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“Es una cuestión que tengo que definir dentro de la manera que yo escribo: cuándo me voy a convertir en un crítico y cuándo solamente en cronista. Yo hice mi tesis en la facultad sobre 'la incidencia en hurto y robo', entonces fui a una isla de Cohiba, allí hice la entrevista a cincuenta tipos, y el 95 % de las personas que entrevisté culpaban al destino… '¿Por qué caíste preso?'. 'La vida lo quiso así'. '¿Qué causas crees que fueron las que te llevaron a delinquir?'. El destino. Una proyección. La culpa no es mía. La culpa es de allá. De alguien. Por eso yo digo: 'Cuando lo manda el destino, no lo cambia ni el más bravo'. Es un reflejo mío, ahí no me estoy convirtiendo en crítico, me estoy convirtiendo en un cronista”. Estas palabras se encuentran en la entrevista que César Pagano incluyó en su libro El imperio de la salsa (Icono).
Rubén Blades, antes que cantante, actor y abogado, es un escritor y un cronista de la vida urbana. Y para ser escritor también se hace indispensable ser lector. Así que hay varios oficios y hábitos que se esconden detrás de sus más de 15 álbumes musicales y de toda una obra artística que combina el cine y la literatura, que puede verse, por ejemplo en toda la historia que el autor construye en Maestra vida, un álbum de ópera salsa que se inicia una tarde abril de 1975 y al que llegué una noche de celebración en la que la condición para oír las 15 canciones era hacer silencio y disfrutar del híbrido entre los instrumentos de la música popular latinoamericana y de los sonidos de la música clásica que abrieron el telón a una narración que, como muchas otras canciones de Blades, se dan en los escenarios cotidianos, en los barrios de calles empinadas, de tiendas de esquina con grandes parlantes, en los barrios de este lado del continente en el que las botellas de vidrio de las cervezas chocan al inicio de un son o de un bolero.
“La música no es más que un pretexto”, dice el prólogo de Maestra Vida. Y el cantante panameño lo reafirmó con sus composiciones, con las letras y el ritmo carnavalero y latino de la salsa que se convirtieron en crónicas de las problemáticas sociales y políticas de nuestra tierra, de una tierra en soledad y abandonada a su propia suerte. “El ritmo lo determinará el contenido, no al contrario”, afirmaba Blades en la entrevista del libro El imperio de la salsa. Eran y son las historias las que dan sentido a los timbales, al piano, a la misma voz que canta y narra los crímenes y las disputas de las ciudades latinas.
Así lo hizo con Pedro Navaja, una canción insigne y un referente fijo del lado literario de Ruben Blades. Una canción que cuenta con la estructura del relato que enseñan los académicos en sus claustros, una historia que Blades consideraba casi cinematográfica: “como nosotros no tenemos cine, pues yo hice cine con una canción”, le contó a Pagano y compañía. De la palabra una imagen, de la imagen una historia, de la historia una obra, de la obra un legado. Así fueron mutando las composiciones que el panameño dibujaba, recreaba, destruía y repensaba una y otra vez en los pequeños cuartos que habitó en Estados Unidos en la década de 1970 luego de huir de su país natal por su activismo político, una postura que alimentó por su abuela, que le enseñó a defender la justicia como valor de unidad y equidad, y también por las condiciones sociopolíticas que se complicaron años atrás por las intervenciones del país norteamericano en Panamá.
Además de su historia, de una canción asociada al género de la crónica, Pedro Navaja arroja uno de los referentes de Blades, que si bien no tiene una razón profunda en su inclusión, sí sugiere uno de los autores que el panameño leyó, tal vez por la importancia de Gregorio Samsa o por un interés como abogado por acercarse a las nociones de justicia que Kafka plasma en novelas como El Castillo. Habló de Kafka y de un callejón, recordando una imagen en especial de la obra literaria del checo, o haciendo alusión al llamado callejón de oro donde vivió el escritor.
Quizá el mayor símbolo de la relación de Rubén Blades con la literatura está en su amistad con García Márquez, autor que denominó al cantante como “el desconocido más popular del mundo”. El resumen o el mayor estandarte de esa amistad combinada entre la soledad de América Latina y el destino como una gran fuerza que el salsero señaló en canciones como Plástico o Pedro Navajas se centra en el álbum Agua de luna, producido en 1987 entre el panameño y Seis de solar.
“Yo sólo sé que cuando hay vida todo se puede y / Que si uno usa lo que tiene comprenderá que se / Puede dar sentido a lo absurdo haciendo que sea / Éste mundo la razón de nuestro llegar”, dice una de las estrofas de Agua de luna, la canción que lleva el nombre del álbum y que, a diferencia de las otras siete canciones que componen el álbum, un elogio de Blades a la obra literaria de García Márquez. Isabel, inspirada en el monólogo de Isabel viendo llover en Macondo; No te duermas, basada en Amargura para tres sonámbulos; Blackamán, escrita con base en Blacamán el bueno, vendedor de milagros; Claro oscuro, de El mar del tiempo perdido; Ojos de perro azul, basada en el cuento del mismo nombre; La cita, del cuento La mujer que llegaba a las seis y Laura Farina, del cuento Muerte constante más allá del amor, son las canciones que componen un álbum experimental que se basa en la literatura, que, de nuevo, parte del contenido para crear el ritmo y constituir sonidos de varios instrumentos que conforman un universo musical, un universo artístico en el que la literatura del llamado “realismo mágico” se traslada de los juglares vallenatos a los fundadores de la salsa como un género de la cultura popular de América Latina, de un género que narró a las poblaciones migrantes y afros que vivían en los suburbios de New York y que encuentra sus orígenes en el jazz y el rock and roll.