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En enero del 2021 se cumplieron 16 años de un hecho sin precedentes en la historia del cine colombiano o, mejor dicho, cine hecho por colombianos, que no es lo mismo. El 26 de enero de 2005 la actriz Catalina Sandino se convirtió en la primera actriz colombiana en ser nominada a los Premios Óscar. Dicho reconocimiento lo logró por su papel en la película “María, llena eres de gracia”, dirigida por el estadounidense Joshua Marston.
Para entonces, otras eran las actrices a las que los reflectores apuntaban. Pocos tenían en el radar el nombre de Catalina Sandino. Su historia asumía todos los elementos lo suficientemente atractivos como para que los medios de la época quemaran tintas para contarla: una joven, (24 años tenía entonces) estudiante de comunicación que debuta en la pantalla grande y es nominada a un Óscar en la categoría de Mejor Actriz Principal.
Un año antes de ser considerada para el premio más importante de la industria del cine, Sandino ganó el Oso de Plata a mejor actriz en el Festival de Cine de Berlín, dicho premio lo compartió con la actriz surafricana Charlize Theron, quien protagonizó la cinta “Monster”.
Ese acontecimiento histórico tuvo como protagonista, tras bambalinas, a un hombre de teatro puro del que hoy poco se habla, pero que por cuenta del boom generado por la estatuilla dorada a la que aspiró Sandino, mojó más prensa que la que tal vez hubiera deseado. Se trata del dramaturgo argentino radicado en Colombia hace 36 años, Rubén Di Pietro.
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“La noche en la que Catalina (Sandino) ganó el premio en el Festival de Cine de Berlín, recibí muchas llamadas. Al día siguiente tenía la Academia repleta de periodistas interesados en conocer la academia en la que había estudiado la actriz”, recuerda en diálogo para El Espectador. Un año después, tras la nominación de Sandino a los Óscar, el boom tuvo un segundo pico.
“Se armó un revuelto terrible. Mucho más grande que el del año anterior. Esta vez llegaron a la academia, además de los periodistas colombianos, comunicadores de Miami, Nueva York y Los Ángeles”. A ese capítulo de su vida, Rubén Di Pietro lo llama “El Sandinazo”.
Una semana después de que en el mundo cinematográfico se masticara la historia de la colombiana que tras su debut ya era contemplada para recibir un Óscar, a la academia de Rubén Di Pietro se inscribieron 103 alumnos.
En una entrevista con la Revista Caras y que fue replicada en varios países de habla hispana, Sandino señaló: “Rubén (Di Prieto) me enseñó lo que es la disciplina, lo que es prepararse. Ahí empecé a entender que esto es lo que quería hacer”. Di Prieto cuenta que esa frase, y otras palabras generosas que la actriz tuvo para con él, las utilizó para hacer la publicidad de su propia academia. El auto bombo, “que fue creado a raíz de una realidad y no de cosas infladas”, como dice el dramaturgo argentino, surtió efecto.
“De esos 103 alumnos había 20 interesantes. Personas que realmente estaban dispuestas a ser disciplinados y a entender el poder de transformación que puede tener el teatro en el individuo. El resto eran personas con ganas de ser famosos que creían que eso se logra con una varita mágica y sin sacrificio”, dice.
“Me entró mucha plata y cometí errores. Toda la vida he sido un güevón con la plata. En vez de invertir o administrarla mejor, empecé a hacer invitaciones y gastos desproporcionados”. La mayoría de esos “gastos desproporcionados” de los que habla, fueron destinados a su enfermedad más arraigada: el teatro.
No fue esa la primera vez, ni la última, que Di Prieto gastó hasta lo que no tenía por y para el teatro. En 1986, cuando apenas se adaptaba a Colombia, su idiosincrasia, sus buenas y malas costumbres, sus carencias y riquezas y a los dioses con pies de lodo que la componen, Rubén Di Prieto destinó un dinero importante para el montaje de “Matrimonio Blanco”, una obra que había traducido para ser presentada en Argentina y que luego preparó con los alumnos de la Escuela Nacional de Arte Dramático de esa época. Aunque ese trabajo era Ad honorem, el sueco argentino no escatimó en nada. “Siempre estoy regalando la plata. Así me criaron. Siempre estoy ayudando y no me da pena decirlo porque me da placer, pero luego me da dolor cuando veo la cuenta vacía (…). Había vendido mi apartamento en Estocolmo. La mitad de esa plata la destiné para comprar un terreno y la otra mitad me la gasté en el montaje de alta calidad. Tiré la casa por la ventana. Mandé a hacer 3 mil afiches y 3 mil programas de la mejor calidad, lo exquisito de lo exquisito. Estaba loco”. Esa obra se presentó en la Sala Mallarino del Teatro Colón.
Tres años antes Di Prieto había tirado sus anclas en Colombia. Vivía cómodamente en Suecia, país del que también tiene nacionalidad, pero en un afán por recorrer y entender el mundo desde una realidad más cercana a lo que pasaba en su natal Argentina, se presentó a una convocatoria del gobierno sueco que buscaba profesores de teatro que quisieran enseñar en Colombia.
“En 1984 llegué a trabajar a Ciudad Bolívar. Fue una experiencia hermosa, fuerte y cruel. Llegar de Suecia, el país del orden, la justicia social, el estado de bienestar, a enfrentarse una realidad social tan fuerte, con la muerte rondando fue duro, pero al mismo tiempo fue hermoso encontrarme jóvenes universitarios interesados por el trabajo en comunidad, por medio del teatro. Eso fue lindísimo”, recuerda.
El método de Rubén Di Prieto
Lejos está la vida de Ruben Di Prieto de ser perfecta. No hay que romantizarla. Más bien es real. A veces crudamente real. Con un acento que es difícil de descifrar porque danza entre los matices de un italiano lejano, un argentino con nostalgia del ayer o un sueco que intenta olvidar sus privilegios, se escuchan historias de crisis económicas, estados de salud ondulantes y oscilaciones depresivas, pero también, esa misma voz, es capaz de narrar con detalles y precesión cautivadora los tiempos felices presentes, futuros y pasados de un hombre que ama a la vida en el sentido más aristotélico de la palabra.
Entre los actores de método, el de Di Prieto es ampliamente comentado. También cuestionado. O mal cuestionado. Es riguroso, exigente, esteta, francote. “Una alumna alguna vez me dijo: ‘usted se rompe la cabeza contra la pared queriendo cambiar a mi pueblo y no lo va a lograr, porque mi pueblo es así, indisciplinado y complaciente’. Eso que ella me dijo, me dejó entender muchas cosas, pero jamás negocié a buscar la disciplina y el respeto por el texto. Esa es la clave del teatro bien hecho (…) Lo que me ayudó mucho también fue que me enamoré de este país. Me enamoré de ustedes y cuando uno se enamora es más difícil comprender”.
De Rubén Di Prieto se dicen cosas hermosas, pero también cosas terribles. Extrañamente, aunque no sea tan extraño, eso terrible que se dice de él carece de rostro. De responsable.
Se dice, por ejemplo, que orina a sus alumnos, que les pone puntillas en las uñas, que los insulta, ofende y maltrata. Al respecto y citando al director ruso Konstantín Stanislavski: “Aprended a tiempo a oír, entender y amar la cruel verdad sobre nosotros mismos”. Tal vez, solo tal vez, es que tiene algunos malquerientes. Aspirantes a actores que no soportan verse a sí mismos en el espejo del alma que les obliga a sacar Di Prieto a través de Stanislavski
“La actuación es un juego, pero aún más es una confesión. De ahí la importancia suprema de la autoaceptación. Hay principalmente que se necesitan para vivir este oficio: Gran inteligencia, para ver la vida tal como es sin prejuicios morales; exquisita sensibilidad; Férrea disciplina y autoaceptación de la identidad física, sexual y social. Uno tiene que amarse a sí mismo para poder ser actor”.
Y agrega: “El profesor y el alumno la relación es impersonal. El alumno quiere aprender algo que el profesor sabe y si es pilo lo aprende. Pero en el caso de la relación maestro discípulo, la personalidad del maestro, marca la personalidad del discípulo”. (....) Trabajar con la personalidad con los alumnos es parte de mi método. Ayudo a que el actor se de cuenta de sus falencias y virtudes. Y que abandone lo que no le sirve para la creación del personaje. No puedo con el alumno que no es sincero con sigo mismo”.
Fernando Pessoa dijo al respecto: “Cuando quise quitarme la máscara estaba pegada a la cara, cuando logré arrancármela y me miré al espejo ya había envejecido”.
Rubén Di Prieto quiere que lo recuerden como “un hombre que se resistió a arrodillársele al sistema”, pero mientras llega el momento de pensar de ejecutar obituarios prepara una obra: “Cuentos dulces para niñas hipogisémicos”. La prepara en una soledad compartida en su casa en La Calera. “La voy a sacar adelante como sea”.
Sobre Di Prieto, el actor Robinson Díaz dijo alguna vez: “La formación y el estudio de un actor no terminan nunca, más allá de sus éxitos y fracasos. Por eso es un privilegio para mí, contar siempre con un amigo un guía y un exigente maestro como lo es el señor Rubén Di Prieto”.