso como canciller de Alemania”, decía, “Hitler defendía precisamente la ‘elasticidad de los veredictos’”. Un año después Lula no había salido de la cárcel, y había sido elegido como presidente de la república Jair Bolsonaro, un extremista de derecha que, después de visitar el museo del holocausto Vad Yashem en Israel, dijo que “no hay duda” de que los nazis eran de izquierda.En Venezuela, al tiempo que la oposición compara el régimen de Nicolás Maduro con la dictadura nacionalsocialista, éste describe la derecha, sin distinciones, como fascista y nazi. En Colombia, durante el proceso de aprobación del mecanismo de fast track para la implementación de lo acordado con la guerrilla de las Farc, un exprocurador católico y de derecha, que había sido destituido además por corrupción, decía que este proyecto iba a darle al presidente de entonces los “poderes dictatoriales de Adolf Hitler”.

Sin cesar, presentadores de noticias, blogueros, políticos, académicos y periodistas serios emplean analogías por las que las amenazas del presente se confunden con los horrores de un pasado muy preciso. Los asesinatos selectivos son holocaustos, las persecuciones políticas o sociales se parecen demasiado a los pogroms nazis, las formas de privación de libertad son como Auschwitz, los controles estatales evocan las políticas del Estado nacionalsocialista alemán, y los procesos históricos repiten acontecimientos de entre 1932 y 1945.

El empleo de la analogía hitleriana ha demostrado una flexibilidad asombrosa. En 2014, el Wall Street Journal publicó una carta a los editores en contra del “radicalismo progresista” que estaba arrastrando el pensamiento norteamericano en la era de Obama. Su autor era Tom Perkins, un multimillonario norteamericano e inversionista en capitales de riesgo. Para Perkins, el movimiento Occupy Wall Street en San Francisco estaba “demonizando” a los ricos. Decía: “Quisiera llamar la atención sobre los paralelos entre la Alemania fascista nazi, con su guerra al ‘uno por ciento’, es decir sus judíos, y la guerra progresista contra el uno por ciento estadounidense, es decir ‘los ricos’”. Por esta declaración escandalosa, Perkins tuvo que dar muchas explicaciones en los medios de comunicación. Incluso se vio obligado a disculparse ante la Liga Antidifamación de los Estados Unidos por haber comparado el movimiento Occupy con la amenaza de una “Kristallnacht progresista”. En una entrevista a Bloomberg admitió que haber hablado de una noche de los cristales había sido una decisión “terrible”, y por eso pedía disculpas: “Como muchos, he tratado de comprender el siglo XX y el mal incomprensible del Holocausto. No puede ser explicado. Incluso tratar de explicarlo es cuestionable, está mal”, decía.

El antintelectualismo ad nazismum anida en esta aparente paradoja: querer comprender históricamente el Holocausto y decir, al mismo tiempo, que el Holocausto es incomprensible. Quien pone la Alemania nazi en paralelo con cualquier serie histórica contemporánea simula conocimiento y actitud analítica, pero al mismo tiempo se protege de cualquier pregunta posterior: en cuanto encarnación absoluta del mal, el Holocausto proyecta la penumbra del terror mudo sobre lo que se le ponga enfrente, y por lo tanto obliga al silencio.

Las afirmaciones públicas sobre la inexplicabilidad del holocausto se adhieren de forma parasitaria a la idea de que este acontecimiento constituye una cesura histórica y una herida profunda en el lenguaje. Como lo muestran Primo Levi, Paul Celan, Theodor Adorno o George Steiner, no hay palabras para nombrar la experiencia de lo ocurrido durante ese período de locura. Sin embargo, todos estos escritores se ubican en las antípodas del antintelectualismo, pues para ellos esa imposibilidad obliga al esfuerzo de nombrar la experiencia innombrable. En un gesto similar, Claude Lanzmann excluyó de Schoah, su famosa película documental sobre el Holocausto, cualquier material fotográfico o fílmico que se refiriera directamente a los guetos y los campos de concentración y exterminio, pero construyó una empresa monumental de más de 9 horas de testimonios que se suceden unos a otros en una monotonía vertiginosa: sobrevivientes, familiares de los muertos, oficiales nazis encargados de los campos, maquinistas de los trenes que transportaban a las víctimas y vecinos de los campos de exterminio rodean de palabras y de recuerdos un acontecimiento cuyo centro permanece innominado.

En cambio, Perkins y quienes se aprovechan oportunistamente del Holocausto eluden el hecho de que las mejores exposiciones sobre el origen económico y político del nazismo en Alemania han señalado la responsabilidad del “uno por ciento” de los ricos industriales y banqueros alemanes, europeos y hasta estadounidenses. El antintelectualismo suele esconder en silencio aquello que se puede expresar cabalmente, y suele llenar de cháchara la experiencia concreta que no se puede articular en palabras.

En Una voz viene de la otra orilla, Alain Finkielkraut se muestra inquieto por la banalización del recuerdo del Holocausto, por la recurrencia con la que los “amigos” de los judíos lo citan para explicar todos los males del presente. “La Shoah es omnipresente”, dice. “Sus muertos no tienen descanso. […] Se los invita a bendecir a los instigadores de una nueva guerra racial; se les pide que alojen bajo la insignia nazi a todas las políticas nacionales; es en su nombre también que se someten las inteligencias y las instituciones al espíritu de los tiempos, es decir, al nihilismo”. El resultado de esta omnipresencia se asemeja a lo que Geoffrey Hartman, en “Public memory and its discontents”, llamaba la “náusea de la información”: la velocidad y la cantidad de imágenes que nos afectan “amenaza con abrumar la memoria personal”, pues crea un abismo insalvable entre la experiencia pública y la privada. Así, cada vez resulta más difícil articular históricamente el sufrimiento presente de los individuos concretos, pues este se alinea inmediatamente con un mal sin nombre. Citando a Régis Debray, Finkielkraut advierte que hay una equivalencia entre el revisionismo histórico que pretende borrar el Holocausto de la historia y el revisionismo que está implícito en su uso y abuso como propaganda, “degradado a marca ambulante, paseado año tras año bajo todas las latitudes para estigmatizar al enemigo del momento”.

* Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (wdiazv@unal.edu.co).

** Correctora de estilo, investigadora y docente ocasional del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (jardilaar@unal.edu.co).

*** Lea aquí los anteriores artículos de la serie.

Por William Díaz Villarreal* y Jineth Ardila Ariza** / Especial para El Espectador

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