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Semana Santa con García Márquez

Un doctor en literatura, que se graduó con una tesis sobre ‘El otoño del patriarca’, da su veredicto sobre la obra del nobel y sobre la experiencia de haberlo tenido como huésped en Roma.

Guillemor León Escobar H. /Especial para El Espectador
20 de abril de 2014 - 02:00 a. m.
 Gabo con el cardenal Darío Castrillón durante su encuentro en Roma. / Archivo particular
Gabo con el cardenal Darío Castrillón durante su encuentro en Roma. / Archivo particular
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Llegó con Mercedes en la Semana Santa de 1999. Flaco, bonachón, pero con una picardía que iluminaba por afecto y otras veces dolía como el desamor porque nadie podía sacarse el aguijón que ella contenía y a veces los adversarios menos inteligentes la tomaban como un elogio.

“Usted abandonó las letras y se dedicó a la política”, me dijo. No pensó verme de embajador ante la Santa Sede. Nos habíamos encontrado en Europa cuando lo visité en Barcelona para darle parte de una reunión que había convocado Rafael Gutiérrez Girardot. Yo era lector-docente para literatura en la Universidad de Bonn. A esa cita convocada por el excelente crítico colombiano asistió Heinrich Böll y Julio Cortázar anunció que llegaba y no llegó, pero sí se hicieron presentes Augusto Roa Bastos y Jorge Basadre, y otra gente que si bien era importante no lo ha sido para mi memoria. Fueron un par de horas en una residencia para estudiantes de Bad Godesberg que Gutiérrez Girardot había conseguido porque era el director del Seminario de Romanística de la Universidad de Bonn. Don Rafael había llevado buenos vinos tintos que compraba directamente al dueño del viñedo. Böll habló de la temática de “lo real maravilloso” en Latinoamérica y afirmó que, junto a Nicolás Gómez Dávila, “Márquez era el verdadero nacer de la cultura literaria e histórica” en Colombia y que con Cortázar, Carpentier, Fuentes y Roa Bastos eran la voz de una América real. Le traducía Horst Roggman, profesor asociado del seminario, quien lo hacía con satisfacción cada vez que el alemán decía, recordando a Martí, “nuestra América”. Don Rafael estaba en desacuerdo con ese nombre de “real maravilloso”, porque afirmaba que todo ello era realidad que Europa y los americanos del norte se negaban a reconocer.

Yo le llevé los saludos de los participantes en la reunión y le comenté de los lectores “ciertos” que tenía en el mundo alemán. Aproveché, eso sí, la oportunidad y le dije a Gabriel que para obtener el doctorado en literatura pensaba escribir sobre “el dictador como tema literario”, cotejando las obras de Asturias, Carpentier, Roa Bastos y García Márquez. Generosamente me dio pistas que después sirvieron a la finalización de ese propósito. Nunca pude llamarlo Gabo, como todo el mundo, porque no me ha gustado destruir los nombres ni aceptar la falsa familiaridad que esa costumbre trae consigo. “Los nombres portan un destino”, decían los latinos, y Gabriel es el “gran anunciador”.

Rafael Gutiérrez apreciaba profundamente al autor de Cien años de soledad, pero detestaba la apoteosis que de él se hacía ignorando a los demás que habían construido un pasado en la literatura nacional. En apariencia era un pensar distinto de la reflexión de Böll, pero apuntaba a evitar el “adanismo” al que se acostumbraron los críticos latinoamericanos y los estadounidenses y que copiaron luego —con no disimulado gusto— ciertos europeos para quienes antes del libro de Macondo nada existía en estas tierras del “buen salvaje”.

Para la tertulia literaria que se reunía en Bonn en una pequeña vinería, las primeras setenta páginas de Cien años valían como obra maestra. Más aún, el Relato de un náufrago fascinaba y El coronel sorprendía, quitándole parte de la significación a la fuerte personalidad de Melquíades. Eran los años setenta.

La sorpresa del Nobel

Seguí siendo buen lector de lo que él escribía y de lo que se escribía acerca de él. Como director nacional de educación gocé con el ministro Jaime Arias la designación del Nobel. En esos días se escribieron muchas cosas de urgencia con motivo del viaje de la delegación colombiana a Estocolmo. Sobraban “personalidades” que querían apuntarse al viaje; cada quien era más amigo que el otro de “Gabo”, o peor de “Gabito”, y no faltó quien le robó el nombre a Mercedes Barcha para llamarla “la Gaba”. Era la fiebre del momento y García Márquez supo usarlo para poner en evidencia que no era un simple inventor de metáforas y de leyendas sino alguien que había sido capaz de entrar en el sentido de la historia del continente. “Macondo es el mundo”, se dijo.

Pasados esos días le envié una carta de plácemes y meses después me envió un ejemplar dedicado que conservo con la humildad de quien habiéndolo leído —cosa que recomiendo a muchos de sus comentaristas— lo ha hecho propio.

En Roma, donde quiso estar de incógnito, nos decía que aspiraba a que al menos creciera el número de quienes se alejaran de las frases hechas que sus escritos habían generado. Con mucho de ironía decía que su destino era como el de Cervantes con el Quijote, del cual todo el mundo contesta en las encuestas haberlo leído, pero no han pasado de algún resumen especial que se ha hecho de la trama y una colección de frases que se hayan consagrado.

Gozó mucho en cambio cuando, en una librería romana, al momento de pagar por uno de sus libros que iba a regalar, la cajera trajo otro y le pidió que se lo autografiara pues lo había reconocido y le supo hablar de su obra y ser escuchada con atención.

Preparando un reportaje

Su viaje a Roma tenía una intención y era la de realizar un gran reportaje para la revista Cambio acerca de un cardenal colombiano que por entonces era reputado como “papable” en muchos medios de comunicación. Como era su costumbre, Gabriel lo había investigado todo. No había detalle que no hubiera medido y profundizado. En el hotel donde se hospedó, el Hassler, conversábamos sobre el personaje que iba a visitar, sobre su indumentaria, acerca de sus costumbres, de su real importancia. Hablábamos del papa Juan Pablo II —a quien apreciaba—, sobre su frágil salud, sobre la reunión de los jefes religiosos del mundo en Asís, sobre la paz y sobre las múltiples leyendas y consejas que circulaban en Roma con sus virtudes y sus escándalos. Y como era la Semana Santa, hablábamos de los rituales de la Semana Mayor y acompañaba la conversación con sabiduría pueblerina haciendo memoria de los usos religiosos que había observado en su vivir costeño y aquellos del viejo Zipaquirá y de Bogotá.

Sabía que al cardenal había de decirle “eminencia”, así a él se lo tratara por el nombre reducido de Gabo; sabía que el Viernes Santo los obispos se despojaban del anillo que señalaba su estatus porque su señor había muerto; se había informado de que en uno de esos días los cardenales que asistían a las capillas papales daban limosna en un sobre cerrado para las obras pontificias; sabía que el vienes no se consagraban formas eucarísticas, pero lo que más le llamaba la atención es que ese día —le habían contado— quien hablaba era un predicador hijo de San Francisco —capuchino— de apellido Cantalamessa, que llamaba la atención al papa que escuchaba paciente por los defectos de la Iglesia a él encomendada. Gabriel decía con gracia que no era “Cantalamessa sino Cantalatabla” y conocía al dedillo los detalles de los rituales de la muerte, de la sepultura y de cómo se efectuaba la elección del sucesor de Pedro con una exactitud y sabiduría que haría hoy sonrosar a la mayoría de los reporteros vaticanos capaces de toda inexactitud. En verdad, García Márquez como periodista era un hombre respetuoso de la verdad.

De visita donde el cardenal

Interesante era que no tomaba notas sino que lo confiaba a su memoria. Yo le pregunté cómo hacía y respondía que cuando hay un interés, la memoria es fácil, y en este caso, “si algo olvido lo llamo a usted, embajador, para que me recuerde”.

Se visitó entonces al cardenal Castrillón, quien durante horas le fue comentando sobre la importancia del trabajo que cumplía como colaborador del pontífice. De sus avances en la sistematización de muchos textos en distintas lenguas, de las obras de arte traídas de Bucaramanga, de su capilla privada, del privilegio que tenía de dormir en la cama de uno de los pontífices anteriores y, en fin, casi una confesión general que el periodista recibía con simpatía y curiosidad, porque si bien creía que los cardenales colombianos en Roma eran importantes —el otro era Alfonso López Trujillo—, nunca imaginó que lo fueran tanto, pues el entrevistado pertenecía a casi todas “las juntas” y difícilmente se movía algo sin que él lo supiera.

Se caminó por la ciudad del Vaticano, se visitaron los jardines, las grutas, la estación del tren, el recuerdo de Miguel Ángel en la cúpula y la devota admiración en la basílica, unida al respeto de quienes se congregaban a celebrar los oficios del final de la Cuaresma y de la Pascua. La Piedad, el Martirio de San Sebastián y el recuerdo de Stendhal —cuya enfermedad decía no padecer—, que se sentaba a meditar en el misterio de la muerte junto a la escultura de la tumba figurada por Canova como una “puerta etrusca” sellada y custodiada por los ángeles de la tristeza con las antorchas del vivir apagadas y la tumba de Pedro. Aquello era magnífico.

Pero lo que más lo impresionó fue el perfil de la cúpula de Miguel Ángel. Roma tenía por entonces un clima extraordinario y un enorme cielo azul. Todo ese paisaje y la nostalgia de la tarde lo llevaron a recordar que “los cielos cantan la gloria divina”. Le recordé que estaba repitiendo un bello pensamiento de origen religioso en el Salmo 19 de David. “Dios está también en mi memoria”, dijo con una preciosa serenidad de espíritu.

Cuando el cardenal vistió el hábito de gala de auténtica seda roja para ir a las ceremonias, quedó sorprendido por la elegancia y el boato, al tiempo que mirando el traje que yo vestía como embajador para el Jueves Santo —gran fiesta—, me decía “recuerde, embajador, que la ferretería (las medallas) no puede ponérselas mañana, que es día de luto por ser Viernes Santo”.

Él y Mercedes, acompañados por nosotros, la doctora Köhler y el embajador de México y su señora, comentábamos la investigación que había realizado para publicar en la revista Cambio y que titularía “El cardenal”. En esa comida terminó de justipreciar la información recibida y con una enorme delicadeza y claridad pensaba que el concilio de Juan XXIII se había quedado en las gavetas.

Se dio por terminado el motivo de la visita, pero quince días después me llamó desde México —creo—, enviándome un primer borrador del artículo pidiendo que le completara —de no tenerlos ajustados— datos acerca de la casa del cardenal y del hábito del papa de sentarse a la mesa completando el número de trece, por aquello de que un traidor siempre es sustituible.

Trabajamos los datos del texto y pensé que saldría así como me lo había participado.

Otro día, a eso de las tres de la mañana, sonó el teléfono y me dijo: “Mire, hay algo flojo en el reportaje. Vuélvalo a leer y me dice”. Me hice a la tarea de trabajarlo pensando cada palabra, a fin que el cardenal no se ofendiera por alguna observación o anotación. Lo encontré perfecto. El cardenal no se podía sentir mal interpretado, pues si bien se había recogido toda la importancia de sus tareas al lado del papa y la significación de su cargo y de las múltiples actividades que cumplía, se mantenía fiel a su pontífice con esa magnífica frase que, haciendo alusión a una eventual muerte de Juan Pablo II, frase que ciertamente fue dicha, “yo quisiera que fuera el papa quien rezara ante mi tumba”.

Días después, de nuevo una llamada nocturna. “Embajador, conversando con el editor —sospecho que era él mismo—, me ha dicho que el título del reportaje no puede ser ‘El cardenal, que nada dice, y hemos optado por titular ‘El papable’. Usted debe encargarse de tranquilizar al cardenal porque con ese título todo, todo cambia”. Yo prometí hacerlo y lo hice y Castrillón estuvo sobre aviso de esta modificación, aunque se preguntaba —con razón— qué dirían sus malquerientes con la extraordinaria difusión que siempre tuvieron los reportajes de Gabriel García Márquez y que eran traducidos a todos los idiomas, por lo que daría la vuelta al mundo. Yo creía sinceramente que todo quedaba superado y el reportaje saldría sin problemas, pero no fue así.

Una tercera llamada estuvo precedida de un dato urgente. “Ya no hay remedio, se fue así y creo, embajador, que ahora usted tiene un problema”. Yo pregunté la razón de la advertencia y socarronamente me dijo “es que el final del escrito cambió. Léalo que yo lo llamo más tarde”. Lo leí y me dije: “Ahora Castrillón está en un problema”. En efecto, el artículo no terminaba diciendo que el cardenal rogaba que fuera Juan Pablo II el que rezara ante su tumba, sino que se añadió una frase: “¿Y si usted fuera elegido?. Un amigo que nos acompañaba le escuchó decir al prelado: ‘Uno no le puede decir no al Espíritu Santo’”.

Tenía razón, pues, por lealtad le informé a Castrillón sobre la modificación y él se preocupó mucho y dice haber ido a aclarar la situación directamente ante el papa y las autoridades más cercanas. Al día siguiente, Roma lo sabía. Fue publicado en italiano y en todas las lenguas conocidas. El escándalo fue mayúsculo. Castrillón escribió una esquela a García Márquez, que me entregó para hacerle llegar, en donde lamentaba haber —de repente— dado ocasión al equívoco o —admirando su capacidad de novelar— haber escrito algo reñido con la realidad.

Yo llamé al escritor por teléfono, porque era una esquela abierta y sin sobre. Me pidió que se la leyera y lo hice. “Es algo que se puede entender, pero en este mundo las noticias y esos eventos pasan rápido. Además, supongo que escribí un deseo no dicho”. Le pedí una dirección para enviarle la esquela y me contestó: “Guárdela, algún día se la reclamo”. ¡Ese día ya no llegó!

Todo esto fue en la Semana Santa de 1999, ahora hace quince años, el mismo Jueves Santo de su viaje a la eternidad donde uno comienza a ser algo cierto: ¡un recuerdo!

Por Guillemor León Escobar H. /Especial para El Espectador

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