Serrat, Machado y Hernández: tres formas de la libertad

La música y la literatura suelen tener una dignidad autónoma. Resisten por sí mismas los embates del martirio de sus creadores, o la censura. Pero de vez en cuando requieren una reivindicación, un nuevo impulso hacia la luz de la posteridad que les ha sido negada por incomodar a quienes deben ser incomodados. Estos necesarios rescates son aún más emocionantes cuando quien los hace también ha padecido las dificultades de expresar una libertad en tiempos en los que es difícil expresarla.

Alejandro Moreno
19 de septiembre de 2017 - 07:52 p. m.
De izquierda a derecha: Miguel Hernández, Antonio Machado, Joan Manuel Serrat. / Archivo particular
De izquierda a derecha: Miguel Hernández, Antonio Machado, Joan Manuel Serrat. / Archivo particular
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Es el caso de dos de los primeros álbumes de Joan Manuel Serrat en español, que volvieron a iluminar a las obras de Antonio Machado y Miguel Hernández, a quienes se intentó olvidar o desfigurar durante cuarenta años de totalitarismo en España.

Ya para 1968 la voz de un joven de Poble Sec, graduado de agronomía, había llamado la atención de toda Cataluña y España entera. Fue por ello que la Televisión Española designó a Joan Manuel Serrat como representante de su país en el Festival de la Canción de Eurovisión de aquel año, en la cual interpretaría La, la, la. Sin embargo Serrat, que tenía en su cuenta tres álbumes en catalán se negó a cantar en otro idioma que no fuera el suyo, y ante la imposibilidad de que una entidad pública le permitiera representar a España en una lengua distinta a la que el franquismo había impuesto como la única oficial, presentó su renuncia.

Con la mira del censor puesta en él, al año siguiente apareció La paloma, su primer álbum en castellano, con el que terminó de consolidarse en España y empezó a hacerlo en América Latina. Ese mismo año lanzó una afrenta más hábil: Dedicado a Antonio Machado, poeta, doce canciones musicalizando poemas del hombre detrás de Abel Martín y Juan de Mairena. Si querían que cantara en español lo haría dándole voz a las letras opacadas por la dictadura.

Periplo y deshonra de Antonio Machado

 Machado murió en un exilio que le costó tres escalas, según avanzaban las conquistas del bando sublevado. En los primeros meses de la Guerra Civil fue evacuado hacia Valencia, un lugar que la Alianza de Intelectuales Antifascistas había considerado suficientemente seguro para el maestro sevillano y su madre y tres de sus hermanos, sin los cuales nunca habría dejado Madrid. Tú sonríes con plomo en las entrañas, le cantaba a la ciudad en la que vivió la mayor parte de su vida, mientras la abandonaba. En la valenciana Rocafort estuvo poco más de un año, tiempo en el cual publicó La guerra, el último de sus libros. En Valencia dio discursos a las juventudes socialistas, y clausuró el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, que había reunido en la España herida por la guerra a intelectuales como Octavio Paz, César Vallejo, y Pablo Neruda. Pero la guerra que le parecía dormida mientras Valencia florida/se bebe el Guadalquivir, pronto volvió a pisarle los talones y tuvo que huir hacia Barcelona. La Ciudad Condal lo acogió durante diez meses, pero ante su inminente caída la abandonó en un éxodo hacia Francia. Con dificultad Machado y su familia llegaron hasta Colliure donde tres semanas después, el 22 de febrero de 1939, murió, pocos días antes que su madre.

La primera canción del álbum de Serrat honra el desenlace del exilio de Machado. Cantares es la musicalización de tres de las cincuenta y tres estrofas de Proverbios y cantares, que el poeta incluyó en Campos de Castilla en 1912. La canción tiene dos partes: la primera de ellas es más solemne, y en ella Serrat casi recita los versos escogidos, mientras que la segunda es más festiva, y aunque la letra no es de Machado, sino de Serrat, es un tributo a su vida. Murió el poeta lejos del hogar/le cubre el polvo de un país vecino, canta impetuoso. Y para denunciar la censura y el exilio al que fue sometido, agrega cuando el jilguero no puede cantar/cuando el poeta es un peregrino antes de retomar el verso más resonado de la canción: Caminante no hay camino, se hace camino al andar.

Serrat prolonga la palabra de Machado, la renueva. Solo una de las canciones del álbum no toma versos del poeta, En Colliure, se refiere al sentimiento que la distancia en el tiempo ha permitido ver en las palabras de Machado: Profeta/ni mártir/quiso Antonio ser. /Y un poco de todo lo fue sin querer. Lo que no puede ser más claro en otro lugar que en la última de las estrofas de Proverbios y cantares, a la que Serrat dio una canción autónoma en su trabajo: Españolito que vienes/ al mundo, te guarde Dios. / Una de las dos Españas /ha de helarte el corazón. Con dos décadas de anticipación Machado sentenciaba la gran grieta que se abriría en su país, que llevaría a España a la guerra más cruenta, y a él, al exilio.

Tras su muerte Machado dejó de ser Machado. Muy pronto la Comisión Depuradora del franquismo, una entidad encargada de purgar de las instituciones educativas todos los logros alcanzados por la Institución Libre de Enseñanza y la Segunda República Española, cayó sobre él. En 1941, tan solo dos años después de su muerte, la Comisión lo expulsó del Instituto Cervantes y le revocó «todos sus derechos pasivos». Sin embargo, la figura de Machado no fue prohibida, sino descaradamente distorsionada: desde el Escorial se le trató como un autor confundido, «moralmente secuestrado», pero en el fondo un partidario de la causa falangista. Sus versos alabando Castilla y su lengua pasaron a ser una bandera de propaganda del régimen, que a su gusto mutiló versos enteros de lo que luego publicaría como obras completas de Machado.

Pero recuperó su voz, su sentido. Machado volvió a ser Machado hablando por boca de Serrat, quien conquistó para él territorios que le habían sido vedados. Tan sólo hasta 1981, entrada la Transición española, por solicitud del mismo Instituto Cervantes el maestro fue rehabilitado como catedrático, aunque para entonces su mensaje había llegado tan lejos como lo había hecho Serrat.  

De cabras y milicias

A Miguel Hernández la guerra lo sorprendió en su pueblo. Tomó partido pronto, se unió a los defensores de la República y se adhirió al Partido Comunista Español. Dejó Orihuela, donde había crecido pastoreando cabras mientras leía a Cervantes, a Lope, y a Luis de Góngora. Y allí dejó también a Josefina Manresa, su novia, esperando regresar como portador de buenas noticias. El pastorcito se puso las botas de la guerra. Hizo parte del Quinto Regimiento, el mismo de Rafael Alberti y como Machado, asistió al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, junto con su amigo Neruda, a quien ya había conocido en su segundo viaje a Madrid. Llegaste a mí directamente del Levante. Me traías/pastor de cabras, tu inocencia arrugada, le dedicaría tras su muerte el chileno.

Le robaba tiempo a la milicia solo para volver a Josefina. Al año siguiente de empezar la guerra se casó con ella en Orihuela, para llevársela a vivir a un pequeño pueblo de Alicante. Ahí nacerían sus dos hijos, aunque el primero no llegó a cumplir el primer año. Entre las desgracias del hogar, y las desgracias de la guerra siguió escribiendo. Terminó El hombre acecha, pero la llegada de los sublevados a Valencia frustró su publicación, y de la destrucción del tiraje solo se salvaron un par de ejemplares. Por ese mismo tiempo llegó su hijo Manuel Miguel, y muy pocos meses después la causa republicana sería finalmente derrotada. El poeta, a sabiendas de lo que se venía, buscó refugio en Portugal, vía Huelva, pero los hombres de Salazar lo capturaron y entregaron a la Guardia Civil.

En unos pocos meses, tras un periplo por cárceles de Huelva, Sevilla y Madrid, recuperó su libertad. Contra toda recomendación Miguel Hernández volvió a Orihuela, a su hogar, pero pronto las voces delatoras llegaron a las autoridades y volvió a ser apresado. En Madrid fue condenado a cadena perpetua, pero por intervención de José María de Cossío la pena se le redujo a treinta años. Da igual, la vida se le fue de prisión en prisión, en las madrileñas de la plaza del Conde de Toreno y de la calle de las Yeserías, en Palencia, y finalmente en Alicante, donde volvió a estar cerca de Josefina y Manolillo, que se habían mudado a la casa de una hermana del poeta. Pero la situación era difícil, y para Miguel Hernández nada pudo ser tan doloroso como enterarse de que su mujer y su hijo no tenían para comer más que pan y cebolla. En la cuna del hambre/mi niño estaba/Con sangre de cebolla/se amamantaba, les respondía. Una neumonía había disminuido al guerrero del campo, para la libertad siento más corazones/que arenas en mi pecho. Las arenas ya eran muchas, y la libertad ninguna. Luego se le habló de tuberculosis, se le trató, o al menos eso se dijo. La condena real fue mayor que la sentenciada. El poeta nunca tuvo cadena perpetua, ni mucho menos una reducción. De cierta forma su pena siempre fue la capital, y así se ejecutó dolorosamente, hasta que en marzo de 1942, a los treintaiún años, murió en la enfermería de la cárcel de Alicante.

Sobre Miguel Hernández sí caerían intentos de olvido, la plena intención de borrarlo. Aunque sus versos circulaban, no podían publicitarse. La Guardia Civil se encargó de neutralizar a los estudiantes que pretendían rememorar los aniversarios del poeta. La voz de Miguel Hernández era un murmullo que recorría aulas y emocionaba a los vencidos. Desde París, al celebrar los cincuenta años del poeta pastor, Pablo Neruda lanzó un mandato general a España: «Recordar a Miguel Hernández que desapareció en la oscuridad y recordarlo a plena luz, es un deber de España, un deber de amor» Y ante su muerte oscurecida no solo por la escena de la cárcel, sino por su tratamiento póstumo reclamó el deber  de «sacarlo de su cárcel mortal, iluminarlo con su valentía y su martirio, enseñarlo como ejemplo de corazón purísimo ¡Darle la luz! ¡Dársela a golpes de recuerdo, a paletadas de claridad que lo revelen, arcángel de una gloria terrestre que cayó en la noche armado con la espada de la luz!».

Nadie atendió tan bien ese llamado como Serrat, que en 1972, doce años después de las palabras de Neruda apareció con Miguel Hernández, la musicalización de diez poemas del miliciano de Orihuela. En él Serrat hizo canciones piezas de El hombre acecha, que fue editado como libro hasta 1981. Cantó con tono de esperanza El herido, que llamó Para la libertad, y con Alberto Cortez hizo de las Nanas de la cebolla una desgarradora canción de cuna para España.

La voz de Serrat fue mucho más hábil frente a los obstáculos. El público escuchó a Miguel Hernández antes que leerlo, y ante esto no había mucho que el censor pudiera hacer. La palabra del poeta se expresó con una fuerza que le fue imposible durante treinta años.

Es de esta forma que por obra de Serrat, Machado y Hernández recuperaron el lugar que se les impidió ocupar durante décadas. Serrat prolongó el mensaje de la libertad, devolvió el sentido a sus palabras. Antonio Machado y Miguel Hernández fueron casi dos olmos secos a la espera de un milagro de la primavera. Serrat se los dio.

Por Alejandro Moreno

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