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El viaje de la epidemia
Las palabras terribles, amenazantes, suelen tener orígenes modestos. Suelen ser palabras cotidianas, como las que usan los contertulios en una taberna o los marineros en sus canciones. Apenas podría intuirse en ellas el extraño destino de escapar de la conversación desprevenida de los hablantes para quedar apagadas en la oscuridad de un significado único, muerto hace tiempo a la posibilidad gozosa de los matices. Empecé a pensar en esto tras proponerme desandar el origen de esa palabra que en estos tiempos parece refractaria a cualquier tipo de contacto —incluso al etimológico—, de esa palabra gris y desesperanzada que de sólo proferirla empieza a dejar sentir el alcance de sus efectos, de esa palabra formada por la preposición griega ἐπί (‘encima’, ‘sobre’) encaramándose sobre el sustantivo, también griego, δῆμος (‘pueblo’, ‘distrito’).
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Sí, el origen de la palabra "epidemia".
De los registros más antiguos que encontré en el TLG (un corpus digital que recoge los textos escritos en griego antiguo desde Homero hasta los tiempos bizantinos), figura uno en Platón, en ese conjunto de escritos que la tradición ha dado en llamar las "Cartas", donde el filósofo ateniense recuenta sus tentativas fracasadas por imponer en Siracusa, en la isla de Sicilia, su muy cuestionada forma ideal de gobierno. Platón habla allí de su primera "estadía en Sicilia" (τῆς εἰς Σικελίαν ἐπιδημίας). Como se ve, Platón utiliza la palabra "epidemia" (literalmente, 'estar encima o sobre un pueblo') para expresar la acción sencilla de estar de paso o de visita en un lugar. Casi tres siglos después de Platón, Plutarco, uno de los grandes biógrafos de la Antigüedad, explota el sentido metafórico de la palabra "epidemia" al decir sobre uno de sus biografiados algo sobre la duración de su "tiempo de viaje" (χρόνος τῆς ἐπιδημίας), para referir con ello la idea cotidiana del transcurrir de la vida, con la misma metáfora que perdura tras siglos en muchas lenguas: la vida como viaje o, en palabras de Plutarco, como "epidemia".
La otra parada interesante en este recorrido es en los primeros autores cristianos que escribieron en ese griego simplificado que se había vuelto la lengua franca de gran parte del Mediterráneo. Cosa curiosa, es en los escritos de Celsio, Orígenes y Clemente, por mencionar a algunos de estos primeros eruditos teologales, donde más menciones se registran de la palabra "epidemia" en todo el corpus del TLG. Ellos hablan en cientos de párrafos, con la capacidad incisiva de los evangelizadores, de "la permanencia de Cristo" (τῆς Χριστοῦ ἐπιδημίας) o "de la llegada de nuestro salvador" (τὴν τοῦ σωτῆρος ἡμῶν ἐπιδημίαν). La "epidemia" de Cristo o del salvador se vuelve entonces sinónimo de bienaventuranza y adquiere un nuevo sentido al referir la fuerza del que llega para quedarse.
Pero es, sin duda, en el emperador romano Marco Aurelio, que aun siendo latino escribió sus célebres Meditaciones en griego, donde encontré el contexto de más inquietante belleza en el que aparece la palabra "epidemia". En una larga enumeración donde pondera la insignificancia de todo aquello en lo que el humano se afana por cifrar el tamaño de sus grandezas, que suele ser el tamaño de sus miedos, el emperador nos dice que "la vida es una guerra y la estadía pasajera de un extranjero" (ὁ δὲ βίος πόλεμος καὶ ξένου ἐπιδημία). Nunca me imaginé que, en algún momento de la historia de siglos de nuestras etimologías, la palabra "epidemia" pudiera haber sido el predicado de la palabra "vida". Que esta pequeña investigación sirva no para presumir de un punto de vista original —tan innecesario en estos tiempos—, sino de recordatorio de la enigmática capacidad de presagio y consuelo que esconden tras sí las palabras que han acompañado al hombre en su breve "visita" o "estadía" por la vida.
Jerónimo Uribe Correa
El supermercado
Hubo un tiempo remoto y feliz en que mi único propósito en el supermercado era empujar el carrito. Nada más.
Mi único sentido de trascendencia consistía en aplicar al carrito ─el bendito carrito─ la fuerza necesaria y dosificada para que rodara por los pasillos con su sonido metálico y su blindaje reacio a las tensiones humanas. Nada más.
Mi único desvelo: no chocar contra los estantes ni los carteles promocionales, no romper ningún producto, mayormente en la sección de licores, no golpear las nalgas siliconadas de las señoras, y sobre todas las cosas, no dejarlo solo, no dejarlo ir sin mí, porque estos carritos, al igual que los peces de acuario, buscan desesperadamente la puerta, pero nunca salen del supermercado. Nunca sabrán que hay otra vida donde pueden ser quizá más necesarios o más inútiles.
En ese tiempo dichoso mi esposa se hacía cargo ─qué bella expresión─ se hacía cargo mentalmente de la lista de productos, de saber dónde encontrarlos, qué preguntar a los mercaderistas, de comparar los precios, de comparar los gramos y los litros, de comparar las marcas, los sabores, las texturas, los olores, se hacía cargo hasta de comparar el espacio que ocuparían en la alacena. En ningún otro lugar de la tierra se compara tanto como en un supermercado. Ni siquiera en las iglesias. Ni siquiera en los baños militares. Ni siquiera en los espejos ni en las páginas de Excel.
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Ahora, por el Covid-19, debo parecer un hombre contemporáneo y multifacético: debo empujar el carrito y encargarme con mis propios ojos y mi corto juicio de las comparaciones, yo, que no distingo entre una sotana y Satanás. Yo, que ahora debo perderme en el laberinto de las estanterías. Yo, que ahora sé que no hay lugar más solitario que un pasillo de supermercado con precios inalcanzables. Yo, que no sabía que el día del juicio final se
revelaría en el acto ordinario de llevar a casa el artículo equivocado o la cantidad imprecisa, y como un menguado carnívoro regresar a la pradera y devolverle al río el cuerpo muerto del venado.
Ahora no se abre ante mí al final de un pasillo, como en otras ocasiones, la dirección en la que yo me veía allá, a lo lejos, con diez años acompañando a papá a hacer mercado. En esos días, con tiempo más que suficiente para la contemplación, yo me quedaba lelo mirándome a mí mismo con ternura y admiración. Miraba (o recordaba), por ejemplo, que en la plaza no había carritos de metal y debíamos cargar las bolsas en el hombro por largos trayectos. A mí se me desollaban los dedos y los hombros, pero no me quejaba. A veces papá pagaba por unos carritos humanos: unos hombres flacos, desgreñados y sucios, algunos de mi edad, que levantaban las bolsas como si solo llevaran algodón.
¿Qué será de esos carritos humanos? ¿Ya se habrán oxidado? ¿Seguirán atrapados en la pecera sin saber que hay otra vida donde pueden ser quizá más necesarios o más inútiles?
Ya no tengo tiempo para cruzar por ese pasillo oscuro del supermercado, donde me veo allá en el fondo con mi papá. No. Ya no tengo tiempo para eso, debo comenzar el interminable castigo: ejecutar una y otra vez el rito de las comparaciones.
Daniel Mauricio Montoya Álvarez
Las mujeres que me habitan
En esta hora justa, llega por asalto, el deseo de escribir sin parar, se cruzan realidades y pienso en la palabra “soledad”, necesito plasmarla, pero me enredo; entre lecturas de alguien que no conozco, o ante la simpleza de leerme y corregir estas letras mías que a ratos cojean, como la pata de esa vieja mesa que me mira de soslayo desde un rincón de la casa. Sentada aquí, en este pequeño rincón, fumo un cigarro e imagino que soy ese humo que sale por la ventana en cada aspiración. Luego la realidad me alcanza de repente. Pienso entonces, en esa casa que es abrigo, que me acuna en estas noches de angustia, que rebasan lo sin sentido. Para calmarme, la camino a tientas, reviso que las puertas estén bien cerradas como si no quisiera ver lo que pasa afuera; (detectar los trapos rojos en las ventanas de los abandonados). No quiero que me alcance este sinsabor, esta angustia del no poder, y en instante sólo me veo regresando a ese universo acuático de mamá.
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Entre el caos de este cuarto que en ocasiones ha sido patria y cárcel al mismo tiempo; el desorden, se minimiza un poco con preguntas sin respuestas, taladran en mi cabeza, y pienso en todas las mujeres que confluyen dentro, y mi “razón” conversa con ellas, como si negociase la coexistencia con una locura amable y no reconocida. Las lágrimas no han sido una opción, pero a veces los ríos se desbordan. El llanto y la risa son cosas tan disonantes pero complementarias, en este avatar de vida. muchas cosas pasan por mi mente, como un vendaval que aparece de repente y luego se va, ahora lo comprendo todo, desde antes de
este autoconocimiento de vos ya buscaba exiliarme a un espacio completamente mío, dejarte por fuera, como si fuera posible y conseguir silenciarte, o como mínimo apaciguar esas vocecitas, o la intensidad de tu voz en off antes de tus gritos desquiciados, que luego se hacen letras, con una fuerza única que doblegan mi espíritu, y poder por fin escribir algunos de esos versos atravesados en mi garganta.
Veo la madrugada llegar al borde más extremo, el insomnio ha sido para nosotras la constante en estas últimas noches; los días giran con una calma que antes nunca conocíamos. Oigo mis pensamientos y los tuyos como eco, y me preguntas ¿Quiénes somos? afirmo que acaso no somos las que coleccionan atardeceres. Pensé que ya reconocerías que somos hijas de Yemayá, “madre de todos los mares” y que el sonido de la lluvia golpeando los techos del vecindario y el olor a tierra mojada están entre las cosas que más disfrutamos. Que nos miramos desnudas frente al espejo cada mañana y que envueltas en velos rojos danzamos sin parar. Pero, ha llegado el tiempo de mirarnos por dentro y evaluar el camino y aparece de nuevo ese miedo, presente también el recorrido de las hormigas.
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Salta tu voz de improvisto ¿Te acuerdas cuando caminábamos por la ciudad casi todos los días? Como niñas necias, como quienes miran de los cristales el asombro de la vida. Nadie comprendía nuestra terquedad. Ahora, insistes en seguir buscando respuestas ciertas.
¿Recuerdas? Nos embriagamos con vino tino y brindamos por días mejores y por las heroínas que estuvieron antes que nosotras. Lilith que prefirió el infierno al paraíso, Hipatia apedreada por pensar distinto o Emily Dickinson en su elección del encierro antes que el desamor. Sus voces, habitan en mi mente y de repente claman salir, en esta precisa hora, cuando nos piden quedarnos en casa, justo en el instante mismo, como a las tres de la tarde del domingo, donde la vida parece ir más lento. Me muestras en este diálogo interno, de letras atrapadas en un telar de araña, donde se hace urgente plasmar el amor en memorias de ciudad, con la incertidumbre que todos los días parecen iguales, qué más da lunes, martes o sábado, sólo nos queda la incerteza de los días por venir. Estamos como quien cuenta las horas del reencuentro, con ese amante que se extravió en el camino.
Martha Cecilia Ortiz Quijano
Nostalgia
Escucho su voz por el teléfono, mientras la pantalla del televisor cambia sus colores, me cuenta de sus días; de la sabiduría de los gatos; de la primera palabra de su nieta que él vio por un video del WhatsApp.
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Hace largas pausas: sus palabras antes seguras, ahora hacen equilibrios.
Le pregunto por la quimioterapia, evita el tema y comienza a hablar de su reclusión por la pandemia del coronavirus, de las lecturas; de pronto se detiene, me dice que ha hecho un descubrimiento y quisiera explicármelo al detalle… Como en los viejos tiempos cuando era su alumno.
Le digo que cuando todo esto pase podríamos ir a Getsemaní, pero esta vez yo pago. Viene un silencio.
Las luces en la pantalla del televisor.
Y por primera vez su carcajada estalla en el teléfono…
Esa bella forma de la despedida.
Edisson Duarte Restrepo