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“Negro” e “indio” no son, en sí mismos, dos elementos lexicales cuyo contenido semántico denotan una acción despectiva. “Marica” e “hijueputa” podría ser solo el saludo de un amigo a otro después de varios meses sin verse. En este sentido, el significado no está en la expresión sino en las circunstancias que acompañan la acción. “No seas marica”, solía decir una amiga cuando alguien del “combo” de costeños en Bogotá se oponía a que ella pagara los tintos. Es decir, el significado es, en muchos aspectos, una construcción cultural. Ya lo había dicho John Fiske en su “Introducción al estudio de la comunicación” y reiterado Roland Barthes en su “Aventura semiológica”: no se puede leer un enunciado denotativo como si fuera una acción connotativa. La explicación es sencilla: cuando se habla, los significados no se encuentran solo en el texto que se articula sino también en las situaciones que lo acompañan.
De acuerdo con las categorías gramáticas, el “negro” puede ser un adjetivo o un nombre, y en ocasiones puede convertirse en un verbo, como sucede con “negrear”. Según el Diccionario de la Real Academia Española, DRAE, en su acepción primera, la palabra es definida como “ausencia de color”. Según el diccionario de etimologías, “negro” viene del latín “niger”, “nigra”, “nigrum”, y hace referencia a aquello que no refleja la luz. En los estudios culturales, el “negro” está asociado al mal, al igual que la izquierda. Dios es la representación de la luz y todos sus seguidores sueñan con sentarse, algún día, a la diestra de “Dios Padre”, nunca a la siniestra. El “negro” se asocia, en muchos casos, a la suciedad, a la tristeza y a lo que está por fuera de las normas. Es decir, hace parte de la periferia, al igual que la mujer en las sociedades patriarcales.
En literatura se habla de “novela negra” para referenciar un tipo de relato policíaco que tiene su marco de desarrollo en ambientes sórdidos, y que en términos retóricos se traduce como “el bajo mundo”, cuyo personaje principal es siempre un detective, una especie de matón, tan despiadado como los mafiosos a los que persigue. La profundidad de los bosques es siempre “negra”. Y el bosque es solo el inicio de la periferia. Este está asociado, en los relatos folclóricos, al mal, pues en los bosques habitan las fieras salvajes. Allí se esconden los ladrones y la bruja tiene asentado su refugio. Allí nace la palabra emboscada, una trampa que los ladrones les tienden a sus víctimas. Robin Hood, el mítico héroe forajido, nacido de la leyenda británica, es un maestro en el arte de la emboscada. No hay que olvidar que el centro, el lugar donde se crean las leyes y se direcciona el actuar de la sociedad, empujó a este héroe a empuñar las armas para defender a los suyos de las injusticias del poder del rey.
Si la bruja habita los bosques, los ritos que practica son una manifestación del demonio. Su “magia es negra” porque está asociada con las fuerzas del mal. Y todo lo que se encuentra por fuera del centro está, definitivamente, en la categoría de lo inaceptable. De ahí que la música surgida de los arrabales fuera durante muchísimos años estigmatizada por las elites. Es el caso del tango argentino, del blues y el jazz nacido en el sur de los Estados Unidos, de la salsa caribeña o de la champeta cartagenera. La “música” que tiene sus orígenes en los extramuros de las grandes ciudades o en las zonas limítrofes entre la urbe y los pastizales, es considerada “negra”.
Hasta hace poco, no faltaba el tarado que afirmara que el número de neuronas estaba mediados por el color de la piel. No faltaba el que asegurara que las personas con más pigmentación solo podían ejecutar labores manuales. Incluso no faltó el que se atreviera a clasificar algunas profesiones teniendo en cuenta solo el color de la piel. “Los negros solo sirven para el baile y los deportes”, le escuché decir en una oportunidad a uno de estos descendientes de negreros cartageneros que todavía se visten de blanco de pies a cabeza y defienden los abolengos como una cualidad social. Esos mismos que nunca faltan un domingo a misa, pero consideran todavía que las mujeres las hizo Dios para la cama y la cocina. Los mismos que creen que en esa ecuación Dios-Hombre la mujer es solo un error matemático.
Dentro de este contexto, no debería extrañar entonces que una “señora bien” le gritara a un “taxista negro” todo esos improperios discriminatorios que hacen parte de su estructura mental hegemónica. Para ella, seguramente, un “negro” debe ser eso: un taxista, un vendedor de guarapo o aquella señora que le limpia a diario los muebles de la casa. Para el filósofo rumano Mircea Eliade, el asunto va más allá, pues la construcción social de algunos pueblos está cimentada por los mitos dominantes, y no hay nada más difícil para una sociedad que borrar esos prejuicios, ya que hacen parte de lo que él llama lo “sagrado”. Y lo “sagrado” es la esencia de cualquier manifestación religiosa.
Para Gilbert Durand, el gran temor que el hombre experimenta al caer la noche es, precisamente, la ausencia de luz. La noche, por antonomasia, es oscura. Y la oscuridad es el espacio de lo indefinible, aquel que según los mitos permite que las brujas vuelen sobre sus escobas y los muertos regresen del más allá a atormentarle la vida a los del más acá. El día, por el contrario, está asociado al bien, y el bien tiene su asiento en la luz del sol, que permite ver más allá del horizonte. La noche oscura, por el contrario, le da cobijo a la fiera salvaje, al ladrón y posibilita la salida de los demonios del infierno.
Para José Enrique Gargallo, profesor de filología de la Universidad de Barcelona, no hay duda de que la palabra “negro” ha tenido a lo largo de la historia de la Humanidad unas consecuencias de carácter cultural en las nuevas generaciones y en la semántica de este vocablo. De ahí que no sea raro escuchar decir “he tenido un día negro”, o “veo el asunto negro”, o “tengo un negro presentimiento”. Cuando un tipo piropea a una chica que pasa a su lado y dice “adiós, negra bonita”, está reafirmando, inconscientemente, los patrones axiológicos dominantes, está reafirmando una excepción de la regla: que los negros, por lo general, son pocos agraciados.
Claro que el lenguaje sirve más para ocultar que para expresar. Y no hay que olvidar que la expresión “negro”, en al ámbito social, ha venido orientándose negativamente, por lo que la misma sociedad ha intentado sustituir un elemento lexical por otro. De ahí que surjan eufemismos como “moreno” o “morena”, términos que tienen su origen en la palabra “moro”, que en su momento fue también una expresión discriminatoria, pues definía a los árabes asentando en la Península Ibérica que no eran cristianos.