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Poco entiendo de silencios. Al crecer vi a mi abuelo peregrinar sin falta a la ventana de su casa que daba a la calle octava sur, en Bogotá, todos los días entre cuatro y seis de la tarde. Muchas veces me quedé bajo el marco de la puerta indagando qué veía. Qué sentía. Qué pensaba. Siempre quieto, callado, con la mirada fija en un punto infito.
La escena se repitió durante décadas. Incluso cuando ya casi no podía caminar. Arrastraba los pies apoyado en un bastón de madera hasta el mismo lugar y seguía observando durante horas. Poco importaba el clima, siempre tenía ruana y una boina de cuero negro. El ritual procedía en silencio; no había música, programa radial o charla que lo acompañara. Su rostro permanecía inmóvil, sólo los párpados daban un atisbo de vida a la imagen.
Los surcos recorrían las sienes con delicadeza. Las arrugas terminaban sobre los pómulos, que rojizos, le daban un aire de juventud que nunca perdió. Los pelos del bigote entre amarillos y blancos y las uñas secas. Manchas sobre el lomo de las manos y accesorios de bronce y oro. Así era mi abuelo. Una efigie vetusta y cargada de nostalgia.
Mientras el viejo se recuperaba de algún infarto en la clínica yo acompañaba a mamá a cuidar de esa casa que solo sabía de sonidos escondidos. Me sentaba en la silla de mi abuelo, a la misma hora, a ver la vida en Ciudad Montes. Él nunca supo que había ocupado su lugar durante su ausencia. Aunque jamás podré saber qué hacía ahí, pues Lázaro Jesús Cortés murió una tarde de agosto en 2009, me gusta pensar que es un secreto caprichoso que quizás entienda con el pasar del tiempo.
A partir de entonces tuve la necesidad de ventanear para entender qué veía mi abuelo. Aunque él no habría aceptado el verbo ventanear, pues no creo que viera en dicha acción alguna diferencia con mirar por la terraza o asomado a la puerta. Sin embargo, sí hay una gran distancia entre la mirada que nace desde la ventana y el resto. Además, con el tiempo asomarse a la puerta dejó de ser una opción para él. Ya fuera por el cansancio acumulado o el hecho de que la inseguridad crecía.
Mis padres son diferentes. No pasan la tarde viendo las calles vacías del barrio o el árbol que florece jalde en la primera semana de abril frente a su ventana. Ellos miran series, películas, documentales, pantallas. Las aceras del barrio no despiertan su curiosidad, o al menos no ahora.
Mi abuela paterna también miraba por la ventana. Pero ella tejía, sentada en una silla de veinte centímetros de alto, cuando la luz está en su mejor punto: entre las cuatro y las cinco y cuarenta de la tarde. Flor Ángela Jiménez también murió, pero en noviembre de 2012, luego de muchos años de convivir en el mismo cuerpo con el Alzheimer.
A ella la habitaba un silencio diferente. Uno impuesto por la enfermedad. Si los ojos son las ventanas del alma la de mi abuela era mansa. El azul en su mirada era suave, tímido, casi blanco. Con los años, sus párpados fueron cayendo y su alma se quedó sin luz. Creo que por eso dejó de hablar. Claro, por eso y por el deterioro cognitivo que convirtió hasta la tarea más sencilla en una tortura.
Las ventanas de mis abuelos no son muy distintas a las que hay en la casa en la que vivo. Aunque algunas dan a la calle y otras solo a muros, en todas se esconde vida de alguna manera. Ya sea como luz, como movimiento o como sonido. Poco importa el cuadro que encierren, no existe una que no hable.
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La herencia de mi abuelo fue parte de su biblioteca. Por ejemplo, en la página 129 del tomo 14 de la Enciclopedia Ilustrada Cumbre, editada en México en 1971, y separada por una fotocopia de su cédula, se define ventana como toda abertura para dar luz y ventilación, que se practique en una pared, por encima del suelo. Se habla, también, de sus partes; la superior es conocida como arco o dintel; los costados como jambas y derrames; la inferior se conoce como mocheta. Se enumera su historia. 1. los albergues prehistóricos. 2. los griegos que cubrían sus ventanas con goznes. 3. la importancia de los romanos y las ventanas de medio punto. 4. las iglesias cristianas. 5. el estilo gótico. 6. la llegada del renacimiento y las ventanas modernas.
Las ventanas saben de tristezas. Lo sé porque cuando saco a pasear a la perra puedo ver la cara de mis vecinos a través del cristal. La luz no alcanza a bañar su rostro por completo y este pierde proporciones. Los custodios miran a los peatones pasar. A veces no son ni siquiera humanos, muchas veces, tienen alma canina. Es un barrio añejo, de cabezas acanadas y pasos lerdos. Casi nadie sale. Los rostros que veo en el parque son nuevos. Lejanos. De personas que quizás llegaron de lugares distantes con la excusa de pasear a sus mascotas o ir a la tienda.
Debo confesar que extraño las ventanas del bus, de los cafés, de los aviones, de las habitaciones de hotel, la de mi abuelo, la del carro en una salida con la familia, la del apartamento en el que crecí y desde la que se podía ver el humo del tren a las cinco de la tarde. Extraño muchas ventanas que a la vez son toda la misma.
Una ventana es inmutable. A pesar de que lo que se vea a través de ella cambie a cada segundo, el vano sigue inmóvil y permanece así eternamente. Es curioso, las de Emily Bronte en Cumbres borrascosas o la ventana con balcón de Romeo y Julieta son estructuras casi intocables y, de lejos, puntos de partida como pocos. Imágenes universales que sirven para contar la misma historia. Retazos arquitectónicos de obras que terminan por convertirse en símbolo.
Existe otra dimensión formulada en la Teoría de las ventanas rotas. La idea, expuesta por James Wilson y George Kelling, nace de un experimento llevado a cabo por Philip Zimbardo, psicólogo social de Stanford, en 1969. El experimento consistió en dejar un carro abandonado en el Bronx y ver qué sucedía, luego, repetir la misma acción en Palo Alto. En el primer caso, a los diez minutos el automóvil estaba completamente destrozado, mientras que en el segundo escenario, no fue sino hasta que Zimbardo rompió una de sus ventanas que los habitantes del sector comenzaron a vandalizarlo.
Con base en este experimento Wilson y Kelling concluyeron que si aparece una ventana rota, y no se arregla pronto, se desata una ola vandalismo. Esto sustentado en que aquel objeto/espacio quebrado es sinónimo de que no hay nadie cuidando. Las ventanas, entonces, significan mucho más para un carro o un edificio que su propia fachada.
Las ventanas gritan. Lo hacen, por ejemplo, con los pañuelos rojos que han colgado las familias de bajos recursos pidiendo ayuda del gobierno. También sirven para escuchar. No importa qué. A veces cuentan la historia del hambre que encierran o el olvido que las habita. A lo mejor por eso, a medida que la cuarentena se dilata, paso menos tiempo cobijado en las nuevas ventanas del mundo: las de Google Chrome, Safari o Whatsapp, múltiples entradas y salidas a escenarios cercanos o desconocidos, y me refugio en las que dan a la calle.
Sería mentira decir que la definición no ha cambiado con los años. Con un clic abrimos una nueva ventana o una ventana de incógnito. La última sería un sueño para el fotógrafo L.B. Jefferies. Realmente para cualquier fisgón que no quiera ser atrapado con un par de binoculares en las manos. Las ventanas modernas, esas mismas en las que se tamiza el deseo o se explora con curiosidad, son la metamorfosis de uno de los espacios más antiguos de los hogares humanos.
Es interesante cómo la arquitectura es capaz de cambiar el mundo. En la misma definición de la Enciclopedia Cumbre se menciona que “las ventanas son los medios de que se vale la arquitectura para dar luz y ventilación a las habitaciones”, empero, también se encargan de darle un nuevo ángulo a la realidad. Una nueva perspectiva. Como ya dije la ventana no muta, pero la mirada de quienes la utilizamos sí.
No creo que Wallace Stevens habría visto lo mismo que enunció al final de su poema Dominación del negro de no ser por el marco de dicho escenario: “Por la ventana, / Vi cómo se reunían los planetas / Igual que las hojas / Que giraban en el viento. / Vi como caía la noche, / A grandes zancadas como el color de los robustos abetos. / Tuve miedo / Y recordé el grito de los pavorreales”.
Por mi ventana veo hombres y mujeres por igual pasear a sus perros o transitar las calles con bolsas de mercado; también veo al guardia de turno, con camisa azul de cuello negro, ir de un lado a lado de la calle sobre la misma vieja bicicleta verde; se escucha la Avenida Boyacá, mucho más tenue que antes, pero todavía viva, así haya días en los que parece solo un rumor. El murmullo de la gente se confunde entre el trinar de los pájaros, el jadeo de los perros y la voz del viento al encontrar las hojas de algún árbol.
Cuando hay sol hay quienes salen a trotar. También hay quien se pasea en los días lluviosos bajo una sombrilla negra. Los camiones siguen transitando las angostas calles de mi barrio, siempre de a uno y sin importar la hora.
A veces logro escuchar lo que hablan las personas. Hace unos días un médico pedía que le tuvieran el balde y el cepillo afuera, listos para su llegada; en otra ocasión un par de hombres en bicicleta gritaban algo sobre la alcaldesa; ese mismo día una pareja se despedía emotivamente antes de que ella abordara un taxi; una mujer detalla una botella de vino mientras le dice a su pareja que faltó comprar queso; un hombre pasa casa por casa pidiendo ayuda junto a dos niñas pequeñas. La última imagen se ha convertido en una constante.
Sé que no soy el único que se asoma. He visto fantasmas vestirse con cortinas blancas, a la espera de que algo pase, desde segundos pisos. Usualmente fijan su mirada en la calle. Ignoran el resto. Incluso a sus vecinos, como yo, que los observan desde la seguridad de su marco. Los días son todos el mismo, pero eso siempre ha sido así. No existe diferencia entre un lunes o un miércoles y ahora tenemos la prueba de ello. Me pregunto qué veré mañana. Pero, la verdad, me pregunto qué veía mi abuelo cuando nadie estaba allí para acompañarlo.